¡Cuántos de ustedes, no habrán escuchado "Perencejo buscó un buen padrino para que le bautizara el muchacho"! Argumento, que es más tradicional que la manera de comer arepas. En las década de los años cincuenta del siglo que pasó, especialmente, en la ciudad de Caracas; los padres acostumbraban a designarle un padrino con buenos recursos económicos a sus hijos; por si aquéllos algún día morían, los párvulos no quedaran desamparado; según las palabras que el sacerdote había dicho ante la pila bautismal. Aunque, algunas veces, el bautizado al perder sus progenitores; se convertía en un cachifo más, para los padrinos. Allende, los bienes materiales, o fortunas que los protectores pudiesen poseer, también debían ser de reconocida solvencia moral, espiritual y de buenos hábitos de convivencia social. En fin, todo aquello, quedaba como en familia.
En consecuencia de lo anterior, previo al sacramento, los padrinos dotaban al ahijado, de zapatitos patentes; negros, para los varones, y blancos, para las hembritas. También el amparador, se esmeraba en regalarle una cadenita del Corazón de Jesús o el Ángel de la Guarda. Con respecto a las comuniones, generalmente, los muchachos de la época, hacían la primigenia comunión con pantalones cortos; ya que no habían llegado, aún, a los doce años de edad; que era cuando podían llevarlos largos. Como cosas curiosas, hubo casos en que las muchachas hacían la comunión un poco ya pasaditas de la edad. Cuando la veían salir de sus casas, se oía en el vecindario: "¡Filomena va a casarse!". Algunas mozuelas, agazapaditas, entre risas y cuchicheos, la censuraban injustamente: "¡Debe ser que está embarazada!", "¿¡Quién será el padre de la criatura!?", "¡Debe estar bien fajada, para que no se le note la barriga!".
Además de la cadenita de oro, y los otros accesorios requeridos para el acto de "Sacarle el diablito al infante", según decía la gente en la iglesia; le correspondía a los padrinos proporcionarle a los apadrinados, el apoyo para ordenar la elaboración de las tarjetas de invitación. Acorde a la opulencia económica de los compadres, la tarjetica variaba de precio y de confección. Unas, hechas en papel cebolla, otras, en papel madera con letras en baño de oro. Algunas tarjetas eran más grandes que otras. Muchas llevaban impresa la fotografía del niño o la niña. Para esa época, se acostumbraba colocarle un mediecito de plata en el borde superior derecho de la tarjeta, adherido con aquel producto que llamaban "Pegalotodo", esto era una sustancia como lo que es hoy en día la "Pega loca". Con el paso de los años, esta monedita era arrancada por los ahijados, para comprar chucherías; en aquel entonces, se adquirían 5 caramelos por medio.
Al llegar a la iglesia, el párroco, muchas veces, no permitía la entrada de damas en escotes, ni evas con faldas cortas. Para esa época, no había entrado la moda del uso de los pantalones en las féminas. Algunas mujeres, sobre todo, las más jóvenes no entraban a la Iglesia, quedábanse platicando con los novios, quienes las acompañaban. No escuchaban el sermón de la homilía. Las sermoneaba el pretendiente. A las damas, se les exigía la obligación de usar el velo. Esta prenda estaba fabricada con una tela parecida a la que se utiliza para confeccionar mosquiteros. Algunos velos eran blancos, otros, eran negros. El sermón del cura, lo cuestionaba en la responsabilidad de los padrinos hacia el niño. El cumplimiento de las obligaciones de orden moral que les correspondía a los tutores. Les hacía énfasis que "el padrino era para cuidar al ahijado, no para cuidar a la comadre".
Ahora bien, como esta anécdota de antaño, existen otras tantas, que consolidaron la existencia de los vetustos que vimos por primera vez la luz del mundo, en la década de los años 50. Costumbres, hábitos, tradiciones, fe puesta en la esperanza del futuro, formaron nuestra madera de supervivencia. Soy el que piensa, que los valores y principios no se han desarraigado en nuestra época, sólo que, nos encontramos en sociedades diferentes. El venezolano es del tamaño del compromiso que se le presente. Considero que no existe disimilitud entre los valores de una persona nacida en los años cincuenta; y de otra, nacida en la primera década del siglo XXI. Los valores siempre han estado presentes. El concepto de respeto para un sujeto de 60 años, es el mismo para un adolescente de 18 años. Sólo ¡Qué puede significarle a un joven, un mediecito de plata!
¡Caramba, tiempos que no vuelven!