A comienzo de este año, en una de las plazas bulliciosas de mi pueblo, me tropecé con una señora de avanzada edad, de origen libanés, madre de importantes comerciantes; a quien yo conocía de larga data. La octogenaria y más, sentadita, conversaba con un grupo de personas que merodeaban el lugar. Al acercarme a la ancianita, le pregunté con cierta indulgencia: -"¿¡Doñita, qué hace por aquí!?"- ésta me responde con aires de aflicción, en estos términos –"Aquí, mijo, entreteniéndome con esta gente; ya que donde yo vivo; y en mi casa no tengo con quién conversar. Por lo menos, aquí en esta plaza, me distraigo un poco. Mis hijos me dejan aquí; y luego me pasan buscando, para regresar al nicho"- Observé que las decrépitas pupilas de la matrona, reflejaban la necesidad de expresar sus emociones, que alguien la escuchara, reírse un rato; contar sus anécdotas aunque fueran mil veces repetidas; cosas que a lo mejor en su hogar no conseguía. Carecía de afectividad.
Efectivamente, la abuelita pertenece a una familia de considerable posición económica; donde los hijos poseen grandes negocios, hasta tirar para el techo; y como tal, reside en una majestuosa urbanización. Materialmente, nada podía faltarle. Está rodeada de lujos, y de esas tantas cosas superfluas que, en ocasiones, no compensan el elemento afectivo del ser, como centro existencial. Quizá para la longeva, la abundancia de riqueza en ese momento que me topé con su persona en la plaza, era insignificante ante la plática que mantenía con sus contertulios, que la llenaban de alegría momentáneamente, más que todos sus peculios. Noté un vacío en su añeja vida. Carecía del afecto familiar, calor del hogar; por lo que necesitaba vivir de la caridad afectiva de terceras personas; de encontrar estima de semejantes que no eran sus familiares, no obstante, el afecto, la adhesión, la comprensión ajena, atraían a la antañona en su soledumbre.
A mi modo de ver, diariamente, encontramos casos semejantes en esta sociedad, en un rincón; donde pareciera imperar las apariencias, que son como el espejo impregnado de fango; que nos hace ver borrosa la realidad que nos rodea. De esta realidad no escapa la vejez con sus fuertes connotaciones; y sus dudas, sobre todo, cuando no queremos aceptar la sombra de la senilidad; etapa de la vida donde las vulnerabilidades se hacen presente, los movimientos macilentos, las remembranzas asómanse a la ventana. En Facebook se pasea constantemente la ternura a los ancianitos, empero, detrás de ahí, a veces, la esencia es otra. Puro artificio. En la arrogancia y acelerada vida de la juventud, nunca pasa por las neuronas que algún día nos alcanzará la penumbra de la vetustez. Vetustez, que desde mi punto de vista, en ciertas ocasiones, está repleta de expresiones descuidadas, basadas en el prejuicio, sin tomar en consideración las necesidades del viejo.
Ahora bien, ¿a qué me refiero a las necesidades del viejo? De aquí pueden mencionarse necesidades satisfechas e insatisfechas. En este orden de ideas, según Abraham Maslow, uno de los fundadores del movimiento humanista – en palabras de Manuel Barroso- las clasificó en cinco niveles: Necesidades fisiológicas, de protección, sociales, de aprecio y de autorrealización. A mi pleno juicio, una persona puede estar satisfecha tangiblemente: ser propietario de una lujosa quinta, poseer un carro de última generación, entre otros, sin embargo, carecer de necesidades sociales, de necesidades de aprecio, que cuando se hacen presente, a mi manera de ver las cosas, aparece el fantasma de la nostalgia y depresión; sobre todo, en este globo convulsionado, donde da la ligereza del "¡Sálvese quien pueda!". En conclusión, que la limosna armoniosa, la carestía de sentimientos de abolengo; no empujen al anciano a vivir de la caridad afectiva extrínseca.
¡Muchas gracias! Si el Supremo lo permite; nos leemos en la próxima sesión.