No me refiero a la falange española que llevó a Franco al poder.
Ni siquiera me refiero a España.
A lo que me refiero es a la falange que unos secuestradores en Venezuela cercenaron del dedo de una chiquilla. Siete años tiene. Para presionar por el pago del rescate, los perpetradores enviaron el trocito a su madre. No leí la noticia completa. No tuve estómago.
¿Qué reflexión puede hacerse sobre este hecho? ¡Ninguna! No hay reflexión para esa monstruosidad. Lo que toca es mortificarse, gritar, pedir auxilio ¡y acción! La situación con la delincuencia es inaguantable y la respuesta tímida. Sé que no estoy escribiendo nada original, pero sí es original mi miedo de esta noche, y lo es mi horror, y lo es mi cólera.
¿Qué hacer? ¿Irse? ¿Callarse? ¿Dejarse robar y matar? ¡Ando perplejo! Cuando comento el hecho con parientes o amigos, lo que me dicen es: “Bueno, eso no es nada, ¿sabes lo que pasó en… (Margarita, Pariaguán, Higuerote, Lagunillas, Sabaneta, Cojedes, Trujillo, Táchira, Tucupita…)?” Y con un gesto de brazos abarcan el mapa nacional. No hay ningún asombro en su respuesta; sólo hay tristeza y resignación.
Repito: ¿Qué hacer? Y respondo: ¡qué voy a saber yo! Quienes deben saberlo son los alcaldes, los gobernadores, los ministros, el Presidente, que para eso fueron electos o designados, reciben honores y cobran sueldo.
Esta noche me acostaré con dos preguntas: (1) ¿en verdad sabrán ellos qué hacer, o habrá que preguntarle al pulpo Paul? (2) ¿publicará alguien este escrito, que más que eso es un sentimiento? De lo segundo tendré respuesta pronto. De lo primero tengo años esperando. ¿Cuánto más tardaré?
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