Política y elementalidad compleja

Se dice con demasiada frecuencia –y no sé si con suficiente responsabilidad- que en política se vale todo, así como en el amor, también, queriéndose decir con ello no sé qué cosa que pudiera resultar trascendente o saludable al menos para la idea misma contenida en tal concepto. Si de entrada aceptáramos que eso es así, entonces tendríamos que aceptar, por igual, que dentro de la política, como marco para la acción humana, no cabe para nada la ética, siempre necesaria para poder delimitar los confines de una acción que, si no se alcanzara delimitar por principios de esa naturaleza, llegaría al extremo de convertirse entonces en una más propia de lobos salvajes, o, ¡cuidado si de algo mucho peor!, por tener la merced de contar con la pavorosa y fría inteligencia humana, la cual no conoce de límites para destruir, así como tampoco pudiera conocerlo para construir, si no fuera porque en esa construcción estuviera implícito siempre el gen que impulsa a todo lo contrario, lo que tiende a marcar entonces una acción que, al final resultaría tarada, porque conduciría siempre a la indeterminación o esterilidad, y, de allí a la retrocesión ineludible y destructiva, o determinista.

Si admitiéramos, por ejemplo, que en política es lícito mentir, ocultar lo inocultable, desnaturalizar lo recto, hasta incluso matar con premeditación, alevosía, ventaja y brutal ferocidad y, aún así, el ser se entusiasmará, se motivará a ejercer una actividad que contemple tales desvaríos, tendríamos entonces que concluir en que, en toda sociedad humana, la paz no sería más que una artimaña despreciable, porque cada quien estaría apercibido de que, esa paz que lo hace feliz como virtud de vida terrena, pudiera convertírsele de pronto en apetencia irrefrenable de destrucción, para luego ser destruido, lo que pudiera conformar un como síndrome de suicidio latente que pudiera estar presente (como lógico pudiera resultar) en el inconciente colectivo. Porque así como con los artilugios, en el amor se logra lo inmediato (lo carnal, lo ayuntatorio), esos ardides pudieran más adelante minar prematuramente las bases de lo que pudo convertirse en un verdadero amor, así como en la política esas mismas trácalas -saciado antes lo meramente orgásmico de haber obtenido el cargo o la posición- seguro habrán de convertir en conducta delictiva lo que pudo ser un logro alcanzado para servir con honestidad y devoción al pueblo. Entonces, para una complejidad tan devastadora como la política carente de ética, bastaría por tanto con una elementalidad compleja tan edificante como la razón; y, como fortín de esa razón, la ley positiva con su inmenso poder regulatorio y nivelador de lo que debe ser un orden justo.

De manera pues, que siempre habrá tiempo para rectificar y, para ello no habría más que pensar en las nuevas generaciones de venezolanos y venezolanas, que deberán ser educados y formados dentro de una concepción ética de paz, aunque para ello deban estar preparados siempre para defenderla con una buena guerra... (Hay cosas de esta vida que me asustan).

Por último, insto a incorporar a los principios programáticos y estatutos del recién nacido PSUV, a la verdad como horizonte de su accionar político, así como de cada militante en particular, so pretexto de ser castigado o castigada con más rigor legal que a un contrario o enemigo, que, al fin y al cabo está más que probado que se nutre de casi todo lo deshonesto, por lo que habría que poner más a su favor el péndulo de la penalidad, obedeciendo al mero hecho de haber sido formados así por siglos, y por propios y extraños. Pero, en todo caso, la justicia debe ser implacable siempre para todos.

crigarti@cantv.net




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Raúl Betancourt López


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