Gloria a nuestro Comandante Eterno

El Destino le devela ahora para siempre el destino de la vida, y ofrenda al que tanto sufrió, y supo ser fuerte en el sufrimiento, un segundo de dicha infinita. Comprende que la simiente de sus días de pasión empieza a dar cosecha interminable. La exaltación raya en lo infinito, y sobre la frente coronada de espinas refulge el fuego de la gloria.

Era lo que faltaba a su destino: encerrar en un minuto en ascuas la culminación de la carrera de este hombre, con resplandor que revelase al mundo entero la llamarada de su triunfo. Ya estaba salvado el fruto puro, ¿para qué conservar la áspera corteza de su cuerpo? El Gigante Chávez parte a la vida eterna. Una sacudida de escalofrió atraviesa Venezuela de punta a punta. Es un instante de duelo indecible. Más luego el dolor contenido estalla; de las ciudades más lejanas el pueblo se pone en camino, al mismo tiempo, por días y más días, sin que nadie los organice. Presidentes y altas delegaciones de gobiernos de todo el mundo que vienen a rendirle al ataúd querido los últimos honores. De todos los rincones de Venezuela se desborda ahora – ¡demasiado tarde! ¡demasiado tarde! – el entusiasmo frenético de la multitud; todos quieren ver muerto a quien amaron en vida. Las colas en el Paseo de los Próceres vía a la Casa de los Sueños Azules para hacerle el “Juramento de Lealtad”. Unas colas inmensas de gente que guarda una organización, y un silencio estremecido pugna en las caminerías para tocar y besar el ataúd querido. Cada vez es mayor la muchedumbre que afluye y refluye, como el oleaje. Y en su cortejo fúnebre se cumple, inesperadamente, el sueño sagrado del Comandante: la unión de su amado pueblo. Detrás de aquel ataúd, los cientos de miles son un solo dolor, como en su obra se hermanan por el sentimiento todas las categorías del pueblo: trabajadores, estudiantes, militares, niños, gentes en sillas de ruedas, adultos y los más viejos: todos claman con un solo clamor por el muerto atesorado. El Cuartel de la Montaña o “del 4-F” donde está sembrado, es un jardín florido con vista panorámica sobre la ciudad, y delante de su mausoleo todas las gentes del pueblo, los ministros de Gobierno, los militares y los partidos políticos del Proceso se unen en un juramento unánime de amor y admiración. Así, con su último latido, el Comandante Eterno extiende sobre su pueblo un instante de reconciliación y unión y contiene por última vez, con una fuerza amorosa las disensiones rabiosas de sus adversarios. Tras las pompas fúnebres, una grandiosa salva de artillería.

Todos los conflictos lo aguzan dolorosamente, todos los contrastes aumentan su dolorosa tensión hasta el desgarramiento. La vida le hace sufrir porque le ama, y él la ama porque le aprieta hasta ahogarle, pues este hombre, en quien reside la mayor de las sabidurías, sabe que en el dolor se guardan las más grandes posibilidades del sentimiento. Su estrella jamás le deja libre, jamás afloja las riendas de su sujeción; quiere que este coloso sea el eterno testigo de sangre de su esplendor y su omnipotencia. Pugna con él, “nuevo mártir”, en la noche infinita de su vida, hasta la primera claridad del alba de la muerte, y la mano que le aprisiona no se retira en tanto que el atormentado no bendice para siempre a su atormentador. Chávez sirve a Cristo, comprende la grandeza de este mensaje, y encuentra su dicha suprema en ser eterno juguete de los poderes infinitos. Y besa su cruz con labios amorosos. “No hay sentimiento de que más necesite el hombre que el de poder humillarse ante el infinito”. De hinojos bajo el agobio de su destino, alza, piadoso, las manos y proclama la grandeza sagrada de la vida.

¡Hasta la victoria siempre, Comandante Chávez!


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Manuel Taibo


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