Uno de mis alumnos del curso Introducción a la Filosofía, Josehím Bernardo Pérez me ha hecho llegar esta creación suya que quiero compartir con mis “desocupados lectores”, porque en el campo de la literatura describe parte del contexto actual desde una perspectiva introspectiva vivencial.
Actualmente la situación parsimoniosa de éste, mi noble país no es la que desearía, mi corazón y la de muchos de mis semejantes se haya dolido, agobiado y entristecido, porque la putrefacción política ha llenado con su miasma nuestra vidas, porque se ha manchado esta tierra blanca y pura con la sangre de centenares de inocentes, el hambre destroza las entraña de los niños que ya deambulan las esquinas de las vacías y solitarias calles, la codicia ha sido la felicidad de unos pocos y el dolor con desgracia de muchos más y por ello me duele, pero esa es otra historia y está ligada a la mía.
El día que conocí a María de los océanos fue una tarde soleada, el sol abrazador ardía con su máximo esplendor e iluminaba aquella tarde. María siempre llevaba una hermosa sombrilla azul para cubrirse del ardiente sol. Su suave cara y sus sedosos cabellos estaban ocultos bajo el anonimato de aquella sombrilla…siempre suelo preguntarme la razón de por qué ocultar tanta belleza, la belleza pertenece a los niños, a la naturaleza, al amor, a la dulzura, a los adolescentes, a todos, no es que me molestara que se cubriera del sol, pero aquella belleza sólo podía pertenecer a alguien en el universo, y esa era María. Ella era arte en movimiento, música en armonía y belleza fusionada con nobleza.
Era ya el quinto día que nos encontrábamos en el extenuante calor, pero por alguna razón no me sentía atosigado porque ya era la quinta vez que mis ojos apreciaban a María.
Ese día había algo diferente, ella no llevaba su sombrilla azul. María describía una hermosa aurora de bondad y devoción hacia los niños que se encontraban a su alrededor y en especial a los que yacían en su lecho, deshidratados por el sol y absorbidos por la tierra al soportar endeblemente las elevadas temperaturas. Eran cientos los que se encontraban en aquella incalculable fila de seres humanos en la que se apreciaban niños, mujeres encintadas, suaves y delicados ancianos; era difícil reprimir la melancolía, la ira y el dolor con aquel panorama. Allí estábamos todos, esperando un hálito contenido en ferrosas esferas metálicas, para guisar nuestra bucólica comida. Esa tarde me sobrecogió ver a María sin su quitasol. Ese día vespertino pasaron por mi mente millones de pensamientos porque no me había atrevido a dirigirle la palabra anteriormente. Así que pensaba y repetía en mi mente palabras “no torpes” que podía decir si decidía acercarme a ella, las repetía una y otra vez en mi mente.Pensé mucho antes de aproximarme a ella, pero el que no llevara su sombrilla me pareció la oportunidad idónea para hablarle.
Finalmente, decidí acercarme hacia aquella hermosa e incandescente obra de la naturaleza, cada paso que daba sentía a mi corazón latir con más intensidad, sentía chispas de escalofríos, con tres gotas de miedos y millonadas cucharadas de alegría. El tiempo se paralizaba con cada paso. Ese día, ella estaba expuesta ante la luz, era majestuosa la forma en que, hacia sonreír a todos aquellos apacibles niños, consortes doncellas y adorables ancianos. Era imposible no contagiarse de su empatía y de su optimismo, todos allí se cautivaban ante las palabras de María.
Ella lo cambiaba todo, hacía que aquellas tardes de espera fueran de deleite y de felicidad para todos. María siempre sonreía, solía reírse de todo y de nada, sin importarle sentirse tonta o sagaz. Sus palabras hacían sentir a todos infinitos. María aquella tarde se veía radiante y reluciente ante las chispas solares. Hay infinitas cantidades de palabras que podrían describirla, pero para el momento en que se terminaran de escribir, ya el sol se habría estrellado con la tierra. Así que una de las palabras que mejor la describen es única-infinita. Gran parte de Las bellezas de María eran notorias ante sus espectadores.
Yo por el contrario me había tomado el atrevimiento de conocerlas y percatarme de todas. La belleza de sus siete sonrisas, la de sarcasmo, de enojo, de tristeza, de dulzura, de alegría, de ocurrencias, pero la que más relucía, era su sonrisa de felicidad, ya que la mayor parte del tiempo estaba feliz, yo amaba todas sus facciones. Otras de sus bellezas estaban manifestadas en su andar, caminaba siempre como si recorriera el mar y con su alegría arrastraba toda la brisa del entorno. Era imposible no distinguir su andar a kilómetros. Al tropezar con una roca o con el borde del pavimento, hacía que la tierra se estremeciera de vergüenza, deseando que no hubiese existido obstáculo alguno para su caminar.
En el instante en que la multitud se dispersó por la presencia de una mujer dorada de piel que traía información relevante ante la espera de las vasijas metálicas de hidrocarburo; terminé de llegar hasta María, abrí una sombrilla que cargaba y sin pedir su aprobación, la cubrí del sol. Ella me miró y sonrió. Ese fue uno de los mejores días de mi vida. Las palabras de María te sumergían en un océano de sensaciones increíbles. Ella realmente hacia honor a su nombre; María de los Océanos. Yo, usualmente acostumbraba a atestar conmigo libros sin preferencia alguna por autor. Ese día le ofrecí a María un libro llamado Señor Dios Soy Anna. Le comenté que era un libro maravilloso y que me recordaba a ella. María ante el comentario manifestaba una alegría y un entusiasmo tan contagioso que era inverosímil estar allí y no sentirse felizmente infinito.
María y yo hablamos de forma inconmensurable hasta el inicio de la noche, estando en aquella larga fila, pero nuestro departo se vio interrumpido por la aparición de dos artilugios metálicos y de apariencia monstruosa, eran una especie de vehículos que traían en su retaguardia bombonas cargada con el gas suficiente para que uno de nosotros cocinara sus alimentos durante cinco años. Todos estaban felices, pero yo sentía algo de tristeza porque ya no vería a María al día siguiente. Durante la espera para comprar e intercambiar aquellas esferas metálicas llenas de gas, me desplacé colándome entre la multitud para llegar hasta María que se encontraba más adelante. Durante el desplazamiento para comprar el tan deseado gas, el ambiente se tornó tenue y nebuloso y comenzó a llover.
Los estruendos y rayos desgarraban el cielo y la recia lluvia lavaba fragorosamente la tierra. María con un gesto dulce me invito a cubrirme de la lluvia bajo la sombrilla que le había ofrecido anteriormente, en los instantes de ese día se encaminó en mi un nuevo sentimiento, ese que hace hablar sin que existan palabras, que te rías sin razón, que ames la vida y que sientas que puedes ver, besar, oler y acariciar al amor sin utilizar tus sentidos. Entre María y yo surgió ese sentimiento y permitió que existiera una inmarcesible y opulenta conexión (interna).
Esa noche me despedí de ella con ahogadas palabras que estaban renuentes a salir de mi garganta. Recuerdo que esa noche los estruendos llenaban de terror mis pensamientos. Escuché detonaciones a lo lejos y gritos de desesperación, dormir para mi supuso una odisea, me dormí preocupado, pensando en ella.
Al día siguiente divisé las calles vacías y el día triste, las flores marchitadas y los arboles deslucidos. Los pájaros en un silencio eterno y la tierra húmeda y oscura. Varias de las calles por las que divagué lloraban con lágrimas negras, trozos de mucilago, vehículos que ardían con estranguladas llamas, tres adorables e inocentes niños que había visto la tarde anterior yacían tendidos en el suelo sin una sola gota de vida. La sangre oscura recorría las calles y la tierra en aquel momento deseaba tragar al responsable de aquel acto atroz.
Me acerque al dispensario donde había infinidad de tristes almas vacías y cuerpos masacrados con caras atenuadas de desesperanza prolongada, continúe con paso apresurado deseando no encontrarla allí convaleciente y sin vida. Titubee un poco al ver una silueta femenina tendida sobre un cartón destartalado, pero no era ella.
Finalmente la encontré en una camilla blanca a su alrededor había una muchedumbre entristecida.
Una anciana de apariencia rechoncha con un niño me pregunto que parentesco tenía con María y no supe que responder porque mi corazón estaba sumergido en un profundo dolor, las lágrimas no dejaban de salir de mis ojos como cascadas de agua salada que se encuentran en los confines del mundo. La anciana mencionó que, gracias a María, su bebé estaba vivo porque María fue el escudo que se interpuso entre su bebe y el proyectil que anunciaría su muerte.
Los médicos que advirtieron y sanaron sus heridas comentaron que a pesar de que retiraron la bala de su cráneo, ella jamás recordaría quien era.
María de los Océanos hoy no recuerda quien era, olvidó el idilio de aquella noche, olvidó la dulzura y extravió su esencia. Pero yo estoy aquí junto a ella y no pierdo la esperanza de que recuerde, porque la amo.