"No es posible resolver los problemas del mundo con el mismo
modo de pensamiento con el que fueron creados"
(Albert Einstein).
Que con la pandemia actual y el confinamiento de los humanos, ejemplares de la fauna tomen las ciudades y los niveles de contaminación atmosférica disminuyan, es una muestra de los frágiles equilibrios naturales trastocados y alterados –a lo largo de décadas– por la relación contradictoria sociedad/naturaleza. Jabalíes caminando por las calles desiertas de Barcelona; un puma por las avenidas de Santiago de Chile; pavorreales deambulando por las calles de Madrid; gamos descansando en las aceras de Harold Hill (Inglaterra); patos y cisnes nadando en ríos europeos; cabras tomando el sol en la Iglesia de la Santísima Trinidad en Llandudno (Gales); ciervos caminando por calles de Nara (Japón); o vacas transitando por las avenidas de Nueva Delhi, son evidencia de ese retorno de los animales a hábitats de los que fueron despojados.
2016 y 2019 fueron los años más calurosos registrados en la historia de la humanidad. El cambio climático es un fenómeno que trastoca los equilibrios naturales; sin embargo, no es el único. Catástrofes de la naturaleza como los incendios forestales que –entre 1997 y1998 y a causa del calor– destruyeron 9 millones de hectáreas de selvas y bosques de la Amazonia, Centroamérica, México e Indonesia; la canícula experimentada en Europa durante el 2003 y los cerca de 30 mil muertes que dejó a su paso; el huracán Katrina y otros más que durante el año 2005 golpearon las costas estadounidenses, devastando sus ciudades y la economía regional; entre el 2011y el 2013, murieron millones de cabezas de ganado y fue estropeada la actividad agrícola en las regiones del sur de los Estados Unidos y el norte de México como consecuencia de una agresiva sequía; en tanto que el 2019 fue un año signado por masivos incendios forestales que afectaron la Amazonia, Australia, California y Siberia.
Estas catástrofes naturales se entrelazan con pandemias (gripe porcina, gripe aviar, por ejemplo) originadas en la destrucción –a través de la ganadería intensiva– del medio natural de animales silvestres portadores de virus y bacterias; el uso de agroquímicos nocivos en los alimentos que llegan a la mesa de las familias; y las actividades agroindustriales orientadas a la producción masiva de huevo y carne porcina y avícola.
Lo anterior no remite a eventos casuales o meros accidentes, sino que se relacionan estrechamente con la mano del hombre y, particularmente, con la lógica contradictoria, explotadora y depredadora del patrón de acumulación imperante. Toda destrucción de la naturaleza deja grietas en la tierra y revierte sus efectos sobre la vida humana misma. Estas reacciones de la naturaleza no son causadas por el conjunto de la humanidad, sino por la lógica de un proceso (des)civilizatorio que privilegia el extractivismo y la superexplotación de la clase trabajadora y del medio natural. Se trata de un modelo de sociedad estratificado, concentrador y desigual controlado por el 1% de la población mundial, que devasta el medio natural y reproduce la marginación, la exclusión social y la desigualdad.
En esta contradictoria y destructiva relación sociedad/naturaleza, más que antropoceno (concepto popularizado por el Premio Nobel Paul J. Crutzen), vivimos la era del capitaloceno (término éste último introducido por Jason W. Moore), traducida en una crisis civilizatoria que subsume la naturaleza al irrestricto imperativo del afán de lucro y la acumulación de capital desbocada y concentrada en pocas manos (según OXFAM, 70 millones de seres humanos poseen una riqueza mayor que siete mil millones de habitantes). Capitaloceno y no antropoceno es la categoría adecuada para remitirnos a la devastación ambiental movida por el desbocado afán de lucro y ganancia. La naturaleza es condición básica de la sociedad y la vida; destruirla, socava a la humanidad y al mismo capitalismo; y ello se pierde de vista en las concepciones de las élites políticas y empresariales. En el capitaloceno –que cierne una sexta extinción sobre la humanidad– no basta con comprender la génesis y consecuencias del cambio climático. Lo verdaderamente relevante es adoptar políticas de Estado y modificar sustancialmente el estilo de vida y los patrones de producción y consumo. La esperanza radica en que la presente pandemia contribuya a abrir el pensamiento para asimilar los alcances y desafíos que impone esta destrucción masiva de la naturaleza.
Las consecuencias de la pandemia del Covid-19 evidenciarán un cambio civilizatorio de enormes proporciones. No solo representará la crisis y decadencia del actual patrón de acumulación extractivista y depredador, y de las formas de Estado hasta ahora conocidas, sino que redundará en la emergencia de nuevas instituciones, narrativas y significaciones que, en sus causas y efectos, se magnificarán con la globalización, la densidad urbana, la ganadería intensiva y las migraciones.
A su vez, la pandemia acelera tendencias como el nativismo y el neoaislacionismo; la postración del Estado como forma de organización social capaz de resolver los problemas públicos y de emprender una acción colectiva global para hacer frente a problemas complejos de alcances también globales; la crisis de legitimidad de sus instituciones; la irradiación de sentimientos y odios xenófobos, etarios, homófobos, y otros nuevos que –como en el caso de México– laceran y discriminan a médicos, enfermeras y ancianos. Detrás de estos fenómenos subyace la era de la incertidumbre y el síndrome de la desconfianza, que acompañan al individualismo hedonista y a esa misma postración del Estado.
Esta crisis institucional se evidencia en la saturación de los hospitales y morgues de ciudades como Nueva York que, ante las cuantiosas muertes de las últimas semanas, se recurre a fosas comunes en Hart Island para sepultar los muertos causadas por el coronavirus SARS-CoV-2.
El fetichismo del Producto Interno Bruto (PIB) como símbolo numérico de la creación y crecimiento de riqueza, conduce a considerar la dimensión cuantitativista de la crisis epidemiológica y sus efectos económicos. Es una manifestación más del capitaloceno y de la falta de consideración respecto a la vida humana. A infinidad de analistas no les importa, en sí, el costo sanitario y económico que asuman los individuos y familias, sino las variaciones de este indicador en el tiempo y los recursos presupuestales necesarios para restablecer su tendencia al alza y hacer de la aritmética y la estadística la ciencia que orienta las decisiones públicas. En una exaltación de la aporofobia –término introducido por la filosofa española Adela Cortina, para referirse al rechazo, odio y discriminación hacia los pobres–, preocupa el "rescate" de las empresas privadas con recursos públicos, pero no los 2000 millones de individuos que laboran en la informalidad, ni los 17 millones de desempleados sumados en Estados Unidos durante marzo y los primeros días de abril, o los 14 millones de despedidos en América Latina.
De ahí que se perfile la tendencia de un nuevo (des)orden mundial no sin el capitalismo, sino con un reformismo ultraconservador de este modo de producción y de su proceso civilizatorio fundamentado, cada vez más, en el egoísmo atomizado y tecnologizado, y en un Estado movido por el endeudamiento masivo, el aislacionismo, el nacionalismo económico, y la restricción de las libertades fundamentales, y dirigido por élites políticas nativistas, conservadoras y xenófobas. Las políticas anticíclicas, que se regirán por las masivas transferencias de recursos públicos a manos privadas, serán una constante para fortalecer a la banca y a los monopolios manufactureros. Pero estas estrategias, adoptadas por quienes originaron la crisis económica de los últimos lustros, ni de lejos, serán algo similar a las funciones del Estado keynesiano del siglo XX. El nuevo tipo de Estado que se perfila se regirá por la biopolítica, el panóptico digital y la adopción de dispositivos tecnológicos para controlar la mente y los cuerpos de los ciudadanos. El modelo chino, dotado de una aplicación llamada Suishenban y movida por el big data y la geolocalización, y mediante el cual se ejerció la contención de la pandemia y la identificación de la temperatura de los ciudadanos enfermos, será exportado a otras naciones, con la consecuente pérdida de libertades tras la inoculación del virus del miedo y el pánico y la aplicación irrestricta de la manu militari. Por su parte, las relaciones internacionales tenderán a fragmentarse y la cooperación interestatal a diluirse en un mar de acciones estatales inconexas regidas por el "sálvese quien pueda". Los problemas públicos y las crisis serán globales y no transitorios, sino sistémicos; pero la actitud y aptitud para emprender una acción colectiva global, brillarán por su ausencia debido a la incapacidad, descrédito e ilegitimidad de los Estados y los organismos internacionales, cada vez más atacados por las posturas neoaislacionistas.
El presente lapidario, instaurado por la crisis sanitaria, se torna futuro que transformará radicalmente las relaciones sociales e interestatales. De cara al confinamiento masivo, la esclerosis de las instituciones, y las noticias falsas que pulsan el botón instintivo y primario del miedo, únicamente resta la reivindicación del pensamiento razonado, de la cultura política y el ejercicio de los derechos ciudadanos, con miras a perfilar un nuevo contrato social en las naciones y en el ámbito de las relaciones económicas y políticas internacionales. Se trata de un cambio de ciclo histórico, que –si no se actúa en sentido contrario– prolongará la decadencia del capitalismo y de sus entramados institucionales. Y los pueblos están llamados a levantar su voz y a organizarse para tomar decisiones.