Los ricos ponen las balas; los pobres ponemos los muertos

Continúa la matanza de dirigentes campesinos a manos de sicarios contratados por terratenientes. Nosotros somos cómplices de ese asesinato masivo. Usted, lector de esta nota, y yo mismo. Usted y yo vivimos en las grandes ciudades y creemos que Cojedes queda lejos, y ni hablar de los estados fronterizos. Cuando a un camarada lo acribillan en algún lugar de Venezuela preferimos sentirnos seguros de que la policía y los jueces de la región donde ocurrió el asesinato se encargarán de hacer justicia, sin percatarnos de que esos jueces y cuerpos policiales son cómplices y quizá perpetradores del crimen. No termina de entrarnos en la cabeza que hay un hijo de puta multimillonario que vive en Caracas o en Miami, y que al enterarse de que unos campesinos le invadieron esas tierras que él no pone a producir resuelve el asunto con un telefonazo: averigüe quién es el cabecilla o líder de la toma de tierras y llénele el saco de plomo.

No se haga el pendejo, usted sabe que así mismo funciona, que esto no pasa sólo en las películas. Van 219 campesinos muertos desde el año 2001 y esa cifra aumentará, entre otras cosas porque, en el bando de los nuestros, quienes no tienen miedo tienen demasiada paciencia, y los que no tienen una cosa o la otra creen que esta masacre está ocurriendo lejos y que es preferible ocuparse de asuntos más relajados y cosmopolitas, antes que meter las narices o la conciencia en un asunto tan grave como este: en el Gobierno del Pueblo los ricos están matando al Pueblo y el Gobierno no hace un coño. Ni un maldito terrateniente está preso por estos asesinatos.

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A José Pimentel lo abalearon por segunda vez el viernes 11 de septiembre; la primera vez fue en marzo. Ha sobrevivido a ambos ataques, pero aparte del natural alivio que significa el que este camarada haya quedado con vida el episodio revela una realidad avasallante: los millonarios que se sienten dueños de la tierra venezolana están dispuestos a asesinar a quien pretenda acabar con el latifundio. Para un puñado de estos hijos de mala entraña, la propiedad privada es más importante que la vida, y no hay que ser muy perspicaz para comprender que Pimentel no será la última persona a quien intentarán asesinar. En Cojedes todo el mundo sabe que un Boulton, un Toledo y un Zapata son los dueños de las fincas que las cooperativas de campesinos han recuperado para la producción agrícola. Pimentel me reveló en una entrevista, tres días antes de que lo abalearan por segunda vez, que al menos uno estos señores le tienen jurada la muerte. Que un sistema corrompido y putrefacto de jueces indignos ha hecho más fácil el trabajo de los sicarios.

La semana pasada escribía acá mismo sobre la necesidad de entender que esta guerra es de largo plazo, de muchas generaciones, y no una simple escaramuza que vaya a resolverse zampándole unos tiros a diez, a veinte o a 500 personas. La contundente asquerosidad de las actuales circunstancias, la develación de la índole criminal de nuestro enemigo de clase, obliga a ponerle algunas acotaciones a ese análisis. La más obvia de ellas clama a gritos la necesidad de ponerle freno a esa locura homicida. La parte lamentable es la que responde al “cómo” del asunto: hay que acabar con la matanza y la forma más segura, directa y digna de hacerlo es acabando con los matadores. La otra opción es reconocer que hemos perdido y que las tierras deben permanecer en manos de los ricos, así no las pongan a producir. Pero esa opción no es válida si en lugar de un país de sirvientes y esclavos queremos un país de gente decente.

A estas alturas, cuando los sistemas locales y regionales de justicia (ni hablemos de la justicia burguesa en pleno), las autoridades policiales, los medios de comunicación, el silencio cómplice de unos ciudadanos, el miedo de otros y la apatía de las mayorías; cuando todo ese sistema hecho a la medida para que florezca la impunidad se ha convertido en costumbre, no parece quedar otra opción que la del estallido revolucionario que liquide a uno o más terratenientes de los que ya se sabe que han mandado a matar a la gente nuestra.

Creo que a los matadores hay que matarlos. Propongo hacerles un llamado público a los sicarios actuales o potenciales para que, en lugar de asesinar a los nuestros, le den muerte a quienes los contratan. Es una vía que pudiera dar resultados. El terrateniente de Yaracuy Luis Gallo le pagó 6 mil bolívares a un sujeto para que asesinara al líder Nelson López el 12 de febrero. Si antes de ese asesinato el movimiento popular le hubiese hecho un llamado a quienes viven de matar y hubiese ofrecido el doble de esa cantidad para que matara a Luis Gallo, tal vez Nelson López estuviera vivo y la familia del terrateniente sería la que estaría clamando justicia, no nosotros.

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Ha habido intentos de conformar un Tribunal Popular o varios tribunales populares que se ocupen de discutir y diseñar la manera y los mecanismos para frenar la masacre de dirigentes populares. En el papel ese Tribunal existe y tiene sustentación constitucional suficiente. En efecto, el Tribunal del Pueblo nace por mandato de dos asambleas de ciudadanos y ciudadanas: la primera, realizada el 06 de marzo de 2009 en Caracas, denominada “Asamblea de Campesinos y Campesinas y de los Movimientos Sociales contra el Sicariato y la Impunidad”; y la segunda, denominada “Encuentro Nacional Revolucionario por la Vida y los Derechos Humanos” realizada en Barquisimeto los días 1, 2 y 3 de mayo de 2009. Como Misión Boves, acudimos allí con la intención de agitar en torno a una cuestión esencial: es necesaria la creación de un Tribunal Popular porque los tribunales ordinarios, el sistema de justicia o Poder Judicial, son una entidad en avanzado estado de descomposición, al igual que el Estado Burgués en el cual se asienta. Esta discusión seguramente se revitalizará ahora. No será discutiendo como se acabará la matanza de revolucionarios, pero sí es esa la vía para darle carne y realidad al justo anhelo de cambiar el dolor de los nuestros por la sangre de ellos.


(*)Misión Boves


duquejroberto@yahoo.com


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José Roberto Duque(*)


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