Entre mayo de 2003 y junio de 2004, Paul Bremer disolvió las fuerzas iraquíes y hundió la economía

El 'virrey' de Bagdad desencadenó el desastre

Lewis Paul Bremer III, también conocido como Jerry Bremer, nunca había dirigido un ministerio o una gran empresa, mucho menos un país. No hablaba árabe. No conocía Oriente Próximo. Y, sin embargo, en mayo de 2003 llegó a Irak con plenos poderes, como un auténtico virrey. ¿Por qué la Casa Blanca eligió a Bremer? Porque era dinámico, optimista y absolutamente fiel al Partido Republicano, en su versión neoconservadora. Bremer ejerció un poder absoluto durante sus 14 meses en Bagdad, y consiguió lo que parecía imposible: empeorar el desastre.

Bremer tenía sus cualidades. Era trabajador, elegante y experto en antiterrorismo. Poseía el físico de un atleta y con 60 años corría maratones. Además, cocinaba de maravilla, especialmente platos franceses: los fogones de su casa de campo en Vermont, hechos a medida, costaron 28.000 dólares (casi 20.000 euros).

Lewis Paul Bremer, hijo del presidente de Christian Dior Perfumes Corporation y de una profesora de Historia del Arte, nació en Hartford, Connecticut, zona residencial de la oligarquía neoyorquina, el 30 de septiembre de 1941. Estudió en las mejores universidades: Yale, Harvard y el Institut d'Études Politiques de París. Trabajó en las embajadas estadounidenses de Kabul y Malawi, fue asistente personal del secretario de Estado Henry Kissinger entre 1972 y 1976 (vivió de muy cerca la retirada de Vietnam), ejerció como embajador en Holanda y, después de jubilarse, asumió la dirección de Kissinger and Associates, la gran consultoría de su antiguo jefe.

En 1999, el Congreso le puso al frente de la Comisión Nacional sobre Terrorismo. En febrero de 2001, meses antes del 11-S, formuló una profecía: "Esta nueva Administración [la de George W. Bush] no presta atención al problema del terrorismo; no harán nada hasta que ocurra un incidente grave, y entonces lamentarán no haberse organizado antes".

En primavera del año 2003, Irak se hundía en el caos. La gestión civil del país ocupado recaía en el general jubilado Jay Garner, un hombre desbordado al que Donald Rumsfeld y Paul Wolfowitz, máximos responsables del Pentágono, ninguneaban y ocasionalmente engañaban. Garner asistió, impotente, a un saqueo generalizado en todo el país.

Bush decidió que Irak necesitaba una autoridad firme, un auténtico virrey. Después de considerar una serie de candidatos, encabezados por el alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, el presidente optó por un hombre propuesto por Dick Cheney. Cuando Bremer, recién convertido al catolicismo, recibió la oferta, tomó de la mano a su esposa y empezó a rezar. Aceptó de inmediato.

Bremer llegó a Bagdad el 11 de mayo de 2003, ansioso por hacer cosas y rodeado por jóvenes neocons tan entusiastas, ideologizados y refractarios a la realidad como él. Sus jornadas eran tremendas: se levantaba a las cinco, corría varios kilómetros, pasaba 12 horas en su oficina de la Zona Verde, se llevaba trabajo al chalet donde vivía, y se acostaba a media noche. Viajaba con frecuencia por el país, a bordo de un coche blindado o de un helicóptero militar BlackHawk, vestido con su uniforme de virrey: traje azul, corbata roja, botas de combate. Quería comprender a los iraquíes, pero no comprendió nada. Le asombraba, y sigue asombrándole, que Irak no abrazara con entusiasmo la "liberación" estadounidense.

En su libro Mi año en Irak, escrito tras su regreso a Estados Unidos sin el menor rasgo de autocrítica, el propio Bremer ofreció, sin querer, algunas claves de su fracaso. Para él, Sadam Husein era exactamente igual a Adolf Hitler, y el partido Baaz era exactamente igual al Partido Nacional Socialista. Por otra parte, su objetivo prioritario consistía en crear una economía de mercado, basada en una industria petrolera privatizada y gestionada por empresas estadounidenses. No contemplaba siquiera factores como la religión, la estructura clánica o los códigos de honor locales.

La obsesión con Hitler y la desnazificación provocó los dos errores por los que Bremer pasará a la historia. El primero, la disolución del Ejército y los servicios de espionaje iraquíes. El virrey se defendió luego argumentando que el Ejército estaba desmovilizado y no existía ya en la práctica; en realidad, prefirió no saber que la desmovilización había sido fomentada, y en ciertos casos negociada, por agentes de la CIA durante la invasión, y que la misma CIA estaba intentando que los militares volvieran a los cuarteles, en el momento en que éstos fueron despedidos. Con un solo gesto, Bremer envió a las filas de la insurgencia a miles de soldados y espías.

El segundo error colosal fue el despido de los funcionarios miembros del Baaz. De un plumazo -la firma de Bremer era ley suprema-, las escuelas, los ministerios y las empresas públicas quedaron vacías.

La gestión de la economía también supuso un desastre. Bremer no contó con que las exportaciones seguían afectadas por el programa Petróleo por Alimentos, controlado por la ONU, ni con que las leyes internacionales prohíben a toda potencia ocupante la enajenación de bienes del país ocupado. Cualquier privatización impulsada por Bremer era ilegal. La administración de los fondos para la reconstrucción, entre ellos 12.000 millones de dólares en efectivo, fue otro fracaso. Unos 9.000 millones, según el inspector especial para Irak, Stuart Bowen, se esfumaron de forma fraudulenta. "No hay que preocuparse por esos 9.000 millones", explicó Bremer a su vuelta, "en realidad eran dinero iraquí".
Lewis Paul Bremer regresó a EE UU el 28 de junio de 2004. Actualmente posee varias empresas de seguridad y da conferencias sobre su experiencia iraquí.


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