Corrían los primeros años de la última década del siglo pasado cuando en Venezuela se aprobó la Ley Penal del Ambiente. Este nuevo cuerpo normativo levantó grandes expectativas entre los ecologistas de Venezuela, pero entre la población campesina se difundió el temor a las durísimas sanciones con que la ley amenazaba castigar ciertas actividades cotidianas (la caza, el desmonte) que ellos habían practicado durante generaciones enteras y que eran parte esencial de sus tradiciones y cultura.
Un viejo amigo me invitó a visitar una pequeña comunidad rural enclavada en las montañas de las serranías de Baragua y Ciruma, zona agreste de difícil acceso que constituye la frontera entre los estados Falcón, Lara y Zulia, para explicar a un grupo de familias de la zona los contenidos y el alcance de la mencionada ley. Desde la entrada de Puricaure en el estado Lara, salimos temprano en la mañana en un viaje que se prolongó por cerca de seis horas, lapso que se hizo corto por la exuberante belleza de los paisajes naturales que se iban sucediendo ante nuestros ojos.
Llegamos a nuestro destino pasadas las doce del día. El ir y venir de las mujeres en los fogones de la cocina anunciaban que, en cumplimiento de las sagradas costumbres y leyes de la hospitalidad, a las que nunca faltan las familias campesinas, se disponían a invitarnos a almorzar. El almuerzo consistió en arepas zarazas (un tipo de arepa elaborada con maíz cariaco fresco, no tan suave como para hacer cachapas pero tampoco tan duro como para hacer arepas normales), sopa de gallina recién sacrificada, chicharrones de báquiro (pecarí) cazado la noche anterior, huevos fritos con una yema de un intenso color, casi rojizo, cuajada fresca, caraotas refritas, suero de leche picante y un delicioso queso de año, pintado con una mezcla de borra de café, onoto y ajíes picantes molidos que le daban un intenso aroma y sabor que a mí me recordó al queso parmesano.
Aquella fue una de las más exquisitas comidas que yo he probado en toda mi vida, y no puedo evitar rememorarla cada vez que en algún restaurante colocan frente a mí una comida de esas que parecen un arreglo floral japonés, con rayitas de salsa por los lados, de un gusto generalmente gris y simplón y de un valor nutritivo discutible en el mejor de los casos.
Toda comida conlleva una vinculación con el entorno; cuando consumimos plástico saborizado, tejidos animales de desecho saturados de sales preservantes, bebidas elaboradas con compuestos químicos tóxicos y colorantes, comida industrial llena de saborizantes, antibióticos y metales pesados, verduras que rezuman plaguicidas y herbicidas, el resultado no puede ser otro que la enfermedad y la degradación de nuestra existencia. El combustible alimentario alcanza su mayor eficiencia en la forma en que nos lo suministra la naturaleza, pues la energía proveniente de alimentos naturales en estado puro es la que necesitan los cuerpos en estado puro
El acto de comer nos relaciona profundamente con el modelo socioeconómico y cultural en el que vivimos. Romper con el modelo de alimentación que nos ha impuesto la sociedad mercantil-consumista actual es, según creo, un necesario punto de partida para el cuestionamiento general del sistema capitalista en el que vivimos.
La amplia y humilde, cuan hermosa, casa familiar hecha de barro, estaba adornada por rústicos materos de una variopinta procedencia que eran toda una oda a la cultura del reciclaje: viejos envases de lavadoras, neumáticos cortados por la mitad, latas de galletas y de aceite de motor, adecuadamente pintados, servían para contener toda una variedad de helechos, enredaderas con hojas en forma de corazón y orquídeas que en la zona crecen silvestres en abundancia. Cerca de la cocina, en cajones de madera rectangulares sostenidos metro y medio por encima del suelo por soportes hechos con gruesos troncos aserrados, cultivaban cilantro, cebolla en rama, culantro, albahaca, yerbabuena, ají dulce y picante (chireles), orégano, yanten, toronjil, manzanilla y varias hierbas medicinales más cuyo nombre no logro recordar.
En una cercana depresión, regada por un manantial de montaña, cultivaban maíz, yuca, topochos, caña de azúcar, café, lechosas, auyamas, onoto, limón, naranjas y caraotas. Cerca del gallinero, amarrado por sus puntas a una frondosa mata de mango, colgaba un enorme tronco del que salían y entraban abejas sin cesar. El panal que adentro bullía garantizaba a la familia un periódico abastecimiento de miel. Aun hoy me maravilla recordar la enorme eficiencia biológica y energética de este tipo de explotación (conuco), tan vilipendiado y difamado por la moderna ciencia agropecuaria, tan servil y acrítica con el modelo monoproductor intensivista. Producir una caloría alimenticia en una explotación agropecuaria gringa o europea requiere de 7 a 10 calorías de energía fósil (combustibles, pesticidas, electricidad, fertilizantes, transporte, etc) mientras que en este tipo de modelo campesino, por cada caloría de energía muscular humana o animal invertida, se producen cerca de 50 calorías de alimentos. Esto significa, a despecho de quienes por décadas han hablado necedades en contra de nuestros conucos, que el modelo de la familia campesina de mi historia es de 350 a 400 veces más eficiente que cualquier plantación sojera de Monsanto o de cualquier hacienda ganadera de Mac Donalds.
Mi anfitrión me explicaba que para alejar a los zancudos y jejenes, muy abundantes en esas montañas, en las tardes procedían a encender, en los cuatro costados de la casa, bosta de ganado a la que agregaban una enredadera cuyas emanaciones mantenían alejadas a esas plagas.
El aceite que utilizaban para cocinar lo obtenían de las nueces de la palma de corozo, que molían y hervían con agua para luego recoger la materia oleaginosa que flotaba en la gran paila que utilizaban para este fin. Fabricaban mantequilla batiendo a mano el suero de leche que obtenían de la diaria fabricación de queso. Las actividades cotidianas de esta gente estaban, en aquel tiempo, dirigidas fundamentalmente a la producción de valores de uso directos, a diferencia de hoy, cuando esa finca produce casi exclusivamente queso para ser vendido en los mercados de Carora y Maracaibo.
Los muchachos de la familia se levantaban en la madrugada a recoger el ganado para luego irse a la escuela, y en la tarde, al regresar de la misma, lo llevaban a los potreros para luego irse a bañar en una cristalina y helada poza que también yo pude disfrutar. El trabajo en el hato familiar no era de ninguna forma enajenado o alienante porque no convertía a la naturaleza en algo extraño a quienes en ella vivían.
A diferencia de la mayoría de quienes vivimos en el actual modelo cultural, esta familia campesina tenía una especie de asociación simbiótica con el entorno que los rodeaba; no veían ni sentían en absoluto a la vida que los circundaba en forma antagónica. Su vida, su conciencia, era un producto de las experiencias cotidianas, el resto de la naturaleza no era distinta ni aparte de ellos; hombre y naturaleza eran una sola y misma entidad, como nunca ha debido dejar de serlo. Aun cuando no estaban totalmente fuera del sistema capitalista (nadie puede estarlo del todo hoy en día), la mayor parte de sus relaciones de producción y la lógica de su cotidianidad si lo estaban, y esto no es poca cosa. Las estructuras histórico-culturales de estas familias potenciaban el desarrollo de sus fuerzas productivas, entendidas estas como todo el conjunto de fuerzas y actividades sociales que ampliaban las capacidades y las posibilidades de producción y reproducción de la vida sin que estas rompieran o alteraran el equilibrio y la sustentabilidad del entorno en el que se producían.
La vida de estas personas era un diálogo constante, fluido y enriquecedor con su entorno, con su cuerpo inorgánico. Interpretaban las corrientes de aire y su temperatura, el color de las hojas de los árboles, las lluvias del mes de enero (cabañuelas) y las conductas de ciertos animales silvestres para intentar comprender cuales habrían de ser las condiciones climáticas de los meses venideros. En este modo de vida cada hombre y mujer con sus actos cotidianos se sentían guardianes y responsables de un orden y equilibrio vital e inmutable, orden y equilibrio que les habían sido dados por sus padres y abuelos y que ellos se sentían en la necesidad de transmitir a sus hijos. Pero los jóvenes ya no quieren ni aceptan este orden y forma de vida; las palabras y las acciones, las formas de vida de sus mayores han dejado de tener para las nuevas generaciones campesinas, sentido significante. Los mensajes que estos jóvenes han recibido desde su primera infancia por parte de la industria mediática, ensalzan el consumismo y la vida citadina como únicos y deseables estilos de vida. La ciudad y su forma de vida acaparan la casi totalidad de los mensajes e imágenes televisivos y cinematográficos; por el contrario, los escasos estereotipos campesinos que aparecen en la industria cultural capitalista siempre apuntan a personajes tontos, ignorantes, lerdos y atrasados, características que por supuesto, nadie quiere asumir o compartir. No en balde una de las principales funciones de la industria cultural capitalista ha sido, y es, envilecer la conciencia de las personas, destruir su memoria etnográfica, sus raíces y patrimonio cultural.
El término “montañero” utilizado para designar a las personas que viven en estas sierras, era, y sigue siendo usado en los pueblos del interior de los estados Lara y Falcón, en forma despectiva. Los más jóvenes lo ven y sienten como una mácula, como un estigma del que tratan de librarse desesperadamente, rechazando cualquier rasgo o indicio en su comportamiento que los asocie a ello. Se ha estigmatizado y ridiculizado la forma de vida campesina, incluso la de quienes, como la familia de mi historia, eran propietarios de sus tierras y de su ganado, eso sin hablar del peón campesino, ese que tiene que vender a diario su fuerza de trabajo para malvivir, sin protección o seguridad social alguna, víctima de las más duras y brutales formas de explotación.
El modo de vida campesino remite a un modelo civilizatorio premoderno, alternativo, con cosmovisiones y modelos cognoscitivos, estrategias tecnológicas y formas de organización social y productivas adecuadas a su entorno y su realidad sociohistórica, absolutamente inaceptables para el modelo capitalista que lo ha atacado, deslegitimado y perseguido sin cesar. En sus Grundrisse, Marx señala que la expansión capitalista supuso la abolición de formaciones socioeconómicas anteriores y la abolición de los valores de uso directos porque estos no generan intercambio mercantil.
El sistema capitalista ha acentuado desde sus inicios la contradicción campo-ciudad. Lo rural, el campo, ha representado siempre lo atrasado, lo bárbaro, lo que aún hay que “civilizar”, que conquistar, mientras que las ciudades han sido el enclave civilizatorio, el centro de conexión con la modernidad, con el desarrollo y el progreso. La separación campo-ciudad conlleva la separación del hombre de la naturaleza, de su cuerpo inorgánico, separación ésta sobre la que se asienta la relación capital-trabajo.
Como bien señala Víctor Toledo: “cada civilización establece una relación material e inmaterial con la naturaleza. Hoy, la crisis de la civilización moderna es, antes que todo, una crisis de sus formas de apropiarse los recursos, los procesos y servicios del mundo natural. Son los modos agroindustriales de producir, causa primera y fundamental de la destrucción ecológica en todos los rincones del planeta y de su principal efecto: el cambio climático”. Sin embargo, como una prueba palmaria de la irracionalidad del capitalismo, el modelo monoproductor intensivista sigue desplazando campesinos de sus tierras, obligándolos a emigrar a las ciudades a formar cinturones de miseria, o en el mejor de los casos, a la adopción de modos de producción basados en el rendimiento del capital, con tecnologías agresivas que contribuyen a violentar sus formas de vida y trabajo ancestrales , violencia que se traduce cada día más, en destrucción de las condiciones vitales de su entorno natural, es decir, de su propio cuerpo inorgánico.
El menosprecio y desdén que para el capitalismo y sus élites significa un campesino queda bien sintetizado en las palabras de Sicco L. Mansholt, vicepresidente en los años 70, de la para entonces Comunidad Económica Europea: “Los campesinos son un grupo que todavía no ha entendido los rápidos cambios de la sociedad. La mayoría debería abandonar la agricultura y convertirse en obreros industriales en las ciudades porque los obreros de las fábricas, los obreros de la construcción y los que trabajan en puestos administrativos tienen una semana de trabajo de 5 días y 2 semanas de vacaciones anuales. El campesino está condenado a trabajar 7 días a la semana porque la vaca de 5 días todavía no ha sido inventada”.
Ya hace más de una década que la población urbana en el mundo superó a la rural, y esta tendencia lejos de decrecer se acentúa cada día más. En el caso de Venezuela esta tendencia es especialmente acentuada. El desarrollo del rentismo petrolero generó procesos de descomposición en todas las estructuras socioeconómicas de nuestro país, incluyendo por supuesto las agrarias, y la falta de planificación y políticas públicas de urbanismo ha hecho que las corrientes migratorias que del campo venezolano han fluido hacia nuestras principales ciudades en los últimos 80 años las hipertrofien y descontrolen hasta niveles surrealistas. Las tradiciones y costumbres comunitarias de nuestra población campesina en gran parte se perdieron o degradaron en la transición a las grandes ciudades. La gran apuesta del proceso bolivariano en su propuesta para construir el socialismo del siglo XXI es la comunalización de la sociedad, de esta sociedad cada día más urbana y citadina, pero, ¿Cómo construir comunas si los habitantes de nuestras grandes ciudades han alcanzado hoy un grado de anonimato, individualismo, atomización social, alienación mediática y aislamiento espiritual sin precedentes en la historia humana? Es este uno de los grandes interrogantes y desafíos que enfrenta el proceso echado a andar por el Comandante Hugo Chávez Frías.