Cada 11 de septiembre me recuerdo cundo vivía en la ciudad de Kuwait, entre enero y junio de 1991, a alrededor de 80 kilómetros de la frontera con Iraq (la provincia de Basra), en uno de los hoteles, el Holiday Inn Crowne Plaza, utilizado por el ejército de EEUU como una de las bases de operaciones durante la invasión militar estadounidense Tormenta del Desierto, donde mataron a miles de inocentes, ancianos y niños.
Canté para algunos de los soldados estadounidenses que retornaban a casa, llorando, destrozados moralmente y mentalmente. Ellos mismos me contaron las atrocidades que cometieron, entre ellas, por orden militar, de disparar a cualquiera que sea, hombre, mujer, anciano y niño, que porte arma de cualquier tipo, pistola, rifle, cuchillo, y aun, un palo.
Estos jóvenes estadounidenses, la mayoría de familias muy pobres, y entre 19 y 21 años de edad, fueron destrozados por vida por el gobierno de EEUU, mataron a muchos niños y ancianos, pero solamente descubrieron después de las matanzas, que la mayoría de aquellos que mataron eran completamente inocentes, eran Beduinos que vivian en el desierto, sin radio, sin teléfonos, sin televisores, ni sabían que había una “guerra.” Además, descubrieron después de los asesinatos, que en la tradición Beduina, los barones, a partir de alrededor de los 8-9 años de edad, aprenden a portar rifles y cuchillos, llamados Janbiyas, para proteger a las mujeres y a la familia de los depredadores.
Me recuerdo que cuando canté, canciones de amor, lloraban, como bebés.
Me recuerdo los miles de huecos de balas por todas las paredes del hotel, y decenas de vidrios quebrados, y entre todo este desastre, el miedo y la paranoia en las caras y los ojos de los militares. Me recuerdo, cuando viví en otro hotel, el International Hotel, frente el gigantesco complejo del gobierno de EEUU, la horrible y muy perturbadora sensación causada por las ondas de choque de los bombardeos, un martirio físico y mental, en vivo, pero no había ningún sonido, aparte de los vidrios del hotel que se sacudían violentamente, y eso que los bombardeos se llevaban a cabo, supuestamente, a más de 100 kilómetros de distancia.
Me recuerdo la joven muchacha, de 19 años de edad, bellísima, una Bengali vestida en su mejor sari, con bordes dorados, en un vuelo de Dhaka, Bangladesh, hacia la ciudad de Kuwait, y era la sola hembra en el avión de 528 trabajadores esclavos que iban a trabajar en la reconstrucción de la ciudad. La gran mayoría andaban sin zapatos o camisas, flacos y quemados por tanto sol.
La Muchacha Flor, así la llamaba, con su gran sonrisa y ojos gigantes negros, iba a trabajar como sirviente para los ricachones capitalistas, aliados de EEUU. Me mandó un beso al salir del avión, pero yo sabía lo que le iba a pasar, y lloré. Ella, Muchacha Flor, representando a toda su familia, gente muy pobre, tan orgullosa de ser escogida para trabajar y mandar dinero a su familia, no sabía lo que le iba a ocurrir. Su sonrisa tan bella, y su piel de sol, iban a desaparecer por siempre.
Me recuerdo, en Arabia Saudita, en Jeda, ver y tocar a los niños de guerra, a quienes los malvados capitalistas de guerra, aliados de EEUU, para sembrar terror en la población, les habían quitado, en vivo, los ojos, las lenguas, y las orejas. También les habían quebrado las piernas, y estaban sentados en la calle, pidiendo limosna. Ellos ya no lloraban, pero yo sí.
Cada 11 de septiembre me recuerdo la foto de Phan Thị Kim Phúc del año 1972, la muchachita de 9 años de edad, corriendo, desnuda, quemada por las bombas de napalm lanzadas sobre el caserío de Trang Bang, en el sur de Vietnam, por los malvados vietnameses capitalistas salvajes, aliados de EEUU, y dirigidos por el ejército de EEUU.
Cada 11 de septiembre pienso en las atrocidades y barbaries cometidas por el ejército de EEUU y sus aliados, y los millones de inocentes asesinados, torturados, violados, y heridos – y lloro, y sonio.
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