Quien no haya sufrido un baja dentro de su familia consecuencia de un asesinato de tipo político o de cualquier otro tenor, jamás entenderá las secuelas de esta vil acción. Fui y soy víctima de estas cruentas prácticas. En el año 1949 un diabólico esperpento asesinó a mi padre, un mayor del ejército, en venganza (así lo confirmó el coronel Pérez Jiménez, para aquella época) contra los militares que derrocaron el gobierno del presidente Gallegos mediante un golpe de estado (1948). Este artero crimen fue corolario de aquella conjura. A pesar de que mi padre no tuvo nada que ver con tal intentona su muerte fue inopinada e inexplicable. El bellaco responsable del triste suceso nunca imaginó que su macabra actuación sacrificaba a una viuda con cinco hijos y una tía. Así mismo, de por vida dejaba marcado y truncado el futuro de una familia, desamparada del cariño paternal y la condena a graves padecimientos económicos como resultado de la falta del padre de familia. Pasado el tiempo, durante el gobierno de Raúl Leoni, los diputados de la bancada de Acción Democrática solicitaron la amnistía del homicida desalmado. Ciertamente, como se ve, fue un crimen político.
Nunca supe si el criminal fue amnistiado, ni tampoco si todavía está vivo o muerto. En el caso de lo segundo, por no ser creyente, nunca sabré si el gran carajo fue directo al infierno o al cielo. Se sabe que la justicia divina tiene un mecanismo administrativo muy expedito para un moribundo: basta una confesión y un arrepentimiento sincero. Quizás, una vez exhalado el último suspiro del homicida de mi padre, san Pedro, luego de la extremaunción, lo pudo amparar en sus brazos. Ciertamente si Raúl Leoni, en caso de haber liberado al reo o que la justicia divina lo haya perdonado, ambos inclusive, nunca estuvieron al tanto de los padecimientos de una prole que perdió de forma inaudita al "pater familias". Un acto tenebroso que dejó una imborrable huella.
No cabe duda, no soy juez ni tampoco procuro serlo, pero intento escribir una reflexión sobre el título de este escrito. La condena a muerte de un criminal, arrepentido o no, nunca solventará las secuelas de su vil acción, es más, yo afirmaría que es un premio, dada que con el fin de la existencia se acaban los padecimientos de los vivos. Tampoco la cadena perpetua, dado que esta exceptúa al criminal de trabajar para mantenerse y obliga al estado a custodiar a un individuo que se comportó como un depredador social. En verdad, no adivino cuál sería el justo castigo para estos endriagos (monstruos). Asumo, en estos casos, que ni la justicia terrenal ni la divina sirven para corregir ni compensar estos agravios.
No pretendo escribir mis memorias, pero me empeño en hacer unas breves cavilaciones sobre lo que ha ocurrido y ocurre en planeta y como consecuencia, en nuestra hermosa y querida Venezuela.
Son muchos los criminales que sobre su conciencia pesan, no un muerto, tampoco cientos, sino miles, hasta millones de padres, hijos, madres, hermanos, tíos, sobrinos, abuelos, abuelas, amigos, entre tantos seres humanos que mueren consecuencia de sus actuaciones criminales.
No voy a remitirme a la antigüedad, pero, increíblemente, muchos de aquellos perversos genocidas de la época llegaron a viejos acompañados de sus nietos, disfrutando del calor de la familia en una mansión y de las riquezas mal habidas. Me voy a referir a ciertos los genocidas del siglo XX y XXI quienes vivieron y viven sin que se les note en su mirada o en sus expresiones algún sincero arrepentimiento por lo males causados a la humanidad. Imposible no incluir entre estas joyas a Harry Truman, quien en su record tiene más de 250 mil muertos y dos ciudades destruidas: Hiroshima y Nagasaki. Este exterminador de vidas y de urbes vivió hasta los 82 años y murió acompañado de sus familiares y allegados. Debo incluir en esta lista a Richard Nixon, vivió hasta los 81 años; Fulgencio Baptista, vivió hasta los 72 años; Ronald Reagan, hasta los 93 años; Alfredo Stroessner sucumbió a los 94 años; Francisco Franco, 83 años; Augusto Pinochet, 91 años; Juan Vicente Gómez, 78 años; Rómulo Betancourt, 73 años y tantos más que podría agregar entre los crueles destructores de la humanidad. Es imperioso incluir en este repertorio a los fabricantes de armas que no aparecen en la prensa; los industriales asoladores del ambiente; los generales y almirantes del Pentágono; los dueños de laboratorios farmacéuticos; los fabricantes de comidas nocivas para la salud; entre tantos de los engendros del mal cuyo único objetivo es aumentar su fortunas a consta de la vida de millones de inocentes. De seguro, muchos de ellos vivirán lo suficiente sin que la justicia terrenal se haga cargo de ellos y quizás, al morir serán colmados de honores militares, religiosos y civiles. La justicia divina, quizás, los laureará reservándoles un lugar al lado de san Pedro; para eso compraron indulgencias con buenas dádivas para que los obispos vivan holgados, degustando su exquisito vino de consagrar y refinadas ambrosías.
Entiendo que la justicia terrenal obvia ciertas muertes ocasionadas por una simple orden: una sucinta resolución que redundará en la fallecimiento de millones de personas. Es lo que estamos viviendo al presente en el Oriente Medio y en Ucrania. Un grupo de gobernantes europeos agrupados en la OTAN y dirigidos por el premio noble de la paz, Obama, son los engendros que deciden sobre la vida y la muerte de millones de árabes, a cambio de controlar los pozos de petróleos. ¿Qué justicia se encargará de condenar a estos depredadores? De conformidad con la estadística anterior, de seguro que Barack vivirá por lo menos cien años, retirado en un rancho ganadero escuchando jazz, afligidos espirituales y los nocturnos de Chopin, compartiendo la placidez del momento con Busch y Netanyahu quienes para ese momento tendrán unos 120 años.
Lamentablemente, nunca estaré al corriente si la justicia divina actuó contra aquellos depredadores. Como no soy creyente no iré ni al infierno ni al cielo, por lo que ni Mefistófeles ni san Pedro me pondrán al tanto si aquellos personajes ocupan una habitación en un lugar ardiente o en algún hermoso piélago del paraíso terrenal.
De regreso a Venezuela me referiré a los hechos más recientes, como es el macabro asesinato de Robert Sierra, me pregunto ¿Existirá algún castigo que resarza el dolor y la angustia de la familia causada por viles sicarios? La misma pregunta me la puedo formular para los autores intelectuales de este lóbrego crimen. En este aspecto toco el tema de la amnistía del comisario Iván Simonovis responsable de la masacre de abril del 2002. A mi mente me llega el sufrimiento consecuencia de la muerte de un padre, una madre o un hijo o de cualquier venezolano. De seguro, quienes solicitaban la libertad del policía, acusado de crímenes de lesa humanidad, no tenían un familiar incluido entre los fallecidos; así mismo, desconocen el dolor y el futuro incierto que estos luctuosos acontecimientos confieren a numerosas familias.
Algo extraño son los menesteres y los dédalos incomprensibles de la justicia terrenal y de la justicia divina. Alguien deberá explicarme por qué lo tiranos depredadores vivieron y viven tanto al lado de sus familias y amigos disfrutando de sus riquezas, en cambio, mi comandante Chávez y el joven Robert Serra abandonaron el mundo terrenal cuando el pueblo más los necesitaban.
No olvides consultar notengodios.blogspot de este escribidor atormentado.