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Los aullidos de los perros que terminaron devorándose unos a otros en los
laboratorios de la
Universidad Central durante el allanamiento socialcristiano
inquietaron a un perraje de medio pelo que lloriqueaba entre en las residencias
de lujo entre fuentes luminosas y motor homes sin estrenar. Ante las mansiones
de Sartenejas, las grúas avanzaban las obras de la Universidad para tecnócratas
que sustituiría a la Central para erradicar del estamento ilustrado la mala
hierba de la protesta social. La excavación para una inmensa pileta de aguas
estancadas con ocas y cisnes auguraba el sosiego de la paz intelectual.
2
Mientras el gobierno de Caldera precipitaba opositores desde helicópteros o los
enterraba vivos en los Teatros de Operaciones, una Sociedad de Amigos de los
Animales empezó a pacificar a los canes callejeros recogiéndolos para
castrarlos y ponerlos a dormir si no encontraban dueños adoptivos. A los perros
sin amo no los salvaba la ideología sino su filosofía de vivir y dejar vivir.
Así como evaden al que los acosa con un palo, eluden a quien le ofrece caricias
o pellejos sin razón aparente. Los Amigos de los Animales no exterminaron a los
perros, sino que los purificaron. Encerraron en el cobertizo enrejado o
suministraron la inyección letal a los ilusos, los confiados, los nostálgicos
de antiguos dueños. Por un momento pareció que el Orden reinaba en las calles.
Sobre el pavimento sólo sobrevivía la casta dura, descreída, pulgosa, furtiva
de los que no se dejaron acariciar.
3
Entonces subieron los precios del petróleo y el diluvio de dólares tendió el
manto del olvido. Durante otro instante pareció que el pedigrí y la conciencia
se podían comprar con descuento. En las zonas rosas bebió una fauna de poetas
subsidiados, y en las residenciales engordó una casta de nuevos ricos sin
abolengo y canes con árbol genealógico. Con cada tonelada de electrodomésticos
se adquiría un porcentaje de pedigrí que ladrara a los ladrones. Cancerberos
neurasténicos de sangre azul se estrellaban contra rejas con alarmas intentado
destrozar peatones imaginarios o menearle el rabo a perras esterilizadas. Sin
más obra que la literatura verbal de aullarle a la luna o al camión de la
basura que se llevaba diariamente las montañas de botellas de whisky vacías,
experimentaban el vértigo de la vacuidad o la acidia de sólo escuchar la voz de
sus amos mandándolos a callar durante los festejos para celebrar comisiones
multimillonarias o años nuevos que sólo traían más de lo mismo.
4
Los perros huelen la muerte y la
ruina. Las mascotas de pedigrí quedaron en suspenso mientras
sus dueños se enteraban en los televisores de los decretos del Viernes Negro. Un
cuadrúpedo no comprende el tipo de cambio flotante pero sí olfatea el sudor
frío del amo que no anticipó que debía fugar todos sus capitales en divisas
duras. El corazón de muchos canes de lujo se encogió mientras se agigantaba el
espacio de los cuartos vaciados de muebles ostentosos y los garajes limpiados
de motor homes. Tras revisar las nóminas para los despidos masivos, los dueños
pasaban a sumar las facturas de veterinario y alimentos especiales, metían a
sus mascotas neurasténicas en el asiento trasero de los lujosos automóviles, y
las soltaban ante la enorme pileta de aguas estancadas de la universidad para
tecnócratas donde graznaban ocas y cisnes de engañoso plumaje. Allí les
arrojaban el hueso o la pelota tras la cual el alienado sabueso corría, y
cuando la puerta se cerraba tras su tramojo y el automóvil de lujo arrancaba ya
era tarde para correr tras el último modelo e inútil intentar descifrar el
cartelón en el parabrisas trasero que proclamaba Se Vende. Los canes buscan el
camino perdido gracias al olfato pero huelen igual todos los tubos de escape y
todos los perros abandonados.
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En la universidad para tecnócratas no había comedor gratuito que los amansara.
En un mundo sin peluquero canino ni tazón de perrarina importada, los
abandonados no tuvieron más modelos de conducta que los agrestes prófugos de la
Asociación de Amigos de los Animales. La alianza de clases entre desclasados,
como la de los bucaneros del Caribe o la de indios y esclavos, concluyó en
cimarronaje. María Lucía Nazoa me certificó la historia de Pinto, plebeyo sato
recogido que se negó a comer hasta que lo soltaron y recuperó la dignidad del
desamparo. La
antropóloga Iraida Vargas Arenas me detalló metodológicamente
el estudio de caso de Susan, perra abandonada por la familia Sontag que
terminó capitaneando un cumbe policlasista en los mogotes de Prados del Este.
El matemático Roger Soler me calculó la desaparición de cisnes y de ocas de la
pileta de aguas estancadas como directamente proporcional a la multiplicación
de sabuesos, podencos, galgos, afganos y otros cánidos insurrectos en situación
de disonancia de status. La insurrección del pedigrí ponía en cuestión el
prestigio del collar y de la colaboración de clases. Mientras el bote de goma
enfilaba hacia la mortal hilera de escollos de Isla de Aves donde yacían los
restos de la naufragada flota del vicealmirante Jean d´ Estrées, el explorador
Charles Brewster me narró la empeñosa defensa de su bungalow montañés. Colgaba
de ramas elásticas a metro y medio de altura garfios afilados con presas de
carne. El perro saltaba, pirueteaba ensartado en el garfio cual pez en el
anzuelo, y se lo ultimaba con fusil de cacería para presas mayores. De cabeza
nos sumergimos en el abismo de corales. Cada vez que veía un tiburón, me
alegraba de que no fuera un explorador o un perro escapado.
6
Así terminó la universidad para tecnócratas asediada por el perraje, y
académicos y vecinos se encerraron fortificando mansiones cual bunkers hasta
que partidas de bedeles organizados como paramilitares fueron neutralizando
cánidos en una suerte de conflicto de baja intensidad para desalojarlos hacia
los campos de tiro de Fuerte Tiuna, donde se supone que el ejército los
exterminó o los empujó hacia las fronteras del olvido o que conviven con él en
una calma tensa que a lo mejor no es más que intensa calma.