A partir de 1989 se evidenció en Venezuela una ruptura cada vez más pronunciada entre las capas gobernantes y los sectores mayoritarios del pueblo. Una ruptura que comenzó a palparse crecientemente tras cada elección celebrada, reflejada en los altos índices de abstención que hubo, como manera silenciosa de expresar el descontento y la frustración de estos últimos ante las promesas electorales siempre incumplidas, sumadas a los niveles de corrupción e impunidad por parte de la clase política. Tales porcentajes fueron ignorados olímpicamente por quienes controlaban el poder, seguros de sí mismos y ufanos de la pasividad del pueblo; enfrascados como estaban -como algunos ahora- en el disfrute de su festín de Belsazar particular. Ninguno de ellos confió nunca en la madurez política de los sectores populares, encerrados en un círculo infernal dominado por la alternabilidad “democrática” de AD y COPEI hasta que se produjo el rompimiento del encantamiento el 27 de febrero de 1989, precipitándose y ampliándose aún más la falta de legitimidad de los sectores gobernantes una vez que ocurren las insurrecciones cívico-militares del 4 de febrero y del 27 de noviembre de 1992. Todos estos hechos históricos, en conjunto, marcan el comienzo del fin del régimen representativo y excluyente instaurado por el Pacto de Punto Fijo, situación que pudo generar un mayor clima de violencia y de inestabilidad social de no surgir la figura de Hugo Chávez Frías como Presidente constitucional de los venezolanos.
Sin embargo, este proceso de deslegitimación de los partidos políticos y de las instituciones públicas de Venezuela no se quedó ahí nada más, sino que se extendió a otras esferas de la vida social y económica del país, haciendo posible un deslinde de posiciones respecto a lo que tradicionalmente se aceptara como normal, abonando el camino para que los sectores populares -con Chávez a la cabeza- se plantearan el socialismo como alternativa revolucionaria, sin el viejo tabú que impusieran desde hace más de siglo y medio los apologistas del capitalismo liberal. Esto comenzó a gestarse en medio de una beligerancia asumida por diversos medios de comunicación, los cuales fungieron de agitadores y aglutinadores de la reacción, como se manifestó abiertamente durante los sucesos que culminaron en el golpe de Estado y el paro patronal de cinco años atrás.
Por eso mismo, con la reforma constitucional propuesta por Chávez vuelven a colocarse en el tapete dos visiones encontradas y divergentes: aquella que representa a los sectores tradicionales del pasado y la otra que representa los anhelos igualitarios y democráticos de la mayoría popular. Como lo definiera Antonio Aponte en uno de sus artículos diarios, el 30 de noviembre de 2006: “En Venezuela vivimos un período de enfrentamiento que alcanza encumbrados niveles políticos entre dos visiones del mundo, dos proyectos excluyentes de país. Vivimos en una encrucijada que decidirá, sin dudas, el destino de la nación y del continente. Este enfrentamiento afecta a todas las moléculas de la Patria , sacudiéndolas, transformándolas. Siendo así, es lógico que las elecciones estén enmarcadas en una efervescencia de rumores y conjeturas, presagian encuentros trascendentes que se resolverán fuera del campo de las elecciones”. Esto hace que la situación interna de Venezuela no logre los mismos niveles de estabilización que otras naciones de la región, ya que el oposicionismo es alentado por factores externos que ven en el ensayo revolucionario bolivariano una amenaza ineludible a sus intereses económicos y geopolíticos, al cuestionarse la viabilidad del capitalismo y su fórmula neoliberal.
Es así que la reforma constitucional venezolana todavía significa un vuelco en la conducción de los cambios sociales, económicos y políticos afianzados en una propuesta realmente socialista, diferente a las experimentadas en el pasado, en otras latitudes. Tanto es así que ella viene a marcar un hito trascendental en las luchas libradas por el pueblo de Venezuela, puesto que haría realidad la soberanía directamente ejercida por los diferentes grupos sociales, al igual que el cambio estructural, de modo que la vieja concepción del Estado y, con él, de la democracia misma, dan paso a una concepción más humanista, democrática y revolucionaria como nunca antes se había planteado en revolución alguna. Por ello, lo ocurrido el 2 de diciembre no fue una derrota, sino un proceso inconcluso de definiciones que se hace necesario abordar con seriedad, sin conclusiones simplistas, sectarias ni aduladoras.
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