La monarquía española vive ese sentimiento de esperanza de los condenados a muerte: Espera el indulto salvador en el último minuto, el gesto audaz que la libere de su agónico final.
Esperanza inútil. En cascada cae el andamiaje que la sostenía y la protegía después de la muerte de Franco. El “prestigio” del Rey, la “pulcritud” de la familia real, la prensa alcahueta de las conductas desaforadas o delincuenciales, el bipartidismo que garantizaba la seguridad de las cuotas de poder y la defensa de los intereses del gran capital. La gran mascarada de Felipe González y José María Aznar: “España va bien” muestra hoy sus costuras: la seguridad social en bancarrota, la persistente crisis económica, los desalojos de vivienda, el desempleo, el surgimiento de una nueva fuerza emergente dotada de un discurso impugnador y revolucionario, etc. Todo empuja al abismo a esa institución caduca y pintarrajeada que luce los ribetes de un teatro absurdo.
Se juega entonces la última carta. El Rey abdica a favor del príncipe Felipe, con una juventud que proyecte la idea del relevo generacional y casado con una plebeya para remozar la monarquía con aires de pueblo. Toda la prensa española se lanza a vender el nuevo producto: “El último sacrificio de Juan Carlos por la democracia”; “un monarca necesario”; “primera Reina plebeya en la historia de España”, “un Rey joven y preparado para las nuevos retos del país”, etc. La televisión rosa y monárquica arma su sainete de bombos y platillos, derritiéndose en la imagen adelantada de la coronación.
Pero, el fracaso asoma pronto. Sólo hizo falta que Pablo Iglesias, el líder de Podemos, dijera: “Si Felipe quiere ser Jefe de Estado que acuda a unas elecciones. Este es una oportunidad histórica para que España avance hacia una verdadera democracia”. De inmediato se encendieron las conciencias republicanas, se activaron las redes sociales y se llenaron las plazas del país desbordadas por un solo grito: ¡Democracia! ¡Todo el poder para el pueblo!