Treinta días...

Después de media hora de una cola infernal, por fin pasaba el puente. Mi mente y cuerpo se alegraba y relajada al saber que pronto llegaría a la bomba donde siempre me detengo a tomar café y comprar cigarrillos.

Mi sorpresa al entrar a la estación de servicios fue ver que los bomberos estaban sentados afuera del cafetín y mantenían cerrados los carriles y surtidores de gasolina. De igual manera me sorprendió encontrar la “santa maría” a la mitad de la puerta de dicho cafetín. Y de verdad me resultaba extraño todo aquello porque de tantos años llegando a ese sitio sabía o conocía de lo implacables e inmisericordes que son los dueños en cuanto a hacer trabajar a sus empleados. Empleados que ya conozco bastante bien y que al reconocerme me dejaron entrar antes de cerrar por completo el negocio.

Al entrar, de inmediato sentí cierta atmosfera pesada, un grupo de empleados murmuraba cerca de la oficina administrativa mientras que Josefina (una de las empleadas) me preparaba el “guayoyito” en la máquina antes de apagarla. No pude evitar contenerme y le pregunté: qué pasa?. Es decir, me intrigaba la razón por la cual estaban cerrando el negocio apenas pasadas las 5 de la tarde.

Entonces, sirviéndome el café, Josefina me contó que la señora Gertrudis, hermana del señor Napoleón, dueño de la estación de servicio, había muerto. La noticia me sobrecogió, ya que primeramente la conocía y había tratado en varias oportunidades con ella de tanto pasar por el negocio. Pero sobre todo me conmovió porque inmediatamente recordé su furibundo odio, y de todos los dueños del negocio, a todo lo que tuviera que ver con Chávez y el gobierno, y por supuesto a lo muy curioso que me resultaba el hecho de que muriera precisamente ese día. Esto último por cierto, se lo expresé a Josefina quien muy dispuesta y asombrada me contó:

“Si supiera profesor; mire que es lo que estamos comentando con los demás. Hace hoy un mes, fue ella (la señora Gertrudis) la que salió de la oficina corriendo y gritando: ¡Prendan el televisor que al fin se murió el maldito ese!!.. Usted cree profesor?.. Yo no sé.. Pero yo le dije, sabe?.. Yo le dije, que no hiciera eso.. Y el viejo, el viejo Napoleón, mandó a uno de los bomberos a explotar unas varillas, unos cohetes. Usted cree?..”.

Y continuó Josefina con su relato: “Ahí enviaron un mensaje a Lisbeth, la encargada del negocio, que decía, mire aquí está; Hoy 5 de abril, a las cuatro y veinticinco de la tarde murió de un infarto fulminante la señora Gertrudis. Usted cree? Justo un mes después, treinta días después de estar celebrando la muerte del Comandante...”

Pero lo que creo más importante de su relato fue lo siguiente: “Mire ellos no son buenos jefes.. porque si pudieran aquí nos descontaran hasta el aire que respiramos. Ellos aquí saben que la mayoría de los que trabajamos aquí somos chavistas y el hecho de que celebraran la muerte de Chávez aquí fue para jodernos también, Ud, sabe. Pero nosotros, ninguno de los que Ud, ve aquí nos alegramos con que se haya muerto esa señora, y no porque nos botarían de inmediato, no. Nosotros no nos alegramos porque simplemente nadie se debe alegrar de eso... Treinta días profesor. Treinta días nada más le duró la alegría”.

Los comentarios y la actitud no solo de Josefina sino de todos los empleados de la estación de servicio me recordaron la diferencia que hay entre algunos y nosotros. Es decir, más allá de las diferencias de clase, de la posesión o no de bienes materiales, de la educación formal alcanzada, entre otras tantas diferencias que pueden existir, hay una que es fundamental; la forma de sentir y ver la vida que tiene el pueblo llano, la gente de a pié, la mayoría del pueblo venezolano.

Y ello tiene que ver con los valores y los principios que rigen y deben regir nuestras actitudes frente a las distintas circunstancias que debemos vivir, entre ellas la muerte. Estos valores y principios no son ni pueden ser flexibles, no son amoldables ni mucho menos intermitentes, es decir, no podemos alegrarnos frente a la tragedia de los otros y esperar condescendencia cuando el sinsabor lo tenemos nosotros en la boca. Lo que es penoso y triste siempre lo será y no hay medias tintas en eso.

Entonces, me di cuenta que Chávez es más grande de lo que yo pueda imaginar. Me di cuenta que treinta días después nos seguía dando lecciones y ayudado –en este caso- a Josefina y los demás empleados a ser mejores seres humanos que sus empleadores y a mi me había ayudado a reencontrarme conmigo mismo.

(*) Prof.

lenincalderon@gmail.com


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