Sin querer forzar un paralelismo engañoso, podríamos decir que el asesinato en Túnez del abogado y líder marxista Chukri Belaid evoca uno de los momentos de mayor tensión de la transición española: la matanza de Atocha en 1977, punto de inflexión y aceleración en la des-re-composición del régimen. Es de entrada, si se quiere, un punto de inflexión mental y cultural, pues los tunecinos estaban acostumbrados a morir en las comisarías o en enfrentamientos con la policía, pero desconocían el terrorismo y la violencia política. Eso explica sin duda esa extraña suspensión del ánimo colectivo, entre el terror sagrado y el escalofrío “histórico”, que domina desde ayer, de arriba abajo, a toda la sociedad tunecina. Pero un punto de inflexión también porque, como escribe Elyes Jouini, la vacilante transición tunecina, a pesar de divergencias y retrocesos, “había sabido permanecer ejemplar en el sentido de que se articulaba esencialmente en torno a un debate entre políticos, entre políticos y sociedad civil, entre sociedad civil y militantes”. El asesinato de Chukri Belaid marca el fin de la “ejemplaridad” tunecina, lo que sin duda justifica también la rabia y desánimos compartidos.
Este crimen constituye asimismo, sin ninguna duda, un punto de aceleración, aunque la dirección de la misma debe decidirse en los próximos días en el juego de las fricciones -y las pasiones- políticas. El primer asesinato político de la democracia tunecina ha generado un consenso unánime en las declaraciones oficiales: el partido Nahda, los otros dos partidos de la “troika” gobernante, el presidente Marzouki, el primer ministro Jebali, el jeque Ghanouchi y, por supuesto, todas las fuerzas de oposición han condenado “una acción monstruosa que quiere sumir el país en el caos y la violencia e interrumpir el proceso democrático”. Pero, ¿quién quiere este precipicio? La respuesta a esta pregunta, allí donde de pronto la violencia armada ha pasado a primer plano, quiebra todos los consensos y profundiza una fractura alimentada por todos los partidos sin excepción, abre un potencial sumidero de confrontación civil infinita e invoca la intervención de redentores involucionistas.
¿Quién ha sido? ¿Quién ha matado a Chukri Belaid? Casi todos creen ya saberlo sin esperar a las investigaciones policiales, que por distintos motivos consideran escasamente fiables. Para unos es evidente la responsabilidad directa o indirecta de Nahda, el partido islamista en el gobierno, y fundan sus acusaciones, a veces irresponsables, en las propias denuncias de la víctima y en la innegable ligereza con que el gobierno ha afrontado las agresiones salafistas. Para otros sería más bien la mano negra del antiguo régimen, dueña entre bastidores de las palancas de un aparato de Estado casi intacto, la que estaría maniobrando, con la colaboración política de Nidé Tunis, el partido heredero de la dictadura, para poner fin a la revolución tunecina. Ambas partes sin duda apoyan en un asidero de razón un elefante de delirio; y son los elefantes, y no los asideros, los que dominan la escena. En Túnez hay un fascismo marginal de corte islamista, nutrido de sinceras conversiones juveniles y de viejos delincuentes “regenerados”, bien financiado y bien armado, que el sector más reaccionario de Nahda ha consentido y a veces utilizado. Y hay también un fascismo clásico, compuesto de sectores empresariales y elementos policiales, muy activo en las sombras y a la luz del sol. Un reciente trabajo de investigación periodístico publicado en Nawaat revelaba un mundo subterráneo de compraventa de armas y listas negras de rivales políticos en el que se cruzarían, de un modo confuso, miembros de Nahda y empresarios de la oposición. Hay que decir, en todo caso, que es más probable el retorno del antiguo régimen a través de una bien modulada estrategia de la tensión que el establecimiento de una teocracia por parte de una violenta minoría islamista. Por la sencilla razón de que en Túnez hay mucha más gente sedienta de seguridad y estabilidad que de sharia.
No sabemos si Nahda -o un sector de Nahda- quiere imponer una dictadura islámica; lo que deberíamos saber es que no puede. Y deberíamos saber también que Nahda -o al menos un sector de Nahda- sabe bien que no puede. Esta conciencia, junto al desgaste sufrido en el ejercicio de gobierno, debería servir para poner al partido islamista a cubierto de acusaciones precipitadas que llaman a la violencia y la confrontación civil, que es el efecto buscado por los planificadores y ejecutores del asesinato de Chukri Belaid. La pregunta “a quién beneficia el atentado” debería alargarse y modificarse un poco: “¿a quién beneficia un partido islamista acorralado, radicalizado, no atemperado por el roce del CPR y Ettakatul?”. ¿A quién beneficia la petición del bourguibista Caid Essebsi de disolver la Asamblea Constituyente, petición a la que se suman -llevadas por la lógica rabia- algunas voces desde la izquierda?
Nahda tiene sin duda una gran responsabilidad política en ese atolladero político que la muerte de Chukri Belaid no permite ya prolongar. Paradójicamente, su asesinato obliga a desbloquear la crisis de gobierno, pero ha desatado una de partido. Tras dos meses de negociaciones fracasadas, la decisión del primer ministro Ahmed Jebali de formar un consejo de ministros no partidista que gobierne hasta la celebración de las próximas elecciones ha chocado con el rechazo tajante de su propia organización. Una gran fractura interna, hasta ahora oculta bajo la disciplina más estricta, ha emergido a la luz del día. La muerte de Chukri Belaid, en este sentido, sería un poco menos inútil si sirviera para “depurar” las filas islamistas, descolgando a ese sector más wahabita de Nahda -con Ghanouchi a la cabeza- que la mayor parte del pueblo tunecino rechaza. Porque no habrá nunca normalización política ni en Túnez ni en el resto del mundo árabe sin integración y democratización del islamismo político.
Pero -sobre todo- la muerte de Chukri Belaid no habrá sido vana si, como escribe el exdiplomático Farhat Othman, sirve a modo de “electroshock saludable” para consolidar la democracia, y eso implica todo lo contrario de pedir la disolución de las precarias instituciones emanadas de la revolución: implica acelerar el establecimiento de estructuras independientes en materia de justicia, seguridad, libertad de expresión y contienda electoral; y de servicios públicos que garanticen el bienestar y la libertad material de los más necesitados, los que verdaderamente desencadenaron la revolución.
Porque las preguntas sobre quién mató a Chukri Belaid o a quién beneficia su muerte no deben hacernos olvidar una anterior: a quién han matado. Los cuatro disparos que acabaron con su vida iban dirigidos a la coalición de izquierda de la que formaba parte su partido, el Frente Popular, cuyo programa combina precisamente democracia y justicia social. No es verdad que su asesinato no haya generado un consenso más allá de las declaraciones oficiales. Hay un consenso casi sagrado de horror y rechazo a la violencia política. Un consenso también de respeto profundo por el “martirio” de Chukri Belaid y por su militancia social. Ese consenso inviste de una autoridad particular al Frente Popular y le exige también una particular responsabilidad. Hoy, el entierro del compañero asesinado y la solidaridad expresada a través de la huelga general pueden marcar el pistoletazo de salida de una confrontación civil infinita, pero también el comienzo de un desplazamiento natural de la sociedad tunecina hacia la izquierda.
*Santiago Alba Rico. Escritor y filósofo. Su última obra publicada es B-52 (Hiru, 2012).
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