y IV
REGIMEN, ESTADO,
GOBIERNO
Continuando con esta serie de artículos nuestra
intención es al menos aclarar algunos aspectos alrededor del estado, su
desarrollo como régimen, gobierno y su relación con la revolución. Un tema que a
nuestro parecer todos aquellos que jugamos ese doble papel de “izquierda social
e izquierda política” estamos obligados a resolver para ayudarnos a salir de la
maraña política y social en que estamos metidos dentro de este tiempo de transición
revolucionaria. No queremos volver a “teorizar” al respecto ya que consideramos
suficientemente tratado este mismo asunto dentro de las distintas escuelas
revolucionarias, desde el propio Marx, los anarquistas, el consejismo, el
leninismo, el trotskismo, el maoísmo, hasta lo que es hoy todo el debate
alrededor del estado y el poder que liderizan las tendencias autónomas,
neomarxistas, postestructuralistas, zapatistas, etc, a las cuales ya hemos
hecho alusión y tomado posición al respecto. Nuestra intención es recoger una
conclusión al menos provisional que nos permita integrar este debate dentro del
contexto histórico que vivimos hoy día en Venezuela en medio de la revolución
bolivariana.
Y lo hacemos como tema de conclusión porque si
bien el asunto de la revolución, de sus condiciones, formas de organización y
vanguardia es importante debatirlo, en estos momentos uno de los puntos que más
causa confusión y desmovilización dentro del movimiento popular es la relación
de cercanía que se ha generado con un estado que al mismo tiempo sigue siendo
una fiel continuidad del monstruo burocrático y elitista que se engendró entre
los tiempos de Gómez y la IV Répública.
Y a esto se suma otra confusión más: siendo un inmenso y fracturado movimiento
organizado desde la base de la sociedad, sin embargo su unidad aún depende del
liderazgo de alguien que a su vez es quien preside el mando sobre ese estado,
siendo por tanto su principal protector. ¿Cómo hacemos entonces?
Para adentrarnos en este problema y tomando
algunos de los elementos que trabajamos en los artículos anteriores, preferimos
comenzar con una conclusión que podemos sacar de ellos. Esto es: cualquier
revolución social como proceso profundo de transformación de las condiciones
subjetivas y objetivas de la existencia social no puede ser gobernada sino por
los instrumentos de poder y autoridad que ella misma va engendrando (la
revolución como lugar de activación del poder constituyente) y no por los
viejos poderes que sirvieron históricamente para reprimirla y contenerla (las
formas políticas del poder constituido). Partiendo de este supuesto universal
que además ha sido asumido por todas las corrientes revolucionarias antes
nombradas, debemos reconocer que la apuesta democrática y pacífica sobre la que
se ha jugado su futuro la revolución bolivariana, y que seguimos reivindicando,
al mismo tiempo nos sumerge –a sus vanguardias sociales como a su liderazgo
supremo- dentro de un dilema muy claro: o nos zafamos de una vez y para siempre
de ese monstruo o esta revolución –incluidos sus símbolos, liderazgos, derechos
y espacios ganados- se derrumba sin remedio en los próximos años.
En otras palabras, para poder avanzar en la
revolución social que ha comenzado ha abrirse paso en los últimos tres años
necesitamos completar la revolución política que empezó a tomar cuerpo en el
año 99. En lenguajes de esta revolución tal conclusión supone volver a
revitalizar el proceso constituyente originario pero esta vez sobre otras bases,
otros sujetos y horizontes muchos más radicales que los alcanzados ese año. El
propio Chávez en estos últimos meses ha abordado este tema aceptando de hecho
que el marco constitucional aprobado en el año 99 ya se queda corto frente a
los horizontes democráticos, antiimperialistas y anticapitalistas que definen
el curso actual del “proceso”. Precisamente hablar de régimen, gobierno y
estado, cobra todo su sentido en estos momentos en relación a un proceso
constituyente popular y continuado que vuelve a evidenciar su necesidad
histórica, conservando hasta donde podamos el carácter pacífico y libertario
del proceso revolucionario en su conjunto.
Para comenzar, ¿a qué nos referimos cuando hablamos
de estado y de régimen?. La gran ingenuidad de muchas de las tendencias de
izquierda social es el haber confundido el marco constitucional aprobado en el
99 con el régimen y modelo de poder vigente en el país. La llamada
“constitución bolivariana” aún con sus limitaciones y defectos ha servido por
encima de todo de marco programático común de la revolución en curso. Sus principales
dotes tienen que ver con la definición de democracia, los derechos políticos y
sociales, la autodeterminación nacional y social, los derechos humanos y
económicos que se reconocen, que sirven sobretodo de base al discurso
revolucionario presidencial. Pero al mismo tiempo es una constitución que deja
intacto el régimen de gobernabilidad de estado el cual se sostiene sobre 5
poderes autónomos, el centralismo presidencial, y un sistema de poderes locales
y regionales que constituyen un retrato perfecto del régimen puntofijista,
incluida la modalidad autoritaria y autosuficiente de ejercicio del poder de
estado, donde no hay autoridad que consulte ni rinda cuentas a nadie.
Esto por supuesto se explica en razón el modo
de vida capitalista que se hace obligante formalmente desde la constitución
pero que en términos reales se desarrolla a partir de la conchupacia de
intereses que se ejerce entre una la elite política en el poder y el
empresariado nacional y transnacional, a la hora del reparto de la ganancia
petrolera. El modelo imperante de poder bien podríamos entenderlo como el
dominio secreto que estos dos sectores ejercen sobre la población y los
recursos productivos existentes. Y el “régimen” la modalidad concreta como este
modelo de poder se ejerce en los distintos niveles de la vida social y
nacional. Existe por tanto un régimen de gobierno (democrático, dictatorial,
centralista, parlamentario, transitorio, etc), un régimen legislativo, un
régimen judicial, un régimen municipal y regional, un régimen de contraloría,
un régimen de seguridad, un régimen de defensa nacional, y por extensión un
régimen de salud, de educación, de servicios, el régimen de propiedad, etc.
Regímenes que expresan la lógica concreta del desenvolvimiento del poder de
estado en cualquier país, no habiendo cambiado en esencia la modalidad en que
este se ejerce dentro del territorio venezolano. Más bien cualquier militante
social –por más enamorado que esté de la constitución- hoy en día ha empezado a
notar con toda claridad como este régimen de ejercicio concreto del poder de
estado (monopolizado por partidos, tecnócratas, militares y empresarios) se
hace cada vez más adverso y reactivo ante las intentonas permanentes por parte
del presidente y una parte importante de su gobierno por cambiar esta lógica
del régimen por un quehacer político mucho más democrático, socializante y
encausado hacia fines centrales de justicia social y autodeterminación
nacional.
El “régimen” de poder, a diferencia de la
“forma estado”, implica en ese sentido una lógica interna de ejercicio del
poder que posee distintas modalidades nacionales, evidentes en el caso
venezolano por la naturaleza rentaria y parasitaria del modelo de acumulación
capitalista dominante. El estado por el contrario es mas bien un modelo
universal que en la era moderna ha llegado a arropar los distintos regímenes de
poder. Sirve en primer lugar como fuente de legitimación del régimen imperante,
siendo una “superestructura” que por un lado reúne sobre un solo ente jurídico
y constitucional y una determinada territorialidad nacional –la República Bolivariana
de Venezuela- a la suma de instituciones a través de las cuales se ejerce el
poder como poder de estado, y por otro lado funciona como entidad normativa que
le da piso legal, o mas bien “legaliza” el régimen de dominio imperante. Sin
embargo, esta primera definición de la naturaleza del estado, hija de toda la
tradición ideológica liberal e idealista desde Hobbes, Montesquieu, Roosseau,
Hegel, Parson, del siglo XVI al siglo XX, en el fondo esconde la verdadera
naturaleza material de la forma estado como instancia de integración política
del mando capitalista disperso a nivel de la sociedad civil. El estado es en
ese sentido un fruto genuino de la sociedad capitalista, no habiendo estado que
sirva para tareas contrarias a la reproducción de las relaciones de explotación
capitalistas. Hecho muy bien probado por las distintas revoluciones socialistas
frustradas que quisieron erigir “estados socialistas” a partir de una dictadura
de partido, degenerando todas ellas en un modelo capitalista de estado donde lo
único que se llegó socializar es la propiedad de los medios de producción.
Estado y régimen cumplen por tanto un papel
bien nítido en nuestros días como instancias universales y específicas de
reproducción del imperio capitalista mundial. Eso no es distinto en Venezuela,
teniendo sus peculiaridades por supuesto. Aquí ese mismo estado compite con la
burguesía nacional desde los años 40 por la retención de la propiedad
principalmente de las industrias básicas, petrolera y de servicios, no
pudiéndose completar el transito privatizante y neoliberal que fue pactado
entre ellas y el capital transnacional a finales de los años ochenta, gracias a
las rebeliones populares y el triunfo de Chávez en el 98. El problema
revolucionario planteado desde entonces es cómo avanzar hacia otra opción que
suponga la socialización del poder, la propiedad y las relaciones de
producción. “El socialismo desde abajo” del cual habla el mismo presidente.
Evidentemente que el estado y el régimen de poder que lo reproduce así como
pasó con el resto de los países socialistas, se ha instalado frente a nosotros
para atribuirse la conducción y dominio de esta esperanza, haciéndonos creer en
una supuesta “neutralidad democrática” donde el estado y el régimen de dominio
de acuerdo con el deseo de las mayorías podrían transformarse a sí mismos hasta
llegar a convertirse en un mando obediente a este deseo que empieza a impregnar
a la mayoría.
¿Pero qué ha pasado en realidad?. Primero que
el estado y la mayoría de quienes lo dominan hoy, a pesar de los buenos
intentos de Chávez, han sido muy claros en su defensa del orden capitalista
(explícitamente asumido por diputados, ministros, directores de estado,
gobernadores, gerentes de empresas públicas, jueces, militares, etc) aceptando,
por ahora y por evidente conveniencia oportunista, las herejías de Chávez, sus
posiciones y discursos antiimperialistas y anticapitalistas. Para eso las
ambigüedades ideológicas de la socialdemocracia y del reformismo en general les
son muy útiles a los amigos, repitiéndolas sin pena. De allí que el bien
llamado “chavismo sin Chávez” (“chavismo sin socialismo” le dicen otros) no sea
ninguna fantasía izquierdista, es un bloque hegemónico presente ante todo
dentro del aparato de estado cada vez más coherente, fuerte e integrado
políticamente, muy ligado por cierto a los gigantescos mecanismos de corrupción
que siguen perviviendo.
Pero la cosa no se que da solo allí. El estado
en su propia defensa histórica frente a la evolución revolucionaria que hemos
vivido, se ha dedicado a través de la dirección de estos señores(ras) a
incrementar su capacidad de control político y social mediante una resuelta
tarea de burocratización profunda de su propia actividad interna como de la
amplia influencia sobre los movimientos sociales que han quedado atrapados bajo
su administración directa. Renace con ellos una suerte de neostalinismo que se
reproduce al interior de un régimen liberal-democrático, teniendo en los
partidos “oficialistas” y una que otra corriente política marginal subsidiaria
del viejo stalinismo, sus mejores exponentes. Esto le ha permitido al estado
como sujeto político vaciar profundamente el “programa revolucionario”
planteado desde el mismo gobierno, dejándolo en una buena parte a nivel de
programas asistenciales. Se le despoja de esa manera de los contenidos
revolucionarios y libertarios que le fueron dados a la hora de diseñarlos.
Pero al mismo tiempo a esta línea de acción le
sigue una consecuencia inmediata: el estado, hoy como nunca, necesita captar
inteligencias críticas y cuadros del movimiento popular que muchas veces se
pierden en esta maraña burocrática –o se hacen miméticos a ella- provocando
desde sí mismos la desmovilización y el reflujo del conjunto de los movimientos
sociales. De esta manera logra estabilizarse al menos provisionalmente, impedir
la profundización de la crisis histórica en que esta metido como aparato de
dominio desde el 89, y por supuesto, neutraliza tanto los agentes genuinamente
revolucionarios presentes dentro de él como las tendencias sociopolíticas que
luchan en favor de la profundización del proceso revolucionario. Los que
manejan esta línea bien saben que cualquier continuidad victoriosa de dicha
práctica a mediano plazo les permite planificar las bases de un acuerdo futuro
de “gobernabilidad” con la derecha y las oligarquías. Cosa que sin duda ya debe
tener un buen terreno adelantado aunque muy secreto aún. Lograrlo, sin
resistencia que lo quiebre antes de que sea tarde, será la victoria definitiva
del estado capitalista y la burguesía en esta batalla histórica. Al fin el
“rrrégimen chavista” podrá ser considerado “democracia”, por la simple razón de
que su dominio ha regresado a sus manos, finalizando con toda esta locura
“precámbrica” del humanismo, el socialismo y el antimperialismo.
¿Y medio de todo esto cuál es el papel que
juega el gobierno?. Dentro de nuestra propia ingenuidad muchas veces hemos
querido ver en el gobierno una instancia hasta cierto punto autónoma –o de
amplia autonomía- frente a esta monstruosa realidad que se esconde tras el
estado y el régimen de poder. Aceptemos que una buena parte de ese gobierno,
comenzando por el presidente, efectivamente han tratado de independizarse de
todo esto. El propio bonapartismo de Chávez, más allá de las causas subjetivas
e históricas que lo explican, es parte de esta búsqueda. Ni que decir de la
radicalización de sus posiciones políticas y programáticas como de la discreta
apertura del gobierno hacia muchas de las corrientes revolucionarias más
activas dentro del movimiento popular y que se juegan toda su suerte en esta
revolución. Es el caso nuestro PNA-M13A, que por cierto nada tenemos que ver
con el “régimen partidario” (escuálido y chavista) que aún domina el espectro
político-representativo del estado. Sin embargo, reconozcamos también que esta
ha sido una búsqueda en gran parte frustrada, entendiendo que la presencia de
corrientes como nosotros seguirá siendo necesaria para guardar la poquísima
autonomía que puede darse ese gobierno como gobierno revolucionario. En
concreto, como factor de agudización de la misma crisis del estado capitalista
y apoyo desde el gobierno hacia la sociedad de los sectores más beligerantes
dentro de la izquierda social, el movimiento obrero y popular, así sea muy
precarios en estos momentos los frutos de este apoyo dentro de la lucha
política planteada en el conjunto de la nación.
Ahora, más allá de toda táctica puntual, que
por cierto necesitaremos revisar en todo momento a ver si sigue siendo
productiva o no (¿quién quita que nosotros mismos no terminemos también
ahogados y mimetizados dentro de las seducciones de ese monstruo), reiteremos
que el estado y el régimen de poder que lo contextualiza, es un enemigo
principalísimo de la revolución, enemigo por tanto de dotar de cualquier
autonomía a un gobierno que depende constitucionalmente, normativamente y
estructuralmente de él, mucho más si quiere darse a sí mismo una definición
revolucionaria y hasta socialista. Teniendo además pueblo e individuos capaces
e interesados en ayudarlo en la materialización de dicha definición.
Eso no quiere decir que el estado no pueda
estar dispuesto a otorgar autonomía a determinados tipos de gobierno. Entre el
11 y el 12 de Abril lo vimos muy claro: ese mismo estado no hubiese tenido
ningún problema de arreglar formalidades y sacar o eliminar los agentes
internos que molesten si el gobierno de Carmona se hubiese impuesto
definitivamente. Este hombre hubiese tenido la autonomía que le de la gana. Es
lo que han hecho en su inmensa mayoría todos los estados al verse de verdad en
peligro y requerir de gobiernos totalitarios o fascistas como tabla de
salvación ante la eventualidad revolucionaria. O al revés, de requerir de
gobiernos liberales que les permitan gobernar un tipo de transición como la
efectuada en la URSS
y los países de este europeo después de la caída de Muro de Berlín y el
“régimen” soviético. Lo que jamás estará dispuesto a hacer un estado es dar esa
misma autonomía a un gobierno que busque en el fondo acabar con las relaciones
de producción que lo sostienen como superestructura de mando de dicha sociedad.
Sería además un absurdo pedirle a esa jerga interminable de jueces, militares,
políticos, burócratas, tecnócratas, y todo ese patriarcado estatal que reina
sobre las instituciones, que se disponga a liberar un gobierno que en el fondo
quiere acabar con todos ellos en tanto hijos políticos directos del mundo
capitalista y del nuestro en particular.
Clara está, tampoco podemos recaer dentro de
esa otra forma de manifestación de la misma ingenuidad a la cual nos referimos.
Muchos de nosotros también creemos que el conjunto del gobierno, desde su
centro presidencial, es hoy en día un gobierno revolucionario perfecto atrapado
por la maldición del estado y el régimen. Esta versión se hace traslucir
muchísimo en las calles sobretodo al hablar de Chávez como “víctima” del mundo
burocrático que lo rodea. El gobierno y el presidente que lo dirije, en tanto
figuras orgánicas del estado y el poder constituido, están a su vez atravesados
en su interior (los círculos respectivos de poder) por una voluntad política
que busca por encima de toda garantizar esa mutua dependencia e integración
entre estado capitalista y gobierno. El mismo Chávez, desde su propio verbo
expresa esta ambigüedad hablando en momentos “por fuera del estado”, como
persona afín al poder popular y toda forma de contrapoder, y en otros momentos
se nos presenta como “presidente”, figura política que defiende la totalidad de
ese estado independientemente de la basura que se esconde en él. Lo defiende ya
sea como aparato de dominio o como proyecto de poder y desarrollo. Y a sí mismo
vemos en él la persona que se abre a una interpretación cada vez más
radicalizante y libertaria respecto al “socialismo del siglo XXI”, pero generando
al mismo tiempo terribles amarres con partidos y sujetos que son enemigos jurados
de dicha versión del socialismo y en el fondo de cualquier cosa que sepa a
liberación. Ni se diga respecto lo que ha pasado con la imposición de
candidaturas y jefaturas de todo tipo de instituciones.
Ahora, más allá si se trata de contradicciones
propias de su persona – algo de esto debe haber evidentemente- el “realismo
político” propio del mundo “democrático” que reina sobre el globo, lo obliga a
él y a todos aquellos que hoy en día expresan las posiciones más coherentes,
éticas y revolucionarias dentro del gobierno, a recaer permanentemente sobre
este comportamiento. Innumerables personajes de dirección dentro del gobierno,
siendo hombres y mujeres de un gran aval moral y compromiso con las causas
revolucionarias, también terminan siendo tremendamente contradictorios a la
hora de las decisiones. Eso lo vemos todos los días con enorme tristeza e
impotencia. El gobierno por tanto no es solo una víctima de esta maldición burocrática,
de alguna manera él mismo, en tanto instancia del poder constituido, se presta
para ello dejándose entrampar dentro de este mismo destino. Obviamente que
nuestro gobierno todavía no es de esos hijos dispuestos a romper con el mundo y
los intereses de su padre progenitor.
Podemos concluir por tanto, primero, que
gobierno perfecto no existe, pero que en todo caso ese “gobierno
revolucionario” que necesitamos está aún por construirse y si algún día él
llegase a existir, tendría que ser un gobierno ejercido por muchísimos más, que
reina efectivamente sobre una república que defiende su derecho a la
autodeterminación, que construye los
medios de defensa para ello, pero que no se debe a ningún “régimen de estado”.
Reina –si aún vale la palabra- sobre una sociedad liberada que se ha hecho
prácticamente idéntica a él. Es decir, un “no estado”. Mientras tanto y
mientras no nos prueben lo contrario, decimos que vale la pena hacer todo lo
posible a nivel de ese gobierno por afianzar las posiciones que en su interno,
desde toda la cantidad de debates y políticas que se libran dentro de él,
permitan ganar hegemonía
Todas las corrientes provenientes del
socialismo revolucionario reconocieron que tal bloqueo de los estados hacia los
gobiernos progresistas, y la propia alcahuetería de tales con los sus estados
bloqueantes es una constante insuperable en el marco de la democracia burguesa.
Razón por la cual tanto Marx, Engels y Lenin hablaron cada uno a su manera de
la necesidad de imponer a través de la revolución social la “dictadura
revolucionaria del proletariado”, los anarquistas prefirieron acabar con todo
estado y autoridad que no sea inmanente a la sociedad y la clase obrera,
mientras que otros se moderaron más y hablaron de “democracia popular” (Mao),
moderación que ya con las tendencias reformistas su “socialismo democrático”
volvieron los “reenamoramientos” con la democracia representativa y burguesa.
Hoy se habla más bien de radicalizar la democracia, quitándosela a los
burgueses y políticos en su definición como democracia participativa y
protagónica, pero sobretodo a través de los contrapoderes y el ejercicio
permanente y rebelde del poder constituyente y originario. Y es en ese sentido,
afortunadamente, que las cosas con la revolución bolivariana, al menos por ese
lado, no comenzaron nada mal.
Lo esencial de la “tarea revolucionaria”
nacional hoy por hoy tiene que ver en nuestra perspectiva con la necesidad de
no perder precisamente esta línea fundante y constituyente de nuestro proceso
revolucionario. Lo que introducimos al comienzo de este escrito. Pero para no
recargar más de la cuenta este cuarto artículo de la serie “gobierno vs
revolución”, esta reflexión sobre “la tarea revolucionaria” preferimos pasarla
al tratamiento de un quinto y último punto de esta misma serie.