Está claro que ya el capitalismo burgués fue un revulsivo social en su tiempo, porque su pretensión era aportar nuevas creencias e incinerar el pasado. Lo había confirmado Nietzsche, con aquella conocida frase, al proclamar que las viejas creencias habían sido desplazadas por la materialidad de la razón moderna. Se decía que el cambio venía a ser resultado de ese proceso dirigido a salir de la caverna, que con la Ilustración ponía fin a la cultura occidental tradicional, colocando como nuevo motivo de adoración el tópico de la razón. Parecía como si el hombre hubiera llegado a ser el centro del universo y se hubiera liberado de mitos y creencias entregado al progreso, encomendado al desarrollo científico. Sin embargo, afectado el panorama por el nihilismo marcado por los límites de la razón, resultaba necesario aliviar la carga de vacío elevando a la categoría de dogma la nueva creencia, tal y como era el bienestar material. El comisionado no era otro que el propio capitalismo. Benjamin incluso llegó a verlo como una religión, en cuanto decía que sirve a la satisfacción de las mismas preocupaciones, suplicios e inquietudes a la que dan respuesta las religiones. Matizando, que se trata de una religión de culto permanente, sin dogma, sin teología, que crea una conciencia de culpa tan grande que no puede expiarse y a través del culto se hace universal.
No es probable que la burguesía previera el alcance del proyecto, que acabaría siendo global, pero el hecho es que, cuanto menos, la ideología que pregonaba ha desplazado a todas las creencias, vendiendo realidades. Mas he aquí que el capitalismo no se ha conformado con su papel ideológico para mover el mundo, seguido de bienes materiales puestos al alcance de casi todos como mercancía, y con el fin de asegurar su dimensión de totalidad podría entenderse que se ha definido como lo que podría equiparase a la nueva religión de las sociedades avanzadas. Resulta que, cuanto menos, dispone de creencias, ritos, templos, oficiantes y fieles. Aunque, además de otras originalidades, sus planteamientos religiosos se quedan en el terreno de la materialidad.
Desprovisto de componentes metafísicos, como no sea el del valor capital que es el dogma fundamental de la doctrina, en el plano de materialidad no ha renunciado a promover la construcción del ídolo del dinero, como símbolo del nuevo poder, para dar cuenta de su presencia. El dinero ha pasado a ser el eje central de la doctrina y la clave de atracción para sus seguidores, puesto que con él es posible alcanzar el teórico bienestar, no como simple promesa, sino como realidad materializable de inmediato dentro del espacio temporal.
Está dispuesto a satisfacer cuanto se le pida, basta para ello asistir al templo del mercado y disponer de dinero. En caso contrario el individuo queda excluido de la religión por falta de creencia. De ahí que su propuesta de entrega a la materialidad del bienestar no sea tan tolerante como aparenta e imponga sus exigencias
Dispone de una plantilla de personajes dedicada a mantener el culto que siguen millones de fieles en todo el mundo. A los primeros se les conoce como capitalistas y a los otros como consumistas. Ambos acuden a su llamada porque, si son seguidores de su doctrina, pueden llegar a alcanzar ese bienestar que demandan todos los individuos de la especie y conseguirlo sin demasiados esfuerzos espirituales, simplemente trabajando en la línea que se les ha asignado. El problema es que nunca se llega a alcanzar, porque se escapa de las manos.
Los capitalistas entran en el juego del dinero atraídos por el cebo de acumular riqueza, porque, además de apariencia de bienestar, infunde sensación de poderío social. Cuando su bien-vivir cede y se pone del lado del poder capitalista, alejan como prioritaria la riqueza personal y se imponen trabajar por la creación de capital, han alcanzado la dimensión de oficiantes del culto. Pero la mayoría se pierde por el camino y se diluye su condición arrollados por el atractivo de la distinción social del dinero. Como oficiantes del culto cumplen con lo que el capital ordena y los fieles demandan, y a tal fin crean empresas proveedoras de ese bienestar a plazos, pero fundamentalmente dispuestos para generar capital .
Consumista, conforme a las reglas que marca el mercado, quiere decir seguidor de esa religión capitalista. Lo que le impone la creencia es fidelidad a la doctrina. De un lado, adorando al fetiche del dinero y, de otro, cumpliendo el precepto de la mercancía, haciéndola suya para alcanzar el bien-vivir. Esta es la carga que ha de asumir permanentemente para aliviar la conciencia de culpa, aunque haya quedado claro que no es posible la redención por mucho que se consuma, ya que resulta una batalla continua sin la menor posibilidad de ganarla, porque no cabe liberarse de las redes del mercado.
De esta manera, el capitalismo ha pasado a ser algo así como una religión universal desde una proyección exclusivamente material. Su culto es atractivo y permanente, al igual que la pretensión de bien-vivir de las personas. La promesa de bienestar está ahí en la producción empresarial, orientada más que al bienestar de las gentes al bien-vivir de las personas. Sin embargo, no ha tenido el éxito augurado ya que, pese a la fidelidad a la doctrina, siempre queda conciencia de culpa entre los fieles consumistas, porque en el mercado permanece esa mercancía tentadora que se les ha escapado de las manos, de ahí que perciban que su bien-vivir se resiente, aunque siempre quede la esperanza de volver a intentarlo.
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