A lo largo de múltiples columnas escritas y publicadas desde marzo del presente año, enfatizamos en el carácter multidimensional de la pandemia y en la convergencia de múltiples crisis y colapsos que se sintetizan en ella como hecho social total. No solo es un fenómeno sanitario/epidemiológico, sino que –a partir de las decisiones públicas y corporativas tomadas– extiende sus manifestaciones y acelera los cambios en esferas como la política y las funciones del Estado (https://bit.ly/2Z3YYre); la económico/financiera y la transición del patrón energético/tecnológico, con sus consustanciales impactos en el campo laboral; la cultura y las prácticas y hábitos de socialización; la dimensión ambiental de la existencia social y las respuestas que espeta la naturaleza ante la devastación por obra y gracia de la mano del hombre (https://bit.ly/3ekjIkb); la geopolítica y la reconfiguración profunda de las relaciones económicas y políticas internacionales, con su consustancial lucha por la hegemonía del sistema mundial (https://bit.ly/3fULDsl); la tergiversación de la palabra y la construcción del poder desde los mass media (https://bit.ly/2VOOQSu); e, incluso, en el ámbito de las emociones y de los comportamientos cotidianos de los ciudadanos, penetrados –en este contexto– por la incertidumbre, la angustia, el miedo, la soledad y la impotencia.
Ninguna de esas dimensiones está desfasada del resto. Existen interrelaciones e interdependencias entre ellas; así como condicionamientos recíprocos que perfilan a la pandemia como un sistema complejo con manifestaciones y efectos macroliminales de largo alcance. Es, aunque no por sí misma, un acelerador de un cambio de ciclo histórico (https://bit.ly/2YpCNgd) que no dejará indiferente a nadie.
No solo cambiarán –ya cambian desde el inicio del brote epidémico– las relaciones cara a cara ante la zozobra y desconfianza despertadas por la irradiación del virus y las posibilidades de exponerse al contagio y a la muerte. Sino que cambiarán las formas y los fondos del campo laboral y el proceso de trabajo como consecuencia de la aceleración de la transición a un patrón tecnológico fincado en la robotización, la inteligencia artificial y la tecnología del internet 5G (https://bit.ly/2Z3YYre). El Estado, atacado desde los años setenta por el mantra del fundamentalismo de mercado, ya avizora nuevos cambios en sus funciones y se apresta a erigirse en una Estado sanitizante regido por el higienismo y una mayor intervención en la provisión de los cuidados; aunque condicionado por el grillete del hiper-endeudamiento derivado del socialismo de los ricos y no del mayor gasto en los Estados del bienestar o en las políticas sociales focalizadas. Lo que estará por verse en los siguientes años es si este Estado logra revertir el déficit de legitimidad, confianza y consentimiento que –como en la obra Saturno devorando a su hijo, pintada por Francisco de Goya– le infieren los ciudadanos en la era del descontento y la desilusión.
A su vez, la geopolítica y geoeconomía del capitalismo comienza a perfilar renovadas relaciones económicas internacionales con una geometría que no tiene en el horizonte a la pax americana como hegemonía indiscutible. El poder global se tejerá a partir de alianzas estratégicas marcadas desde la tripolaridad protagonizada por Estados Unidos/China/Rusia; por lo que es altamente probable que se perfile una nueva institucionalidad para regular la economía mundial y la política internacional. Estará por verse el papel que desempeñarán en estos procesos los organismos internacionales que emergieron del pacto de la segunda post-guerra. Más importante aún, estará(n) por verse la(s) modalidad(es) de acción colectiva global que despunten con los nuevos arreglos y con el choque que supone la crisis sistémica y estructural del capitalismo y el agotamiento de los territorios destinados a expandir la acumulación de capital.
La noóesfera (el escenario de la inteligencia y de las ideas) y el mundo de la construcción de las significaciones a través de la palabra, con el advenimiento de la era post-factual experimentarán un asalto mayúsculo al sembrarse la desconfianza y el descrédito respecto a la palabra y el argumento razonado. Con la post-verdad, la pandemia evidencia la sacralización de la mentira y el rumor, así como la defenestración de la palabra y la razón en el debate público y en la construcción de las decisiones públicas. Justo en ello consiste la tergiversación semántica que, aunada al negacionismo y a la incentivación del odio y la disputa, vilipendian a la razón y al ejercicio del pensamiento crítico. El periodismo de investigación y –sobre todo– las ciencias y las humanidades tendrán una tarea monumental en el mundo post-pandémico para reivindicar el peso de los hechos y la validez y vigencia de la palabra. Esta labor será fundamental para inspirar y orientar el proceso de toma de decisiones en los distintos ámbitos de la vida social, pues sin esos mínimos referentes las políticas públicas y las estrategias de intervención perderían la brújula y serían invadidas por el desatino y los discursos que no enfatizan en las especificidades de los problemas públicos locales/nacionales.
La reivindicación, recreación, actualización y potenciación de las funciones tradicionales de la universidad (https://bit.ly/3fPmlfz) será crucial en ese proceso de retorno a la palabra y la razón, en medio de las dispuestas por arrinconarla en la enseñanza telemática.
La intimidad es otro de los ámbitos de la vida social que es trastocado con la pandemia y la gran reclusión. Ello es un tema obviado en buena medida, y ni por asomo y equivocación lo abordan la mayoría de los mass media convencionales. Sin embargo, la vida de individuos y familias cambió con el confinamiento. Especialmente, los desposeídos y los sectores sociales desfavorecidos y excluidos ascendieron a la sociedad de los prescindibles. La orfandad laboral está generando altas dosis de ansiedad y angustia en medio de escenarios signados por la incertidumbre. Al miedo por la posibilidad de contagio y muerte, se suma la fragilidad emocional de los individuos y la impotencia por no contar con un mínimo control sobre sus vidas y su futuro inmediato. Quizá ello sea uno de los temas más silenciados y subsumidos en la construcción mediática del coronavirus, pero que lacera la cotidianidad y las seguridades de miles de millones de habitantes. Es urgente que se genere y atraiga la atención de los tomadores de decisiones respecto a las sutilezas que dichos fenómenos suponen.
El avasallamiento de la intimidad se manifiesta, incluso, al llegar la muerte en los tiempos de la pandemia. Al dolor que enfrentan los deudos por la pérdida de un ser querido por cualquier causa y no solo por el Covid-19, se suma la ansiedad y la modificación de los rituales tras cesar la vida. Pacientes desconectados premeditadamente de los respiradores artificiales por la edad o por su condición de enfermos terminales; cuerpos sin recolectar en los hospitales por los servicios forenses y funerarios (Guayaquil, Ecuador); el hedor putrefacto proveniente de camiones con cadáveres refrigerados (Nueva York); fosas comunes para sepultar a muertos por el nuevo coronavirus (Brasil); los duelos incompletos ante muertes inesperadas y ante la celeridad del sepulcro en aras de evitar el contagio; los pacientes que padecieron otras enfermedades y que fueron abandonados por privilegiar en clínicas y hospitales el tratamiento del Covid-19, entre otros hechos, multiplican el dolor de individuos y familias, al tiempo que acentúan su vulnerabilidad, la crueldad y la orfandad emocional.
Algunos especialistas comienzan a hablar de una especie de entumecimiento psicológico a medida que aumentan las cifras de muertos por obra del Covid-19. Esto significa dosis de indiferencia y apatía ante la enfermedad, pues una sola muerte puede asumirse como una tragedia monumental y que cimbra las emociones al gestarse tristeza, desconsuelo y duelo, pero las muertes en masa, al anunciarse, inducen la pérdida de sensibilidad ante la simple estadística y hasta el desdén por el dato. No es posible para el cerebro humano asimilar y procesar datos tan grandes en pérdidas de vidas humanas (léase https://bbc.in/30o64rn). Entre más personas mueren, más irrelevante resulta para las audiencias debido a la sobresaturación de Información y a la desestabilización que esto genera. Ello, por supuesto, atenta contra sentimientos como la compasión y la empatía; al tiempo que aflora mayor individualismo y egoísmo.
Los anteriores son temas propios de la intimidad y de la vida familiar, pero –a su vez– representan problemas bioéticos relacionados con decisiones públicas y con el diseño de estrategias para responder a ellos a partir del respeto a la dignidad del ciudadano vivo o muerto.
De esta forma, la incertidumbre tiende a radicalizarse y la vulnerabilidad estalla en la cara de la humanidad como la única certeza que recuerda, de manera incisiva, nuestro carácter diminuto y efímero.
Cabe acotar que cualquier escenario esbozado, sea para el curso que tomarán las relaciones internacionales o la vida en las sociedades nacionales en el mundo post-pandémico, parte de condiciones de incertidumbre que tornan a esos escenarios como parciales o incompletos. Solo el paso de los acontecimientos le darán forma acabada al mundo por venir. Pero lo que sí es una certeza es que la conflictividad estará presente en los siguientes años y décadas, y ésta afectará a aquellas naciones que menor densidad y solidez institucional posean.
La crisis sistémica y ecosocietal, signada por la extrema desigualdad del capitalismo, se desdobla en múltiples colapsos, en los cuales la pandemia y el fenómeno estrictamente epidemiológico son solo un botón de muestra y la consecuencia más acabada. Como dicha crisis incide en la totalidad de la sociedad y en todas y cada una de las estructuras, pensar en el tipo de decisiones públicas que se necesitan para hacer frente a estos cambios, representa un desafío no solo técnico y relativo a la gestión de los problemas públicos, sino también político e, incluso, teórico/epistemológico.
Si las sociedades que habitamos en los tiempos previos a la pandemia, se encontraban preñadas por la incertidumbre, los riesgos, la contingencia, y por la intensificación de los procesos de globalización, estos fenómenos se exacerbaron con el asalto del coronavirus SARS-CoV-2. No solo fue raptada la vida pública por el higinismo y la propensión sanitizante de los Estados, sino que el ciudadano fue desterrado del espacio público, así sin más, bajo la excusa de "evitar el contagio".
Las consecuencias de esto último no solo podrían sepultar las posibilidades de una real democracia, sino que refuerza las tentaciones autoritarias de las élites políticas y corporativas. Los procesos de exclusión, en tiempos de pandemia, penetraron como humedad el ámbito de las decisiones públicas, y pese a la expansión de la plaza pública digital saturada de individuos atomizados, disgregados y fanatizados con la catarsis que les permiten sus prejuicios y dogmatismos, los visos de participación real y fundamentada en argumentos razonados brilla por su ausencia.
¿Qué tipo de decisiones públicas necesita la humanidad en este contexto y de cara a los escenarios futuros que se abren con el cambio de ciclo histórico acelerado a través de la pandemia?
En principio, se precisa de un nuevo Estado, que no sea el regido por la ideología del fundamentalismo de mercado de las últimas cuatro décadas; ni aquel movido por las políticas económicas keynesianas de la época anterior. Como la conducción de este nuevo Estado estaría, con toda seguridad, liderado por las mismas élites tecnocráticas –salpicadas, en ciertos casos, con dosis de progresismo nacionalista–, se precisa de un nuevo pacto social entre el sector público, la iniciativa privada y la clase trabajadora. Y, ante ello, se impone la urgencia de la formación de un nuevo ciudadano dotado de información y conocimientos válidos y sujetos a contrastación.
La clave de todo este proceso, en parte, está en las disputas en torno a la construcción de significaciones y en la apropiación de la palabra. Ambos son territorios de lucha y de creciente manipulación y tergiversación. Entonces, las decisiones públicas no escapan a esta lógica que forma parte de la configuración de los dispositivos de poder.
De esta forma, las decisiones públicas precisan asumir las condiciones de incertidumbre e imprevisibilidad acelerada con la pandemia. Y, a partir de allí, sentar mínimas bases desde el Estado para la construcción de certezas y márgenes de maniobra para las sociedades locales/nacionales. Sin entramados institucionales sólidos y despojados de intereses creados, los Estados difícilmente se desapegarán del fundamentalismo de mercado que es –en gran medida– la causa principal de la crisis sistémica y ecosocietal contemporánea.
Despojarnos también del mantra incuestionable de la austeridad fiscal es un imperativo impostergable para liberar a las decisiones públicas de esa racionalidad perversa que succiona la riqueza hacia arriba y la restringe hacia abajo hasta llevar a la inanición a los sistemas educativos, sanitarios y de seguridad social. Sin un combate en el plano de las ideas respecto al imperialismo de la racionalidad tecnocrática que instaura al individualismo hedonista en la vida cotidiana, sería complicado conducir las decisiones públicas por nuevos cursos que no sean los del corporativismo clientelar o los del presunto equilibrio entre la oferta y la demanda.
A su vez, sin la convergencia de miradas interdisciplinarias y de múltiples campos del conocimiento, la toma de decisiones y el diseño de políticas públicas continuarán desprovistas de la diversidad de saberes y desapegadas del pensamiento crítico. Romper los diques de esa insularidad, no solo es un asunto académico/intelectual, sino también una urgencia política que contribuya a introyectar en los tomadores de decisiones la noción de sistema complejo al observar e intervenir en todo problema público.
La pandemia no solo acercó los espacios locales a los problemas públicos de otras latitudes, sino que en los entornos más inmediatos se replicaron fenómenos que creíamos ajenos y distantes. La globalización no solo acerca y sincroniza en tiempo real a las comunidades humanas, sino que las expone al vértigo de los flujos transcontinentales, a la sociedad de redes, y a sus efectos sociales, epidemiológicos y ambientales negativos. Si las decisiones públicas no reparan en ello, no solo estarán desfasadas de las nuevas realidades, sino que nacerán en un mar de ostracismo y desconexión.
La reivindicación y reincorporación de derechos como la salud y los cuidados son necesarias y fundamentales en las nuevas agendas públicas, pero no será suficiente para contener y revertir la crisis sistémica y ecosocietal contemporánea acelerada por la pandemia. El problema es –y, a la vez, no únicamente– epidemiológico. Por tanto, las decisiones tomadas al respecto no solo se limitarían a lo estrictamente sanitario –que, en sí, es una urgencia que demanda atención–; pues tendrían que apuntar a reconfigurar las formas de organización social y las mismas estructuras de poder, dominación y riqueza. Y ello, forzosamente, no escapa a la imperiosa necesidad de abordar fenómenos como la explotación, la desigualdad social e internacional, la exclusión, el subdesarrollo, y las asimetrías de poder en la economía mundial y en la política interestatal. Ello, por supuesto, demandaría nuevas formas de acción colectiva global.
Las políticas públicas difícilmente podrían atemperar aquellos fenómenos que asaltan por sorpresa a las sociedades humanas. Sin embargo, toda decisión pública tendrá que incorporar en sus parámetros y alcances la posibilidad de que las epidemias serán recurrentes a lo largo de las próximas décadas. Por lo que es necesaria la capacidad de previsión y de prevención en todos los frentes.
Más que asumir, como lo hace el Director General de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, de que "el virus es el enemigo público número uno", es urgente plantear en las decisiones y políticas públicas que el principal problema de la humanidad es la creciente explotación (en partida doble, al afectar a la naturaleza y a la fuerza de trabajo), la exclusión social y la desigualdad que, entre otras cosas, multiplican y exacerban los efectos de fenómenos como las epidemias. Si se insiste en no atacar las causas profundas de los problemas públicos, no solo se evade el sentido de la realidad, sino que se perpetúan sus efectos y se reproducen los círculos viciosos. A diferencia de quienes asumen que la realidad social está sobre-diagnosticada, consideramos –con el mayor de los ánimos constructivos– que los diagnósticos jamás estarán de sobra, pues éstos se nutren y rectifican mutuamente a partir de la convergencia de múltiples miradas que abordan distintos ángulos sobre el mismo problema público. Cierto es que podrían existir diagnósticos sesgados, sujetos a la tendenciosidad ideológica de quien los elabora, o carentes de certezas. Y es allí donde juegan un papel importante los ejercicios de diálogo de saberes y de corrección de los estudios y diagnósticos limitados que inciden en las decisiones públicas y en los procesos de planeación.
Más todavía: desterrar el pensamiento mágico, parroquial y conspiracionista es una urgencia impostergable en el tratamiento de un problema público como la pandemia. Más lo es porque el virus múltiple del prejuicio, la estigmatización, la mentira, el rumor, el negacionismo y la insidia, pueden penetrar como humedad al conjunto de las decisiones públicas y hacer del colapso ecosocietal una posible extinción de la humanidad. Solo el pensamiento crítico, llevado a sus últimas consecuencias y a su contrastación sin dogmatismos, ayudaría a encontrar la luz en este profundo y oscuro túnel. Justo en ello radica el poder transformador del conocimiento razonado como praxis. En medio del extravío, la crisis de sentido y la confusión epocal, solo el conocimiento sistemático, argumentado y despojado de intereses creados despejará el camino para erradicar la tergiversación semántica que controla e inmoviliza el cuerpo, la mente y la conciencia.