Que amor ni que nada

El amor históricamente ha sido ubicado en una supuesta universalidad. Difícil es precisar el sentido de esa palabra inventada para decir lo indecible. Habría que impugnar sus contenidos para irlos acorralando hasta cercarlos y poder derribar ese icono del pedestal edificado en una bruma de ambigüedad, refugio escondido de este aparente paradigma.

Engels, en su balance histórico lo ubica dentro de una ideología de la industria social de la propiedad y el Estado. El matrimonio y los diferentes tipos de familia que desde la antigüedad evolucionaron como un contrato de trabajo aseguraban, entre otras cosas, la herencia y traspaso de la acumulación de capital. La monogamia nació de la concentración de grandes riquezas en las mismas manos -las del hombre- y el deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos de este hombre. La dirección del hogar confiada a la mujer, era también una industria socialmente tan necesaria como el cuidado masculino de proporcionar víveres. En su transcurrir, el gobierno del hogar se transformó en su servicio privado; la mujer se convirtió en la criada principal, sin tomar ya parte de la producción social. Sobre este escalón se construyeron convencionalismos que llamaban al respeto de lo establecido, amenazando con juicios morales y policiales a quien atentara contra este control social.

De las hordas promiscuas surgieron tribus, aldeas y pueblos hasta edificarse el Estado pétreo que rememora autoridad y protección, ubicando a la familia como su célula reproductora. Mina que es tomada por el capital para que sus miembros consuman los objetos más diversos. Aquí el amor empezó a ser sospechoso, pues el matrimonio decreta un contrato de por vida que organiza la división interna de la familia tan igual al Estado, ofreciendo la producción de una prole como fuerza de trabajo, de consumo y de alienación, bajo una fingida estabilidad afectiva y paternal.

Primigeniamente, ese golpeteo pasional que avisa el anonadamiento por la pareja no es más que el truco de las hormonas para reproducir la especie. También subyace en el humano la génesis primitiva de oír la música de un relajante tambor que la madre transmite, cuando en su pecho protege al vulnerable infante. Ahí empezó el corazón a sentar premisas para el amor y la índole filial del afecto erótico. Es también el comienzo de nuestros miedos ancestrales a la soledad. La obligada expulsión del paraíso materno, fuente de un inagotable placer, nos impregnó de miedo a la autonomía y la libertad. La ideología de la familia tiene su fuerza de cohesión en nuestras mismas células. En esa intemperie el expósito busca encontrar en el otro lo que ya no tiene. En su nostalgia, busca la exclusividad en la posesividad edípica de su pareja.

Con el Estado el amor es permeado por esa institución, de sus fines y sus formas de corromper. Es su espejo. A la sazón, no puede ser confiable un sentimiento que abandone a los juntos, que con su trabajo formaron la esencia humana, para sustituirlo por otra soledad. Un sentimiento alienado que no enfrente la inequidad que atenta contra la realización humana es una traición y un afecto contrarrevolucionario.

Al aparecer en la historia la doctrina del amor cristiano, muchas parejas, en especial, las latinoamericanas, se han sumergido en este credo. Su pregonada liturgia se sitúa más en el plano espiritual en oposición al ámbito temporal, o lo que da a llamar como “la ciudad de los hombres y del Cesar”. Cristo, el Mesías prometido, plantea, entre sus Bienaventuranzas, la conciliación de clase, la fraternidad enmarcada en una concepción comunitarista que no ataca la propiedad privada, causante de la desigualdad. La paz social es concebida como obra del amor. La “justicia de todos los grupos” es promovida bajo la modalidad de la reforma de los corazones. Para ello, une a la justicia con la caridad; el proteccionismo al pobre le acarrearía al practicante la exoneración del sentimiento de culpa y la indulgencia por sus pecados. Su ideal de paz y justicia exige una lucha individual y supone una heroicidad estoica que conllevaría a la santidad.

Ninguna teología de liberación debería aceptar esta paz vergonzante. Por inofensiva fue legalizada por el Imperio. Al idealizar estos vanos moralismos aceptamos una concepción que primero busca el reino de Dios y su justicia. Su asunto “no es de este mundo” y en consecuencia, da al Cesar lo que es del Cesar y a los opresores nuestro sudor vuelto riqueza. En esta etérea actitud pone la otra mejilla al enemigo de clase, a la vez que promueve un paraíso pero después de la muerte. No hay referencias de que tal discurso de amor haya triunfado en algún lado. Esta religión del amor sólo ha beneficiado a los opresores y ha servido para auto lacerarnos en culpas sembradas para controlarnos.

Difícil que exista el amor en una sociedad hipócrita, coercitiva, competitiva y anónima, que en su esencia está contra este sentimiento. Visto así, su puesta es en realidad una farsa, una jaula que aprisiona. Los valores de la sociedad en crisis se van socializando en la familia; luego, este reducto de autenticidad postergará con sus convencionalismos el fin del vetusto orden. Como antítesis, la pareja debería asumir una concepción afín a la vida. Su amor debe ser de trasgresión social, poniendo en evidencia constantemente al mismo orden social que le exige garantías, estabilidad y consumo.

Al “bello milagro”, esa especie de la organización de la imprudencia, hay que irlo tratando como un trastorno afectivo-sexual de naturaleza ideológica. Así como la acumulación de capital es una mitología destinada a conjurar el miedo a la muerte, el amor es un mito destinado a conjurar el miedo a la soledad. Ese sentimiento que busca aliviar el temor a la vida, por su obnubilación no ve que el capitalismo, sistema basado en la explotación y la competencia más asolidaria, como la causa fundamental de la soledad extrema en que vivimos.

En el refugio de pareja, se congela la afectividad y la sexualidad al estadio infantil. Cuando dos personas se “comprometen” por sus ansias edípicas, la frustración parece inevitable. Los celos y su combo de posesividad, dependencia, ansiedad y agresividad, son su consecuencia lógica. Se han declarado “únicos e insustituibles” y ambos han creído la farsa del otro; se han idealizado. Al sentir de nuevo el miedo fóbico al abandono, situación que ocurre cuando el cónyuge no está a dedicación exclusiva, aparecen la rabia, la mentira y la violencia, como espejos de un sistema que aplica el castigo, a quien subvierte la norma.

Esta arraigada religión se prolonga en la espera. Pareciera que el mejor amor aún no ha llegado. Bonito sería que las personas pudieran comprender las causas últimas del asunto. Dilucidar cómo del embelesamiento, pasamos inevitables, a la neurosis. Entonces, sólo entonces, pudiéramos desarrollar otras formas de solidaridad y simpatías. Se neutralizaría el odio intrínseco en la misma moneda y se pudiera, quizá, cultivar la amistad que acepta todo, aún lo que no comprende. En esa dirección, se intentaría construir una relación íntima y respetuosa de la identidad y la autodeterminación ajena; sin sexualidades coercitivas; abiertos y libres hacia el porvenir.

La mayoría de los fracasos amorosos se atribuyen a causas personales. Enfrentar esta enajenación descrita sería la premisa para sentir el amor como algo cierto, bueno y bello. Si pudiéramos separar los aspectos negativos para enfrentarlos mientras potenciamos los positivos, sería un avance. La lucha por la transformación global de la sociedad estaría en relación dialéctica con la subversión intracultural del individuo.

Recetas todavía no hay. Así como tenemos pocas ideas de lo que sería una sociedad libertaria, del deber ser afectivo sólo hay ideas vagas. Sabemos que el amor no represivo y la sociedad no represiva están en íntima relación, tan igual como lo está la neurosis humana con el capital.

Destruir los reductos más profundos de esta filosofía internalizada es luchar al unísono contra la ideología dominante y sus trampas. Hay un templo que han cimentado en nuestra existencia. El colonialismo interno ha construido un bunker en nuestros corazones. Mientras no vomitemos a esos mercaderes que con sus dioses y sacerdotes se han instalado placidamente en nuestro ser interior, nunca podremos imaginarnos, tan siquiera, la tan mentada libertad.


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Rafael Pompilio Santeliz

Doctor en Historia. Profesor de la UBV. Trovador, compositor y conferencista. Militante de la izquierda insurreccional desde el año 1963. Presidente de Proyecto Sueños Venezuela en el estado Miranda y Vicepresidente de la Fundación Gulima, Radio comunitaria en San Antonio de los Altos.

 pompiliosanteliz@hotmail.com

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