“Todo cambia” se dice habitualmente. Para bien o para mal, todo cambia. Porque el mundo está en permanente mutación, en movimiento. Eso, en la edad antigua llevó a Heráclito de Efeso a decir “en el mismo río entramos y no entramos”, porque nunca somos siempre el mismo y el río tampoco es el de antes.
La idea del cambio, movimiento permanente es ahora de todos; porque todos por los conocimientos que tenemos, por muy elementales que sean, podemos percibir, por los simples sentidos, el incesante movimiento o cambio.
En Venezuela, pese al pesimismo que a uno le embargue, el cambio es incesante. Puede ser que se valore de una forma u otra el cambio pero a éste no se le niega.
¿Cuánto hemos cambiado en materia electoral? Por ejemplo, como recientemente en Chile y en Colombia, antes en Venezuela pocas personas votaban. Un buen número no lo hacía porque le traía sin cuidado a quienes mediante las elecciones nos impusiesen de gobernantes. La mayoría, que no votaba, pensaba que era igual uno que otro o para decirlo en plural, unos que otros. En ese caso se apelaba al refranero popular y se decía, “si me pela el chingo me agarra el sin nariz” o uno y otro son lo mismo, “el mismo negro con diferente cachimbo”.
Pero votar tampoco era un ejercicio fácil. Había que tener la cédula laminada que uno le identificase. ¡Hay que ver la clase de proeza que en tiempos de la IV república, era tener ese bendito documento! Para intentar tenerlo había que madrugar por días seguidos hasta que tuviese uno la dicha de alcanzar el cupo o “que alcanzase el material”. Siendo dichoso, salía uno de allí después de haberse fotografiado varias veces por si acaso “las tomas resultaban malas” y haber dejado las huellas impresas, con un papelito que llamaban “comprobante de cédula” que no servía para votar, porque la ley exigía que fuese laminada.
-“Venga dentro de seis meses o ciento ochenta días a buscar su cédula laminada”, le espetaba a uno – y así era, le espetaba, sin ninguna delicadeza o cordialidad – algún funcionario de los que allí estaban entrenada para hacerlo.
Transcurridos los seis meses o ciento ochenta días, cuando iba esperanzado a retirar su cédula laminada, le ponían a repetir el mismo trámite, colas previas e inevitables, porque “las pruebas, todas, de la vez pasada, salieron malas o se perdieron”. Eran circunstancias propias del matraqueo y hasta de la simple indolencia, ineficacia o desprecio por la gente.
Cuando llegaba el momento de votar los venezolanos se dividían en lotes. Quienes no les daba la gana de votar porque razones muy racionales le sobraban; por no tener cédula laminada, sólo se contaba con el comprobante, obtenido dos y tres veces “por haber salido malas las pruebas”, no haber ido todavía a retirar aquella porque no se habían agotado los ciento ochenta días o simplemente no tener el documento en ninguna de sus versiones. Estos constituían una mayoría aplastante de venezolanos que no votaban o por lo menos no acudían a las mesas, lo que no negaba que alguien votase por ellos, apertrechados de los documentos de sus verdaderos dueños.
Eso ha cambiado. Haber mejorado sustancialmente el sistema de cedulación, el que ese documento sea ahora de vital importancia para el ciudadano, no ya tanto para mostrárselo a la policía en aquellas habituales campañas represivas, llamadas para fingir “procedimientos de identificación”, mediante el cual pedían cédula, preferiblemente laminada y hasta constancia de trabajo a los transeúntes, convirtiendo en un delito no portar ambos, pero sí para cobrar en los bancos, usar tarjetas de débito y crédito que poca gente no porta, ha creado en el venezolano la idea y hasta obligación de estar apertrechado con no una sino hasta tres cédulas laminadas y vigentes.
En cuanto al votar pasamos de aquellas tarjetas y luego tarjetones del procedimiento manual, que permitía a los partidos AD y COPEI, en las mismas mesas, inflarse los votos y hasta otorgarse los de otras organizaciones allí no representadas mediante el ejercicio aquél de “acta mata voto”, al uso de máquinas de votación, capta huellas que impiden que alguien vote por otro, que totalizan la votación y transmiten los resultados automáticamente a centros donde es difícil cambiarles.
-“Kikirikí”, uno para mí otro para ti”. Así solía caricaturizar Chávez la conducta de adecos y copeyanos en las mesas con los votos de la izquierda. Lo que fue una purita verdad.
Pero lo más resaltante por lo trágico que antes era, hasta necrofílico, es haber logrado impedir que los muertos votasen. Sí, alguien muerto, estando aún en una lista electoral no limpia, no depurada, aparecía emitiendo su voto. ¡Misterios de la ciencia!, diría el profesor Lupa. Ahora pues, los muertos no votan. No pueden hacerlo porque están muertos.
Por supuesto eso es un formidable y hasta saludable cambio.
Pero el progreso no ha podido impedir que ahora, con todos estos cambios, uno cuando vaya a votar, tenga que hacerlo posiblemente por fantasmas. Los partidos, los de un lado u otro, de la MUD o del lado oficialista, usando procederes distintos, el primero predominantemente el “deo”, el segundo unas elecciones muy previsivas, terminarán, según uno puede percibir por adelantado, en muy buena medida, proponer unos candidatos que si bien están vivos, por su cuerpo corre el torrente sanguíneo, el pulso es armónico, parecen etéreos; nadie o pocos saben algo de ellos. Sus huellas parecieran no marcarse salvo en las máquinas de votación misma cuando votan o en los capta huellas del CNE u oficinas bancarias.
En mi circuito, pese tener una edad muy avanzada, estar en la política casi desde los tiempos de María Castaña, leer cuatro y cinco diarios nacionales y regionales diariamente, vivir inmerso en las redes sociales, convivir con mucha gente de la política, no me dicen mucho por no decir nada los nombres propuestos. Es más, si tienen huellas no las marcan muy bien que digamos; si voz, no dicen nada que la atención llamen; el nombre se confunde, son tantos con el mismo, ¡hay que ver cuántos llevan esos nombres!
Es decir, no teniendo nombre, voz, ni siquiera una huella que deje un rastro definido y claro, esos candidatos, aunque no estén muertos, si son fantasmas.
A un candidato a quien pude verle el rostro difuso y para mi desconocido, le dije:
-“Dime algo que te distinga, que impregne tus huellas, que pueda identificarte, que me incline a votar por ti”.
Orondo, esponjado me dijo:
“Vote por mí. Seré fiel a fulano hasta el final; nada ni nadie me hará cambiar ante él”.
-“Lo siento amigo”, le respondí. “Aunque me guíe por el pensamiento mecanicista de Heráclito de Efeso, no podría yo aceptar esa fidelidad eterna que profesas”.
Claro, los cambios en veces obligan a uno a cambiar. Digo esto porque iré a votar, sólo que lo haré por alguno de esos fantasmas que de vez en cuando ponen los pies sobre la tierra, aunque el mío no gane.