Es lo primero que escucho de terceras personas, cuando me increpan en relación al pago remunerado de las horas de clase que imparto en los diferentes centros de estudios superiores. De ninguna manera cuestiono esos abordajes; la gente trabaja para comer. Todos tenemos necesidades materiales, pagar los servicios básicos; y cubrir un sinfín de requerimientos domésticos y familiares; obligaciones en las cuales, muchas veces, hay que ser puntual; de esto no hay ninguna duda, es una realidad, es nuestro día a día. Lo que sí, en ocasiones siento con pesimismo, es la ausencia de interés por el "Ser", el ser humano, en este caso, el estudiante, dándome la ligereza que el discente estuviera en un segundo plano; siendo que el pupilo es la razón de ser de nuestra existencia y actuación en los centros educativos. Sin participantes, no existiera la academia.
Quizá para despejar dudas; no soy docente titular; sólo poseo dos diplomados de "Competencias Pedagógicas" que me han servido como herramientas importantísimas, para desempeñarme en las sesiones de clase; apoyándome en las estrategias metodológicas para el desarrollo de las unidades curriculares que me son asignadas por las universidades. Esta labor la realizo, paralela al libre ejercicio del Derecho. No obstante, esto no resta importancia cuando se ejerce la docencia, a cualquier nivel con adhesión, afecto, apego, con el sano propósito de compartir los saberes dentro del ambiente de clase. Saberes, donde tanto el facilitador como el participante asumen sus compromisos; actitudes que tienen como objetivo, que ambos sujetos se encuentren atados, como un matrimonio, para el cumplimiento pedagógico. Sin titubeos, es una actividad apostolar.
En este orden de cosas, alguien podría pensar, que no soy el más indicado para exponer estas reflexiones, como lo manifesté en la socialización inicial de una maestría en educación, que infelizmente, por razones de causa mayor, tuve que suspender por ahora. Sin embargo, el pensamiento es libre como el viento, lo que me hace no ser un intruso en estos quehaceres, ya que experimento diariamente las vivencias, las esperanzas de una juventud emprendedora, que llena de muchas motivaciones, no solamente las cuatro paredes de un aula, sino que vacían todo su intelecto teórico-práctico, el cual le será útil en un futuro no muy lejano, en aras del proceso productivo de nuestro país. Son esos jóvenes, los que nos administrarán nuestras pensiones, los futuros dirigentes de la Nación. De ahí la importancia, la pasión de aprendizaje y desaprendizaje del docente-discípulo.
Desde mi punto de vista, considero que el interés y el entusiasmo en el proceso de construcción y desconstrucción de saberes con que se emprende la tarea del docente, persigue un fin definido: Crecer espiritualmente, enseñar a otros. El ser humano, además de poseer necesidades materiales: dinero, lujos, joyas, entre otros; también tiene necesidades de autorrealización, desarrollar su potencial integralmente, necesidades de enseñar, de desarrollo personal, necesidad de sentirse útil, de seguir colocando su granito de arena en la trinchera que sea. Por ello, considero que el docente, allende los conocimientos técnicos-científicos-humanísticos que comparte con sus estudiantes, debe coronarse siempre de las necesidades antes mencionadas. Si bien, la remuneración del docente es importante para su subsistencia, la atención para el educando no lo es menos.
Para concluir, pienso, que un buen maestro, muere con sus convicciones en la enseñanza; y no acomodarla según el momento. Sus principios no deberán estar presente solamente en la comodidad del aula. Ingentes ejemplos tenemos de mentores que lo dieron todo por el aprendizaje, ancianos; repletos de virtudes, ya casi con un pie en la tumba: Simón Rodríguez y Andrés Bello. El primero, con sus grandes males digestivos; y el segundo, aun con el pulso tembloroso; y casi ciego; ambos egregios no claudicaron para instruir, para enseñar. Nunca se jubilaron de su didáctica. Como octogenarios preceptores, se mantenían jóvenes, enseñando a nuevas generaciones, dejándoles un buen legado. No perdieron la fe, a pesar de las tempestades de la época. Fue la hora que les correspondió vivir. Creo que fueron pedagogos que nunca se preguntaron -¿a cómo pagan la hora?"-
¡Muchas gracias! Nos leemos en la próxima sesión de reflexiones.