Tenía que pasar: Chávez me voló un beso y yo le volé diez mil. Pero eso debe ir en el octavo o noveno párrafo de mi relato, así que empecemos por el principio, sabiendo, eso si, que hubo besos, declaraciones de amor y rodillas temblorosas…
Todo sucedió ayer en el día más psicodélico que recuerdo haber vivido. Nos citamos en la Calle del Hambre de Porlamar a las doce del mediodía. Yo, siempre ansiosa, llegué a las nueve y media de la mañana sin haber desayunado. Allí debía hacer el contacto con quien me acercaría a una distancia propicia para poder lanzar besos que lleguen.
Mi contacto no podía imaginar que jugaba a la Celestina en esta historia de amor al viento, su misión ese día era otra: velar por la seguridad de mi presi. Yo tampoco pensé que tendría la ocasión de que él se fijara en mis colitas moradas en medio de aquella multitud donde el rojo era el color de etiqueta.
Pero me tocó estar ahí, a menos de diez metros, tal vez cinco, ya no lo puedo precisar. Ahí tan cerquita que los guardaespaldas de mi presi me pedían que diera un pasito para atrás por favor…
Estaba donde suelen ir los periodistas. Allí donde mi barbilla se podía posar en la tarima.
Pero eso pasó después, porque antes tuve que esperar varias horas bajo un sol achicharrante que aproveché para que mi piel pareciera la piel de quien en verdad vive en una isla.
Allí, mientras me bronceaba me reuní con toda una fauna de políticos de toda calaña: Candidatos a alcaldes repitientes con estuchitos para celular Gucci, aspirantes a diputados regionales que no deberían aspirar a nada, modestos candidatos primerizos que si no ganan perdemos todos, y yo, ahí incomodando a algunos con mis miradas de escritora que quiere contar una historia.
Los alcaldes repitientes, acostumbrados a ser alcaldes y no pueblo, estaban molestos porque no los dejaban pasar de primeritos, les molestaba el sol de su isla, les quemaba su piel acostumbrada al aire acondicionado, les molestaba no poder mandar porque allí mandaba una mujer que si sabía mandar, y los mandó a callar, a quedarse donde les dijo a riesgo de quedarse fuera si no obedecían.
Molestos estuvieron hasta que pudieron pasar. Yo pasé un poco después y pude ver que su molestia se había tornado en sonrisa de candidato de afiche electoral.
Ahora si nos ubicamos en mi sitio, allí donde mi barbilla podía posarse en la tarima. Apenas tuve tiempo de darme cuenta de cuán cerca estaba del lugar donde mi presi hablaría cuando escuché un griterío que de hacía más fuerte en la medida en que el Jeep de mi presi, milagrosamente, avanzaba entre la multitud sin espachurrar a nadie.
Yo empecé a saltar a ver si lo veía y lo vi llegar entre saltos. Mis gritos se mezclaron con todos los gritos hasta que no pude gritar más porque una cosa, como una papa o un nudo, se atoró en mi garganta.
No vas a llorar aquí, Carola, me dije y casi que me respondo que si, pero no tuve tiempo porque mi presi precioso saltó cual paracaidista del Jeep y se dirigió hacia la tarima donde yo posaría mi barbilla.
Subió saludando a la gente que le gritaba. Saludaba a la gente en los balcones cercanos, a los que estuvieron chamuscándose durante horas solo para poder verlo, a los discapacitados que de pié y con muletas lo esperaban sin quejarse cual aspirantes a burgomaestre.
Yo lo miraba todo como en cámara lenta y en cámara lenta saltaba mientras le volaba besos a mi presi precioso. No recuerdo qué le decía pero sé que le decía algo entre besos y besos que iban volando. Mis coletas al sol debieron encandilarlo, eso o mis gritos siempre estridentes, pero el hecho es que entre las miles de cabezas que le gritaban él se fijó en la mía. Claro, debemos tener en cuenta que yo estaba allí cerquita, donde entran solo algunos pocos que tienen mucha suerte y yo ayer la tuve y mucho.
Como les iba contando, mis coletas moradas capturaron la atención de mi presi y yo, en ese segundo, le mandé doscientos besos. Él, atolondrado de tanto amor, me retribuyó con uno solo pero lo acompañó de un golpecito en el corazón, de esos que se usan ahora para decir te quiero. Yo, cual King Kong enardecido, me golpeaba el pecho con ambos puños y le gritaba, por si no entendía el gesto, que lo amaba, que lo amaba… que lo amo.
Mis rodillas parecían de majarete y ahí majaretosa, se me cruzó por el frente el jovencísimo ministro Héctor Rodríguez. Yo era toda amor en esos momentos así que le dije: ¡Hola Héctor! Y el me dijo ¡Hola! con la misma sonrisa linda de su mamá Jazmín. Entonces le regalé un beso a su cachete de pavo ministro y él me dio uno en mi cachete de cuarentona insolada.
Y así, besucona y al borde de un colapso de calor, me fui a buscar a el ministro Izarra, Andrés de los ojos bonitos. Me acerqué a un soldado y le dije que le informara al ministro que lo buscaba Marifer Popof.
Acudió presto el ministro a tan glamoroso llamado. Le dije alguna cosilla, él me dijo otras a mi, y como fue tan amable ¿Qué más podía hacer sino darle un beso?
Al ministro Ramírez no le di besos porque es muy alto y yo no alcanzo. Además, que si me quedaba un minuto más repartiendo besos me iba a dar un yeyo porque el calor me estaba matando.
Salí de la concentración mientras escuchaba a mi presi, salí buscando una burbujeante y capitalista Cola Cola que me diera un toque de frío y un poco de azúcar para mi cuerpo en ayunas.
Caminé por la Calle del Hambre muerta de sed. Caminé entre mucha gente, muchos soldados, mucho ruido, hasta que llegué al Wendy’s y ¡Oh my God! El sol ya me había ganado, estaba alucinando: En la puerta de tan gringo lugar, un gringo, como esos que salen en las películas, esos que fuman recostados de la pared de una bomba de gasolina de carretera. Así, con una bota de leñador en el suelo y la otra contra la pared, con una gorra de béisbol gastada, unos lentes pasados de moda, un cowboy de nuestros tiempos en el medio de Porlamar, rodeado de gente de rojo, mirando a la gente que no lo miraba estaba Sean Penn.
Yo no quise interrumpir el placer que podía estar sintiendo tan reconocido personaje al no ser reconocido, habría sido mezquina al tomarle una foto, habría sido imbécil al pedirle un autógrafo, así que solo atiné a pasarle por el lado, porque estaba en la puerta que me separaba de la vida, Coca Cola is life, creo que decía un anuncio, y, al pasar, le dije sin mirarlo y sin detener mi marcha: ‘’Sean Penn, this is the weirdest day I’ve ever had.’’
¿Y donde está la política? -Se preguntarán mis confundidos lectores.
En los días psicodélicos la política pasa a un segundo plano.
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