Luis XIV fue probablemente el rey más rey de todos. Es que no era solo un rey sino un distinguido ideólogo y hasta semiótico.
Su ciclo circadiano estaba acentuado por ceremonias que empezaban cuando se levantaba y terminaban cuando se acostaba y a veces ni en ese momento, porque si decidía yacer con la reina debía participarlo a la Corte y retirarse a los palaciegos aposentos ante la vista todos, aunque no vieran lo que sus reales majestades hicieran luego en la regia cama. Pero bastaba que esas acciones pudiesen tener gravísimas consecuencias de Estado para que fuese necesario participarlas a todos. Luego el delfín nacía a la vista de todo el mundo, para que no hubiera duda de que ese crío y no otro era el mayestático sucesor. Apenas salía del seno materno, era entregado a un selecto grupo de altas marquesas y duquesas, que se encargaban de certificar para siempre que ese y no otro era el legítimo delfín. Cualquier duda sobre ello podía conducir a interminables guerras civiles.
El rey se retiraba a dormir y un conjunto de caballeros de la más putrefacta aristocracia lo desvestían, pues el cuerpo del rey no podía ser tocado por plebeyos. De ahí nos viene la expresión «tratar a cuerpo de rey». Era un gran honor servir al rey, por supuesto, y por ello uno de los cargos más codiciados era el de caballerizo del rey, pues tenía acceso cotidiano a su real majestad. En fin, el caballero de mayor privanza del soberano le quitaba la ropa, que pasaba al caballero que le sucedía en favoritismo y así hasta el de menor rango, que salvaguardaba los regios paños en el principesco armario. A la mañana siguiente se repetía la ceremonia en reversa.
Así, desayunar se hacía en público, ante los súbditos de cualquier rango social, que se ataviaban con ricas telas disponibles en un vestidor para que sus trapos indigentes no desentonasen con el boato de Versalles. El palaciego desayuno tiene que haber sido una ceremonia digna de ver y precisamente fue una de las causas de la impopularidad de su serenísima María Antonieta, pues suspendió aquel ritual. A la madre de todas las sifrinas le fastidiaba ser actriz del populacho. Y cuando no había pan, comía tortas.
En medio de un altercado con un grande de Francia, Luis XIV tomó su cetro una tarde, lo partió en dos y lo lanzó por la ventana.
«Para no apalear a un gentilhombre», explicó.
El sol se pone a finales de agosto, el día de San Luis, en la escrupulosa bisectriz del Palacio de Versalles, que está orientado así deliberada y astronómicamente y diseñado en forma de cruz, de modo que el corazón de Jesús se halle en el medio del Salón de los Espejos, el lugar del Trono, y la divinal cabeza la ocupe la Capilla de palacio. El rey se situaba en un palco especial de ella, cercano a una claraboya que daba hacia el Cielo, de modo que las plegarias de los aristocráticos fieles fluyeran a través de él, como terciante de Dios en la Tierra. El sol se refleja, pues, ese día en el enorme espejo de agua que está allende los jardines y proyecta su potente luz veraniega sobre el Salón de los Espejos que se incendia de sol reflejado por todas partes en homenaje eterno al Rey Sol. Pase lo que pase con el palacio, el sol se pondrá ese día en esa bisectriz, para siempre.
Un día, como es natural, alguien preguntó por qué no simplificar tanto ceremonial, que amén de fatigoso era costoso, pues cada desfile, cada misa, cada cambio de mando, cada salida y cada llegada a palacio implicaba pompa y circunstancia, con trompetas, caballos, pendones, genuflexiones, peanes, coreografía, etc. Todo lujoso, todo carísimo. Respondió el majestuoso semiótico:
«No puedo explicar a todo el mundo todo el tiempo su relación con el poder. En cambio con la ceremonia todo el mundo entiende de inmediato».
Eran actos de Estado.
Dicen que Luis XIV lanzó la memorable sentencia: « L'État c'est moi », 'el Estado soy yo'. No lo dijo exactamente con esas palabras, pero lo implicó en varias parrafadas y en todas estas y otras ceremonias sin fin. Pero no era un déspota, al menos en el sentido del Diccionario de la Real: «Soberano que gobierna sin sujeción a ley alguna». Porque por enorme que fuese su poder de Rey Sol, tenía que obedecer leyes, disposiciones, aguantarse unos Estados Generales que no siempre le eran tan sumisos como él deseaba y ni siquiera podía apalear a ciertos gentilhombres.
Los medios de comunicación no. Ni los sátrapas orientales ni los tiranos antiguos ejercían una hegemonía tan ilimitada. En primer lugar porque los sátrapas eran apenas los encargados de un gobierno provincial, obedecían a un rey y su poder, con ser grande, era limitado. Había normas, había fueros, había pariguales que tenían que honrar. Los sátrapas han cogido mala prensa hogaño, pero no eran tan brutales como se les pinta. Lo mismo ha ocurrido con los tiranos, algunos de los cuales eran muy populares y queridos en la Grecia Antigua.
Los medios no. Más que los sátrapas, más que el tirano más cruel, ejercen un poder inacabable. Desempeñan lo que hemos llamado «inquisición mediática». Es decir, su acusación equivale a la sentencia de culpabilidad y no se puede hacer nada contra eso, pues no hay derecho a defensa, ni a promoción de pruebas, ni posibilidad de absolución ni de apelar ante ninguna instancia de alzada. Y si por alguna extraña y excepcional razón te declaran inocente, siempre quedará la duda de que si lo dijeron «por algo sería».
Un día declaran que los talibanes son «soldados de la libertad», como los llamó Reagan y los ensalzó Rambo III, y otro día decretan que merecen la muerte y que hay que arrasar varios países en la ejecución de la sentencia: Afganistán, Irak, Palestina, Paquistán y los que faltan...
Son inimputables: un dueño de medio acapara vehículos, instiga a la guerra civil, extermina especies y cuando se le acusa se arropa con gran escándalo y ofensa en la libertad de expresión, declarándose perseguido político. Y encima pide que los pobres lo ayuden a pagar los impuestos de ricachón que evade, como todo ricacho. Reyes hubo que fueron depuestos y hasta decapitados. Pero los actuales medios pretenden una impunidad infinita, como Silvio Berlusconi, el bacán de pesos duraderos.
En Venezuela y en muchos otros países han terminado ejerciendo una hegemonía absoluta sobre los partidos políticos y sobre el resto de los empresarios. Determinan quién gana y quién pierde el poder. No hay elección válida que no cuente con su fianza. Si declaran que hubo fraude siempre queda gravitando la sombra de la duda, como en el Referendo de 2004, que Hugo Chávez ganó holgadamente, con el aval unánime de más de 300 observadores internacionales, el Centro Carter y la OEA, a cuyo solo dictamen se acogieron y perdieron. Luego impusieron a la oposición el retiro de las elecciones parlamentarias de 2005, con la idea de deslegitimar el gobierno, y pocos parlamentarios de oposición osaron desobedecer la mediática cuan estúpida orden, porque no tumbaron el gobierno y se quedaron sin parlamento.
No informan sobre la realidad porque la decretan. Manipulan los espíritus mediante técnicas de control mental y de programación emocional. Hay estudiosos de alta calidad profesional que han caído en la trampa y repiten como loros lo que dicen los medios y luego dicen que ellos no ven esos medios. Porque lo más atroz es que sus víctimas se creen autónomas y que por tanto piensan por sí mismas.
Insuflan ideas transgénicas, que desplazan todas las demás y tienen una sola fuente de alimentación.
Y sin embargo, los pueblos de la América Latina les hemos localizado su talón de Aquiles: su omnipotencia se trueca en omnidebilidad cuando se rompe la ilusión de unanimidad que implantan. Basta una voz disidente que grite que el rey va desnudo para que se derrumben como el Castillo del traidor Klingsor, cuando el santo varón Parsifal no cede a los arrumacos de la bella, malvada y seductora Kundry. Basta que alguien no les crea para que cunda su descrédito, como el 13 de abril de 2002, luego del golpe, en pleno rescate de la democracia por parte del pueblo, que era la Gran Noticia, pero los medios solo transmitían dibujos animados. Como si durante la Toma de la Bastilla los medios de entonces hubieran escrito, como ese día garabateó Luis XVI, el nieto del otro, en su diario íntimo: «Nada».
Son tan frágiles como el Castillo de Klingsor. Vamos a derrumbarlos.