Hacia una refundación de la política

Repolitizar la política

La palabra radical, también tiene matices que pueden ayudar a esclarecer cuál es la esencia de la democracia. La democracia es políticamente radical. Esto, según se comenta en nuestro tiempo, debe decirse. La democracia es de izquierda. Esta deducción también es obvia. Izquierda es una metáfora política que proviene del lado en el cual se sentaban los representantes del pueblo en la Asamblea Nacional Francesa de 1789. No significa nada más que "en el lado del pueblo". ¿Cómo es posible que un demócrata esté en algún otro lado?... Pero no es necesariamente cierto que estar en la izquierda implique ser demócrata.

C. D. Lummis

…No existen sujetos puros del cambio; siempre están sobredeterminados por las lógicas existenciales. Esto implica que los sujetos políticos siempre son, de una manera u otra, sujetos populares. Y en las condiciones del capitalismo globalizado, el espacio de esta sobredeterminación se amplía claramente.

E. Laclau

En una época de desencanto en la política, la recuperación de nuevas formas, la pasión política desde los sujetos subordinados, es un hecho. Aquello que generan los medios creando una teledemocracia y su control sobre los sujetos está en riesgo por el desencadenamiento de la desterritorialización y el surgimiento de espacios lisos. Lo que ocurre, todo esto, debe ser abordado como parte de las reflexiones sobre el tejido fino del campo político y las posibilidades de transformación que hoy nacen en la reterritorialización que resitúa la política en la subjetividad como pasión y efecto ético, en la medida en que el mismo tejido social ha dejado de ser lo que era hace unos años. Para ello, se hace urgente replantear también la lógica de lo político en su reconfiguración democrática. ¿Qué se pone en juego en este replanteamiento? Entre otras cuestiones, las que iremos planteando en el curso de las páginas que siguen.

¿Si la política no fuera más que un continente cada vez más periclitado, sustituido por el vértigo del terrorismo, de la toma de rehenes generalizada, es decir, la figura misma del intercambio imposible?

¿Si toda esta mutación no dependiera, como creen algunos, de una manipulación de los sujetos y las opiniones, sino de una lógica sin sujeto en la que la opinión se desvanecería en la fascinación? [...] ¿Y si todo ello no fuera entusiastamente, ni desesperante, sino fatal?

J. Baudrillard.

Es bueno siempre un paseo por las moralejas de la literatura y recordar lo que Chesterton dijera en El hombre que fue jueves: «una paradoja puede despertar en los hombres la curiosidad por una verdad olvidada». El sabio despropósito de esta frase recae en la fuerza que ahora cobra vida ante los sucesos y cambios que vivimos. Con el quiebre de las representaciones de lo político, las democracias occidentales se van llenando de actores efímeros.

En términos clásicos se comprende por gobierno la expresión más o menos gentil (es decir, de la gente) de un ente público (res-publicae), que además es centro civil de demandas discursivas comunes que articulan la legitimidad (de eso que Habermas llamara opinión pública). Dentro de la tradición cívico-republicana se entiende que el régimen de libertades se va configurando como un estado ideal de individuos deliberantes que, libremente asociados, encuentran consenso en la argumentación de sus diferencias. Apuntando siempre hacia un estado ideal de habla en la que sujetos parlantes denuncian sus intereses y configuran distintos mapas de alianza, disidencias y un sin fin de mediaciones.

El consenso no puede ser explicado fuera de esta esfera, pues supone el diálogo basado en la competencia comunicativa como acatamiento de normas y reglas de enunciados prescritos de suyo en el discurso (luego de una buena dosis de coerción). Esto significaría la existencia de un sujeto dialógico capaz de reconocerse en los enunciados, es decir, la prefiguración del proyecto griego: la ciudad como polis. Sin embargo, los cambios que presenciamos parecen apuntar en otra dirección.

Para Habermas, la legitimidad viene dada en términos de reconocimiento fáctico de pretensiones de validez criticable, producto de la interacción entre los sujetos hablantes y sus distintas valoraciones, así como del respeto a sus acciones. Sólo aquí son posibles las justificaciones susceptibles de generar consenso: «Se pone en cuestión una creencia de legitimidad en la medida en que justificaciones pierden plausibilidad entre los implicados. El desmoronamiento de la legitimidad significa escaseamiento del potencial justificativo y argumentativo disponible.

De este modo, queda establecido que la legitimidad presupone, como principio moral, la existencia de un espacio civil de controversia mediado solamente por sus propios intereses autorregulados en el debate público, donde los implicados puedan identificar los conflictos en torno a los cuales sean posibles normas de acción y discursos con pretensión de validez. Es decir, sin el reconocimiento de las intenciones del otro como interlocutor legítimo, con competencias comunicativas iguales, capaz de acción y en ejercicio de sus actos de habla, no es posible el diálogo. Por lo tanto, se cierra el espacio de legitimación que valida desde la controversia y que funda legitimidades provisionales. En este sentido, los medios actúan como lazos permanentes en cuanto a redes de sentido de lo legítimo.

Cuando se pierden los argumentos se reduce la legitimidad y en ese mismo movimiento desde el poder, comienzan a cerrarse los espacios de intervención política democrática, la argumentación cede pase a la amenaza, la descalificación y la represión. Se judicializa la política y el estado democrático y civil de garantías y libertades es sustituido paulatinamente por el aplastamiento del aparato judicial militar, las instituciones democráticas de referencia como los parlamentos, los tribunales, los partidos. Etc., son confiscados y reducidos a una existencia puramente formal. Esto viene ocurriendo en todo el planeta y de manera mucha más acusada en la medida que la globalización mediática impone su lógica de sobre-representación.

Ahora bien, a veces, ni los medios son capaces de mantener el lazo social. Por ejemplo, una sociedad que cuenta con un gobierno que, en nombre de una legitimidad transitoria y de una mayoría circunstancial producto de la coyuntura, impone medidas no consensuales, está socavando su propio soporte y se encuentra sumida en los linderos del fascismo, como puede apreciarse en el caso Estados Unidos y lo ocurrido en Venezuela en la década de los 90. O cuando un grupo o puñado de ciudadanos, en nombre del aparato del régimen de opinión, quiere imponer un régimen de derecho, surge un Estado policía que nace del espacio mediático y no de la voluntad de la multitud como cooperación subjetiva, del individuo social (Marx).

Luego, sólo la coerción permite imponer determinados intereses en forma de políticas y hacerlos generalizables al resto de la sociedad. Un modelo de este tipo es lo que algunos denominan sociedad cerrada. Estado alguacil en la etimología de la voz árabe y esto puede darse desde el Estado o desde los intereses privados que nacen en el sistema de propiedad mediático.

Cuando esto ocurre, el Estado policía que nace del espacio mediático o que interviene en él, cree que puede otorgarse mayor eficacia en la construcción artificial de legitimidad y consenso. Pero esto, paradójicamente, descalifica la naturaleza liberal del dispositivo mediático, y lo anula. El Estado soñado por los Robespierre de turno instalados en los medios, no comprende las zonas lisas que nacen y reterritorializan lo social, ni que la tiranía de la massmediatización de lo político quiebra y subvierte al propio orden mediático, cuando los actores sociales se hacen de sus propios discursos. Por ejemplo, los medios tiemblan a la hora de explicar el triunfo electoral de Hamas, en Palestina, o ante la cotidiana realidad de las forzadas migraciones "ilegales" que empujadas por la pobreza destrozan las fronteras de los imperios y son presentadas sin más, como invasiones bárbaras.

El pensamiento totalitario de algunos actores político-mediáticos que siembran la intolerancia, nos recuerda al Maquiavelo que conversa en el infierno con Montesquieu, en el lúcido cuento de Maurice Joly: «convertiré a la policía en una institución tan vasta que en el corazón de mi reino más de la mitad de los hombres vigilará al resto y cada ciudadano será policía de su vecino». El régimen despótico de la democracia mediática necesita de aparatos complementarios que materialicen y operacionalicen su línea de visión y su plano de realidad, de este modo los dispositivos sociales de carácter insurreccional que surgieron en la primera modernidad como garantía del ejercicio del dialogo el debate y la confrontación, como derecho democrático inalienable e irrenunciable, van mutando poco a poco y convirtiéndose en zonas afectadas por el nuevo aparato de control. Partidos, sindicatos, gremios, organizaciones sociales, debe ser en el nuevo régimen de sentido articuladores de como dijera Derrida, LA VOZ DEL SIGNIFICANTE AMO.

Los funcionarios de la lógica de sentido de los imperativos sistémicos de la razón instrumental -y su modelo de simulación y opacidad-, son los voceros "autorizados" de la llamada globalización en sus pretensiones como movimiento atemporal e infinito, de lo que Luhmann llamaría las máquinas sistémicas productoras y reproductoras de los imperativos de conservación de la ficción y del mito de realidad del gobierno del capital. Es decir, de lo civil y su mitología como modelo de violencia simbólica límite, lo que niega al pueblo como pregunta y como acontecimiento.

De ahí la necesidad del pensamiento como malestar, como práctica intelectual del desacuerdo y la oposición persistente a la lógica instrumental. Entonces, se hace urgente recuperar al pensamiento como valor de uso del trabajo subjetivo y su aventura en el camino de la emancipación.

¿Lo mediático supone, de suyo, a la opinión pública como régimen? Habría que romper con este mito y permitir la entrada de lo social en su inacabada refundación, para llegar a acuerdos sobre asuntos comunes. Quizás se trate de revitalizar la opinión pública republicana políticamente activa como «principio activo y organización del estado liberal de derecho»3 y, sobre todo, como espacio de poder constituyente de una nueva socialidad.

Entre otras razones, porque la idea de soberanía popular, propia de esta tradición, asimila garantías constitucionales y da marco legal a la legitimidad, mientras que la suspensión de este presupuesto o su desplazamiento hacia otros espacios, supone una óptica patéticamente morbosa en el plano moral, tal cual ha ocurrido con las prácticas mediáticas más recientes. Y, porque con la sociedad civil reducida al espectáculo mediático y a la conciencia oportunista del sentido de actualidad, se pierde la forma-Estado y prende el autoritarismo mediático de la imagen pública como autoconciencia: es el momento del fascismo. Pues el fascismo es un devenir que surge e interviene en lo social, desde una mirada fetichizada, como una pasión latente en la política liberal, vista ésta como la puesta en práctica de una idea formal de la libertad que suspende la igualdad por la justicia en el proceso de abolición de las clases sociales, y que es representada en las élites.

La sátira conjetural de Orwell, después de más de 50 años, sigue mostrando ribetes alarmantes indudablemente parecidos a los perfiles políticos de nuestro mundo. En este caso, la mediática sustituye al Estado, convirtiéndose en el vocero auténtico de la sociedad idéntica a sí misma, en "la fuente inobjetable". Es la paradoja lúgubre de un Estado mediático super poderoso y corrupto hasta en el lenguaje, en el que incluso la mentira resulta imposible. No por irrelevante sino por totalizante. Y a esa figura llamada ciudadano, no le queda más participación que la ironía y el sentido del humor, ante la asfixiante cumbre del asco exhibido como actualidad.

Cuando el diálogo en el discurso político cede el paso al control de los medios, desaparece el ciudadano y no hay verdaderas prácticas de opinión. El consenso cede sin resistencias su lugar simbólico de expresión a la vox populi, a la voz del "soberano" legitimado por las prácticas mediáticas.

Pero como dijera Michel Foucault donde hay poder hay resistencia, es bueno notar ahora que los partidos y los medios de comunicación solo controlan la información que producen y que su campo de interacción en la subjetividad colectiva es limitado y efímero. En los años 20 y 30 Harold Lasswell desarrollo la teoría de la jeringa hipodérmica desde donde afirmaba que el efecto mediático actúa en el cuerpo social de manera similar a un adicto a la heroína, en donde la droga debe ser suministrada cada vez de manera más continua y en mayores cantidades para poder producir su efecto.

Es bueno anotar ahora que los medios masivos y los partidos sólo controlan la opinión que producen, que, a veces de manera perversa y retorcida, sus contenidos son absorbidos sin consecuencias por el tejido social espeso de las masas, o devueltos en forma invertida, y que la información nada controla: «a no ser el precario equilibrio de la agenda política y del criterio de realidad. Todo este proceso se ve acelerado de manera multilineal en la era de las redes sociales. Por ejemplo, cuando CAP expuso a Chávez a los medios luego de la asonada del 4 de febrero pretendía mostrar al tradicional militar gorila rendido ante la fuerza de la democracia mediática. Sin embargo se produjo el llamado efecto boomerang con repercusiones hasta la fecha, es decir, no siempre hay sincronía entre la emisión y la recepción de los mensajes y como dijera W. Schramm en su teoría de la tuba la complejidad social y su turbulencia, las crisis etc., van creando zonas de resistencia ruidos y distorsiones que hacen impermeable a los mensajes aún sector importante de la población que comienza a influir sobre esos mismos mensajes los ruidos son verdaderos obstáculos que evitan el flujo lineal e ininterrumpido de un mensaje, desde un emisor hasta un receptor. Es decir, hay una población inmune a los mensajes que ejercen un efecto teflón que se devuelve y distorsiona al mensaje mismo , el cual debe ser reforzado para vencer los obstáculos y lograr su objetivo.

Lo cierto es que aquí y en otras partes del mundo, presenciamos una creciente desafiliación del pueblo de los rituales legitimadores del orden mediático. Esto significa extrañamiento y desconfianza a favor de expresiones arbitrarias y confusas. El desencantamiento weberiano ha tocado la legitimidad del medio y toda relación política con él queda reducida al éxtasis estático. El Estado se fractura, y su idea de justicia, así como la ley y el orden que procura, entra en una fase estática y transpolítica. Nadie dentro de sus consumidores clientes cree en los valores que difunden, pero apelan a ellos en el momento crítico para justificar sus prácticas, Por eso existe en reducidos sectores sociales una suerte de ofrenda total y de derroche de energía en la dirección de un medio-Estado que es negado en cada acto cotidiano por un sector cada vez más creciente de ciudadanos que opera prescindiendo del dicta de la realidad mediática.

Por lo demás, el proceso cultural va produciendo profundas diferenciaciones, cada vez más acusadas, entre las distintas esferas de legitimación discursiva y el proceso de descentramiento y desencanto penetra el tejido social en lo jurídico, lo político y lo cultural. Normas extrañas y nuevas expresividades toman cuerpo e invaden los discursos tradicionales. Nuevos grupos de referencia efímeros y puntuales, formas distintas de control y cantidad de situaciones coyunturales más dinámicas, se apoderan o sustituyen a los centros tradicionales y replantean las cosas. En estos casos, los imperativos sistémicos de conservación institucional hacen uso de los medios masivos para garantizar las orientaciones y las normas de actuación de los individuos, más allá del otro generalizado.

Entonces el sisma, la brecha entre aquello afiliados al partido- medio-estado, consumidores adictos del constructo mediático y la generalidad social se va siendo cada vez más pronunciada. Esto paso en Yugoslavia por un lado Milosevic y su elite de poder difundían una burbuja de realidad y por el otro las grandes mayorías silenciosas construían una percepción distinta, hasta el momento en el que se produce el quiebre. Habría que revisar las experiencias del bloque socialista del este para saber de que estamos hablando, principalmente los casos de Hungría y en Alemania del este. Habría que remitirse a la película Good Bye, Lenin! es una película alemana de 2003, dirigida por Wolfgang Becker para ruborizarnos con la patética caricatura del fin del llamado socialismo real.

Cuando los imperativos sistémicos de conservación sustituyen a los mecanismos consensuales de producción de la realidad, la imposición y la violencia son el límite: «Surgen entonces mecanismos de integración sistémica, subsistemas especializados que garanticen la legitimación, no ya mediante procesos dialógicos tendientes al consenso, sino mediante sistemas generalizados de premios y castigos. El clientelismo político es un buen ejemplo de la sustitución de los espacios de mediación tradicionales por el principio de premio-castigo. Así mismo, las tesis neoliberales sobre la democracia, que asumen lo político como un territorio del dulce comercio donde el mercado es un bien universal y único árbitro regulador de toda actividad, así como un centro de elaboración de los enunciados válidos para a la acción social.

Esto comporta el desplazamiento de numerosos contingentes humanos que desde ahora vivirán en los márgenes del modelo mediático, pero a la vez el movimiento cada vez más acentuado de la lógica del mercado y el dinero por parte del aparato comunicacional: «El incremento de la complejidad sistémica, que también supone racionalización, marcha en sentido del monopolio de la acción social por el mercado, control de la acción social en virtud de medios como el poder político y el dinero, independientemente del diálogo». Con este movimiento se configuran grupos humanos auto comprensivos de su papel como élites, que asumen que son la sociedad, que son su única mediación posible y que el Estado es su lugar natural, por lo que, privatizado por la representación, no es lugar donde caben los ciudadanos.

De esta manera se crea un ejercicio político separado de lo social, que reconcilia régimen de opinión y régimen de derecho en un puñado de representantes que se abrogan, vía mediación mediática, actualidad y mayor eficiencia en la construcción artificial de legitimidad y consenso, creando un momento que a toda costa y por todos los medios debe prolongarse: la gobernabilidad. Suerte de estabilidad de la mediación legítima del mundo de los representantes.

El Estado separado de la sociedad es Estado de Derecho, igualdad de derechos, es decir, desclasamiento; portador legítimo del bien común, poder de mando, procesos estandarizados en la administración de la violencia legítima y aplanamiento de lo social a ese régimen de derecho que disemina las responsabilidades en un aparato anónimo, el cual responde a la lógica de la delegación y la representación. Ello implica que la sociedad de ese Estado es justa por sí misma, es decir, ajustada a derecho, a una lógica de sentido que somete la desigualdad de hecho a la igualdad de derecho9.

Ante este mito, nos parece necesario poner en juego una idea de sociedad plural que se aleje de la mediática y de la idea popperiana de la sociedad abierta, o sociedad de mercado. Una sociedad fundada en la diversidad, en la emergencia de la pluralidad y la alteridad, en el posicionamiento de corrientes sociales que disuelven el Estado volcándolo en lo social. Esto es, no en la mediática sino en la voluntad política de la multitud, trama constituyente de una forma de poder como potencia colectiva para que Estado, mercado y sociedad sean lugares permeables que extingan sus lógicas por y ante la mirada pública de la corresponsabilidad y el control social, no subordinada tampoco al dispositivo del medio y sus lógicas.

Esto supone, simplificando, otra idea de Estado en franca ruptura, por supuesto, con el estalinismo que pensaba el Estado como la síntesis de la sociedad, por lo que debía regular a la sociedad y al mercado. Se aleja también, mucho más, del liberalismo que asume al mercado y al individuo como centro formador del Estado y la sociedad. Pues, hasta ahora, siguiendo a T. Negri, el Estado ha sido el espacio normativo de naturalización y neutralización desde una red de leyes como metafísica de las formas jurídicas necesarias para mediar la violencia, que va de las contradicciones al antagonismo.

El Estado del que hablamos es singularidad del trabajo y de la cooperación, agenciamiento colectivo de enunciación de la diferencia. Supone entonces, un espacio alternativo de construcción de una ciudadanía otra, partícipe activa en el Estado y sus instituciones, para que éstos sean lugares permeables por la mirada pública, espacios donde no haya distancia entre la potencia creadora de la multitud, por una parte, y los discursos institucionales y no institucionales, por otra, donde tenga lugar otra habla y si es preciso otra lengua como soporte de nuevas prácticas, incluso las mediáticas.

Todo ello implica la diferencia que construye la nueva hegemonía de la cultura constituyente, donde otra habla y otra lengua, lo sean de un Estado otro. ¿Tarea imposible? Bien valdría la pena, en términos estético-políticos, la apuesta ética, para seguir siendo fieles a una postura revolucionariamente realista, en los términos de aquel mayo francés del 68, aspirando a lo imposible.

Desde esta perspectiva, se apuesta a que lo político se refunde mediante referentes concebidos desde la nueva subjetividad del poder constituyente, que permitirían pensar la política, pensar el Estado y hasta pensar el mercado, desde lo social. Es decir, desde un cuerpo de problemas comunes a otra civilidad, cruzados por la necesidad democrática de la formación de una voluntad política que haga cuerpo en la cultura cívica como práctica cotidiana, como un nuevo arte de vivir.

Apostamos, así, a una comunidad plural que funde su inacabada construcción en postulados posnacionales de solidaridad y en soberanías nacionales distintas al estado nacional burgués. Tanto como a la construcción inacabada de una democracia sustentada en la diversidad y el disenso creador de nuevas formas de socialidad, desde una nueva generación de valores que haga coincidir principios y prácticas de la desobediencia civil extrajurídica, todos los días, lo que significa siempre nueva institucionalidad refundada una y otra vez.

Se trata de hacerse cargo, siguiendo a la doctora Magaldy Téllez, de las irresolubles e irreductibles diferencias y tensiones que atraviesan la forma de-vivir-juntos y romper con la mitología de la comunidad idéntica a sí misma11. Porque la comunidad es alteridad, es nombrar y ejercer el desacuerdo. Lo que invita a escarbar en una idea de comunidad infundada, incompleta conflictiva, alterada, siempre otra; a urdir su polifonía, su excentricidad para poder leer lo posible y lo imposible, construyendo el devenir como reivindicación de la falta, como interrupción del mito asociado al pensamiento de lo Uno, a favor de la irreductible pluralidad.

«Comunidad sin comunidad», es un llamado a las multitudes múltiples para que sean ellas mismas las que se constituyan como el «pueblo que falta», en palabras deleuzianas, que está siempre por venir transformándose indefinidamente, desde su interior, inacabado, alterado, siempre otro. Para poder, entonces, pensar-hacer la democracia desde lo destruido y vuelto a construir, desde la lucha contra la exclusión y los innumerables espacios de abandono, contra la intolerancia y el no-reconocimiento, propios de la mirada y la manera de nombrar del modelo mediático dominante, que no es otra cosa que el silencio cómplice el modelo oficial de la comunidad ideal de un Estado totalitario o vaciado de pueblo.



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Juan Barreto

Periodista. Ex-Alcalde Metropolitano de Caracas. Fundador y dirigente de REDES.

 juanbarretoc@gmail.com      @juanbarretoc

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