¡He vuelto a releer el último discurso del camarada Chávez!

No recuerdo qué camarada me dijo que todo discurso que mezcla la alegría con la tristeza en un mes de diciembre es mal presagio. No le hice caso por eso de no creer en pronósticos astrológicos. La experiencia nos dice que por mucho que sea la miseria económica en un hogar, esa familia saca fuerza de su alma en un mes de diciembre para llenarse de alegría como una manera ficticia o utópica de esconder su tristeza. Los ricos saben que los rigores de la injusticia pegan más duro en aquella infancia que nada tiene para asegurarse un presente con dignidad de vida social.

No pocas veces, la admiración y el amor que las personas sienten por un líder les hacen o los vuelven incrédulos ante el inminente peligro de muerte que acosa a su dirigente  más preciado. Eso sucedió en una inmensa masa de pueblo que creyó, de buena fe, que el camarada Chávez, por ahora, no era mortal. Confieso, aun cuando aún sigo admirando al camarada Chávez, que desde la vez primera que le anunció al país la existencia del cáncer que lo atacó llegué a creer –por lo complejo del mismo- que poco tiempo le quedaba de vida aun cuando lo tratasen los mejores galenos del mundo especializados en oncología. Y eso, siempre se lo decía a los camaradas del EPA. Sin embargo, jamás se me ocurrió decirlo de forma pública, porque hubiese sido imprudente de mi parte hacerlo. Respetaba que la primera potestad o primera voz para decir lo que se debía decir las tenía el camarada Chávez y, luego, sus más allegados colaboradores en su Gobierno y Partido Político.

Confieso, además, que cada vez que podía me internaba en eso de internet buscando todas las opiniones o todos los comentarios sobre la salud, la enfermedad y tratamiento en relación con el camarada Chávez. No me importaba que fueran de la derecha política, del centro político o de la izquierda política, lo que realmente me importaba era descubrir criterios médicos creíbles. La ciencia natural es primero, segundo y tercero, ciencia natural antes de mirarla con cualquier lente de la política o de la ideología. Escuché, un día, al que fue Presidente de la Sociedad de Oncólogos de Estados Unidos, hacer un análisis de la foto donde aparece el camarada Chávez con una breve sonrisa en medio de dos de sus hijas. Ese día, en base a lo que dijo y lo confieso, me produjo una profunda tristeza y me convencí que pocos días de vida le quedaban al camarada Chávez. Así lo dije a unos camaradas. El Papa, por ejemplo, cuando se enferma se consulta con un médico y no confía su sanación  simplemente en la invocación al Cielo para que desde allí le lleguen la receta y las medicinas que correspondan con su tratamiento. Sería injusto creer que para ser un excelente galeno es imprescindible profesar como ideología el comunismo en este tiempo. Lo que sí es necesario creer es en que una Revolución invierte cuantiosos recursos o lo que sea necesario para que la medicina avance y se desarrolle, científicamente, en beneficio de toda la sociedad. Incluso, téngase por seguro, que uno de los grandísimos logros que el comunismo pondrá a disposición de toda la humanidad es el alargamiento de la vida humana y que ya nadie morirá de una enfermedad que en este tiempo no tiene remedio.

No lo sé, no lo sé, cuántas personas en este país o fuera de él se percataron que esa repetición, de parte del camarada Chávez, de la frase “Buenas noches a todos… buenas noches a todas…” y, luego de un párrafo no muy largo, repetición de “Buenas noches a todos, buenas noches a todas”, era como el último adiós hablado del camarada Chávez, era como su despedida, era como su testamento. Cuando una persona, sea masculino o sea femenino, que ha jugado el papel de la personalidad en la historia de su tiempo lanza a lo público unas palabras o un escrito que sea considerado como su testamento, está diciendo que su vida pronto será silenciada por la muerte. Me refiero a su vida física, porque las ideas que contengan principios de libertad ni mueren ni pueden llamarse muertas. Ciertamente, como lo dijo el propio camarada Chávez, las circunstancias apremiantes lo obligaron a anunciarle al país su nueva situación que le afectaba en demasía su salud. Habló de la fiebre del sábado por la noche, esa película que protagonizan John Travolta y Olivia Newton; habló de La Lambada y reconoció –dos veces- que no era su estilo hacer una cadena nacional un sábado por la noche. Habló para todos los venezolanos, todas las venezolanas, sin distingos, y también para los de más allá de las fronteras venezolanas.

El camarada Chávez habló de las batallas, de banderas mancilladas, de banderas desgarradas, de la bandera patria; habló de Bolívar y mencionó a Fidel, quien le recordó la palabra “llamarada”; habló del siglo XIX, del XX y del XXI; habló del “Lázaro colectivo” como sinónimo de pueblo. Y vino ese momento en que, obligado por las circunstancias y –seguro- plenamente consciente de que su destino en poquísimo tiempo se le acortaría-, habló de esa otra batalla, la personal que también era del pueblo por su salud, la enfermedad que se le incrustó en el cuerpo para no darle paz ni cuartel como si fuese una guerra del mal contra el bien y, especialmente, porque él tampoco aceptó el reposo indispensable debido a que decidió enfrentar los peligros por la necesidad de victoria en la elección presidencial del 7 de octubre de 2012. Sin duda, sólo Chávez podía ser un triunfo seguro en esa elección. Lo demás, queda para hipótesis y no realismos.

Y lo que más reafirma que fue su último discurso el 8 de diciembre de 2012 su testamento, por supuesto es muy fácil entenderlo y decirlo luego de su partida, es que puso mucho énfasis en la dirección colectiva del Proceso Bolivariano. Que una inmensa masa de población, por su admiración, por su amor y por ese deseo infinito que el líder sanara, no pudo darse cuenta de ello, es comprensible y hasta muy respetable. No se olvidó hablar de esas cosas económicas que en diciembre son sagradas para las familias venezolanas y, especialmente, para las clases y sectores de escasos recursos. Habló de los aguinaldos para que no hubiera noches tristes. Y recordó, además, el diluvio que empapó de agua a siete avenidas llenas de personas que escuchaban las palabras de cierre de campaña del líder. Nunca antes, respetando la cantidad de población en cada tiempo, se había visto en la historia política una concentración semejante. Y fue, entonces, cuando habló de lo que nadie quería que hablara, de las nuevas realidades de la enfermedad que le aquejaba: la nueva intervención quirúrgica, la que sería la última, de la cual jamás se repondría porque ya nada podía seguir haciendo la ciencia médica, la química y otras ciencias por salvarle la vida. Eso que dijo, “yo quiero ir allá, yo necesito ir a Venezuela” fue, sin duda, la afirmación de que venía a despedirse, a decir adiós porque –aunque no lo dijo y pienso que él sí lo sabía, ya –por lo menos- lo sospechaba que la muerte le acechaba muy de cerca. Si alguien tenía plena conciencia que no debía decírselo en ese momento a su pueblo, era precisamente el mismo camarada Chávez. Y firmó la carta de solicitud de permiso a la Asamblea Nacional para regresar a Cuba.

Luego nombró a Dios, habló de su fe, de su aferramiento a Cristo y no dejó de reconocer, y en verdad es así para los revolucionarios, del vivir de milagro en milagro en el sentido de que siempre se corre el riesgo, en la lucha de clases o lucha política, de perder la vida buscando hacer realidad el sueño grande de todo pueblo. Sin embargo, no dejó de reconocer el riesgo o peligro de la nueva operación quirúrgica. Entonces, invocó la “Unidad… unidad… unidad… unidad”. Recordó las palabras de Bolívar que se resumen en que si no se logra la unidad entonces se es devorado por la anarquía.

El camarada Chávez miraba y veía hacia todos los lados y parecía como si su visión traspasara las fronteras de las cámaras de televisión y llegara clarita a las miradas de millones y millones de personas que en silencio lo veían y lo escuchaban hablar por televisión. Y fue, entonces, cuando dijo aquellas palabras que en muchos camaradas no dejaban dudas de la gravedad de la enfermedad que lo aquejaba y del ingrato destino que muy cerca lo esperaba para llevárselo. Nada mejor como copiar fielmente ese párrafo que ningún venezolano, en ese momento, hubiese querido que pronunciara, porque era prácticamente la confirmación –aceptemos hoy que fue así aunque tenía la obligación de decirlo a su pueblo: “Pero yo quiero decir algo, quiero decir algo aunque suene duro, pero yo quiero y debo decirlo. Si, como dice la Constitución, se presentara alguna circunstancia sobrevenida —así dice la Constitución— que a mí me inhabilite —óigaseme bien— para continuar al frente de la presidencia de la República Bolivariana de Venezuela, bien sea para terminar los pocos días que quedan —¿cuánto, un mes?, digo un mes, un mes—y, sobre todo, para asumir el nuevo período para el cual fui electo por ustedes, por la gran mayoría de ustedes, si algo ocurriera —repito— que me inhabilitara de alguna manera, Nicolás Maduro no solo en esa situación debe concluir como manda la Constitución el período, sino que mi opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable, absoluta, total es que en ese escenario, que obligaría a convocar, como manda la Constitución de nuevo a elecciones presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela. Yo se los pido desde mi corazón”.

Después de otras palabras, entonó parte de la canción de los soldados tanquistas:  “Al rumor de clarines, guerrero corre el blindado, corre veloz/como celosos dragones de acero/que guardan la patria que el cielo nos dio/Patria, patria, patria querida/tuyo es mi cielo, tuyo es mi sol./Patria, tuya es mi vida, tuya es mi alma, tuyo es mi amor.”. Y su último discurso lo concluyó con las consignas de: ¡Viviremos y venceremos! ¡Viva Venezuela! Y, si por casualidad se había ya olvidado, volvió a pronunciar la frase “Buenas noches…”. Fue, sin duda, un discurso breve donde haciendo síntesis de la historia, no puede ser negado por nadie como verdad, repitiendo lo que me dijo un camarada, todo discurso que mezcla la alegría con la tristeza en un mes de diciembre es mal presagio. Por eso, debemos decir: ¡Camarada Chávez: siempre presente!



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Freddy Yépez


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