Anoche recorrí a pie unos doce kilómetros por la ciudad de Mérida, desde la Plaza Bolívar hasta la Pedregosa Sur. Bajaba con mi esposa y mi cuñada en medio de una ciudad que en principio se aparecía fantasmal y callada, todo alrededor de unas diez cuadras hacia abajo, tomando por la avenida cinco. Serían como la 6:30 de la tarde cuando ya Nicolás Maduro había sido juramentado como presidente de la República.
Al cruzar la plaza Glorias Patrias nos encontramos con cordones policiales, precisamente allí frente a la Comandancia. Hacia abajo vimos enormes fogatas y multitud de motociclistas cerrando la avenida Urdaneta. Pronto nos vimos entre camaradas que estaban resguardando los alrededores de la casa del PSUV amenazada de ser quemada por los desalmados caprilistas, los eternos instigadores de la inseguridad y de la violencia en Venezuela.
Cómo aman la inseguridad estos tipos.
La aman con locura porque fue el estandarte del programa de Capriles.
Cómo odian la paz y la estabilidad del país.
Cómo les encanta ver crímenes en la prensa.
Cómo adoran con frenesí la sangre.
Por eso habla tanta de la inseguridad, porque es su diosa preferida, su sagrada arma con la que persiguen acabar con el gobierno. Ellos sin la inseguridad, sin la violencia y sin el crimen que prohíjan y ensalzan no serían nada.
En un negocio vimos en un televisor que el candidato perdedor Capriles, le pedía a sus seguidores, con gestos horriblemente torcidos en su rostro de perro enfermo y delirante, encogiéndose como una manapare en su torpe humanidad, que salieran a cacelorear para que drenaran toda la mierda de sus pútridos odios, revanchas, frustraciones, rencores y locuras.
Su llamado era una instigación a la violencia y al crimen, insisto, lo que más ama su corazón sionista pro-norteamericano. Él, el adorador del becerro de oro y de la inseguridad. ¡Cómo le encanta a este grandísimo farsante e hipócrita el tema de la inseguridad, cuando desde que nació la cultiva y la promueve como una de sus más amadas pasiones!
¡Oh, inseguridad, cómo te amo!, dicen todas sus arrugas prematuras, sus ojos desorbitados, su boca aflautada y fofa, sus manos pálidas y sudadas. Inmenso ser cacafónico, de tan babosa y melosa befa.
No podíamos seguir bajando por la avenida Urdaneta porque estaba bloqueada por turbas de escuálidos a nivel de la sede del CNE. Se veía por doquier “el bello espectáculo” de la basura regado por toda la ciudad tal cual le encanta a la pequeña burguesía que hace vida en la Universidad de los Andes. No hay gente más cursi, petulante y engreída que la pequeña burguesía merideña. Le encanta vivir chapoteando en el barro, en el asco, en las melosas melodías del putibundismo sifrinero o mayamero. Qué cosa.
A las 8 de la noche exactamente, comenzó el arrullo ensordecedor y enloquecido de las cacerolas. Y en medio de ese bello concierto de embravecidas estridencias caminamos siete kilómetros. Por detrás del Mercado Periférico, como sombras bajo farolas, grupos de parroquianos sacaban sus ollas para aturdirse como imbéciles. Un hombre pobre les gritaba: “Coño, váyanse para Miami, váyanse para Nueva York o Washington que allá están regalando casas y de todo. Cojan pa' allá...”
Pasamos por barriadas donde era elocuente el poco uso del cerebro y el máximo del martilleo inclemente de las latas. Y había risas sórdidas y gozos indecibles y furiosos a la vez en todos esos oscuros y confundidos rostros. Se divertían estas gentes, instrumentos ciegos de su propia destrucción.
Como en una feria cualquiera, olor a ron, olor a miasmas y fritangas.
Muchas niñas en short brincando y saltando con una perola y un mango en las manos. Mujeres descalzas bailando al son de los golpes que daban a un poste de la electricidad. Tumultos y más tumultos en cada esquina con sus estridencias brutales sostenidas con mucho ánimo durante horas, y pelotones de manganzones con enormes piedras en las manos. Rostros hieráticos e histéricos, torcidos, con una felicidad roma y un sudor enfermizo y desquiciado, danzando al son que les tocaba Globovisión.
El hombre de rostro de perro que vive hablando contra la inseguridad aupándola a los cuatro vientos. Salvajemente hipócrita y miserable, pero con millones de seguidores en el país. Porque hay en el país millones de seres encaprichados y encanallados como él. Una realidad, anoche los veía, millones de ridículos imbéciles como él, y pensaba en Bolívar quien también había arado en el mar, y él que decía: “qué puede un pobre hombre contra un mundo”.
Recordaba también a Schiller quien decía que contra la estupidez ni los mismos dioses pueden.
Pero les juro, yo iba sereno.
Con el corazón sereno.
Cruzamos aquel mar de idiotas enfurecidos con trajes finos que odian y sienten repugnancia por los negros y por los pobres, pero que ahora, con muchísimo asco se les acercan para hacer tronar con algunos de ellos sus infernales artefactos.
Y cuando llegué a mi residencia la turba tenía el tráfico congestionado con enormes fogatas. Los mismos carajitos carprichosos y malcriados que los hay por millones en este país, dejando de jugar nintendo para divertirse quemando cauchos, y jodiendo de lo lindo. Con sus padres, con sus hermanos, como una feria, digo.
Lo que más me ha admirado de todo esto, es descubrir cómo se han reproducido por millones seres caprichosos, malcriados, envanecidos, vacuos y vagos, violentos, torpes, miserables, inicuos e inocuos. Admirable, coño, admirable.
Si alguna vez en la vida alguno de ellos hubiera leído y entendido al menos una líneo de lo que escribió Schonpenhauer no harían esas cosas. Lástima.
Arrecho, hermano.
jsantroz@gmail.com