Los Estados Unidos se habían convertido en una nación privilegiada porque, como efecto de los estallidos sociales en Europa –especialmente de 1848 y 1871-, centenares de obreros especializados tuvieron que exiliarse y tomaron como sede a ese país norteño de América. Así llevaron sus conocimientos al campo de la producción y del desarrollo de los Estados Unidos.
El capitalismo había superado los escollos del feudalismo. Los obreros habían logrado ser jurídicamente libre para vender su fuerza de trabajo. Sin embargo, el nuevo régimen de producción sometía al proletariado a largas jornadas de trabajo y de explotación. Los obreros seguían siendo las principales víctimas del profundo cambio histórico suscitado por el triunfo del capitalismo sobre el feudalismo. El proletariado fue tomando conciencia de su situación y de la necesidad de luchar por mejorar sus condiciones de trabajo, de salario y de vida. Fue así como aquel 1° de mayo de 1886 los obreros de Chicago hicieron de la jornada de ocho horas la bandera y consigna fundamental de su lucha de clase. Chicago se convierte en el centro neurálgico de atención mundial por la dimensión heroica de la gesta de la clase obrera estadounidense
Jornada de ocho horas
La clase obrera europea era experta en combate de clase. Las experiencias de 1848 y 1871 eran un ejemplo que recorría el mundo. Un fantasma que asustaba a la burguesía. Muchos obreros fueron a trabajar a los Estados Unidos y no sólo llevaron sus conocimientos sino también su ardor revolucionario. La Federación de Sindicatos de Estados Unidos y algunos gremios obreros de Canadá, se llenaban de temor y trataban de asirse a cualquier argumento para echar hacia atrás la ansiada acción por la jornada de ocho horas acordada para el 1° de mayo de 1886.
El 30 de abril, obreros de varias fábricas deciden declarar la huelga para que la aurora del 1 de mayo amaneciera envuelta con calor de hornos y vocación de victoria obrera. El 1 de mayo alrededor de 30 mil proletarios se suman a la huelga y hacen demostraciones pacíficas en las calles tratando que el objetivo se lograra por la persuasión y no por la violencia. No quiso ablandarse el corazón de la burguesía explotadora.
El capital, experto en el dominio de alternativas para quebrar las luchas obreras, empezó a mover sus teclas. Hizo que la aristocracia intentara decidir el rumbo de la lucha; declaró el lockout (cierre de empresas por orden patronal) y produjo un despido masivo afectando a miles de miles de familias de trabajadores. Allí empezó el quiebre. Algunos obreros aceptaron volver al trabajo cuando la huelga exigía un compromiso de realización total.
El 2 de mayo transcurrió con cierta normalidad por ser día domingo. El 3 de mayo comienza la parte dramática de la historia obrera en los Estados Unidos. Los proletarios de la Unión de Trabajadores de la Madera se ganan a más de 6 mil compañeros, entre los que destacan los de MacCormick. Allí se dejó escuchar la voz del líder August Spies, aun por encima de las protestas de un grupo de trabajadores que le acusaba de ser socialista. Les habló, exclusivamente, de la necesidad de conquistar la jornada de trabajo más acorde con la condición de obrero y lanzó el llamado a la unidad obrera para garantizar la victoria. En ese instante sonó la campana de la empresa MacCormick llamando a sus obreros a incorporarse al trabajo. Alrededor de 500 proletarios, asustados de quedar desempleados, comenzaron a abandonar la reunión para corresponder con sumisión al patrón. Una lluvia de piedras cae sobre las cabezas de los desertores. Es el momento en que la policía actúa al servicio del capital. Arremete contra la masa obrera y deja un saldo de un muerto y seis heridos.
Spies, proletario de talle inmenso pero socialrevolucionario muy dado a la emotividad, se llena de dolor y de ira y lanza la consigna de “¡a las armas!”, sin tomar en cuenta que detrás de él no había un ejército sino una masa desarmada y heterogénea que sólo quería una jornada de ocho horas de trabajo diario. La prensa culpa a los anarquistas y a los borrachos, pero una buena parte de los obreros no se tragaron el cuento y preparan una protesta pública en la plaza Hymarket Square. Muy pocos obreros se presentaron y culpan a MacCormick de lo acontecido. Los presentes lanzaron gritos de: “¡a colgarlo... a colgarlo!”. Un orador sereno expresó: “No hagáis cosas inútiles. Cuando estéis dispuesto a hacer algo, hacedlo, pero no amenacéis...”.
Toma la palabra el anarquista Persons para señalar su criterio sobre las migajas que recibe el obrero mientras el grueso de la riqueza queda en manos de los patronos. Luego hace uso de la palabra el obrero Samuel Fielden y la naturaleza dejó caer una intensa lluvia haciendo cambiar el destino del acontecimiento que tiene debajo de sus gruesas e incontables gotas de agua. Se presentó la policía y explotó una bomba. Los agentes del orden capitalista iniciaron una cacería disparando ráfagas de balas a los obreros. Hubo 3 muertos (incluyendo un agente de policía) y más de 60 heridos. Y así se desató la represión persiguiendo a los supuestos culpables del hecho: los anarquistas y los socialrevolucionarios, según la prensa del régimen estadounidense.
El juicio a los <culpables>
El Derecho mostró su repugnable rostro de servicio y sumisión incondicional al capital en contra de la justicia verdadera. Un grupo de dirigentes obreros fue sometido a juicio por varios cargos: Spies, Persons, Fielden, Fischer, Engels (no Federico), Neebe y otros. El juicio tuvo por finalidad estratégica estrangular al movimiento obrero en su parte más clara y combativa.
Los grandes magnates de la economía, la política y la ideología necesitaban dar un escarmiento al movimiento obrero. Para eso el Derecho burgués estaba presto a complacerlos. Está demostrado que la economía en manos de unos pocos convierte al Derecho en azote de los muchos. Pero a pesar de toda la injusticia de los jueces que prometían justicia, el juicio estuvo revestido de una hermosura política e ideológica imposible de negarle a aquellos mártires de Chicago. Ningún proletario enjuiciado imploró misericordia a los jueces que siempre serán tiranos cada vez que condenen a los autores de una justa lucha y causa revolucionaria.
El primero en hablar fue Spies. Con una serenidad increíble y con una capacidad de reto admirable, dijo: “... ¡Colgadme! ¡Porque lo que aquí haréis será pisotear una chispa, pero más allá, y más allá aún, detrás de vosotros, por todos lados, se levantarán hogueras!... ¡Llamad al verdugo; la verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Heuss, en Galileo vive todavía!...”.
Fischer expresó: “Yo protesto la sentencia de muerte, porque no he sido encontrado culpable de asesinato. Pero si he de morir por el hecho de ser anarquista, no protestaré”.
Neebe, quien no fue condenado a muerte, hizo una bellísima expresión de solidaridad con sus compañeros de causa y de lucha. Dijo: “Colgadme a mi también, porque tengo por más honroso morir de una vez que dejarme morir poco a poco...”. Así era la convicción de la justa lucha que libraron esos mártires de Chicago por la jornada de ocho horas de trabajo diario. Hoy, en casi todo el mundo, con la sangre y la muerte de los proletarios de Chicago, existe la jornada de ocho horas de trabajo por día.
Desde entonces, cada 1° de mayo, se conoce en la historia como el día del trabajador. Por su parte el ejemplo de aquellos mártires sigue volando entre brisas y vientos, entre mareas y cantos, entre sueños y esperanzas, entre versos y gritos cargados de justicia. Algún día, tal vez no sea un 1° de mayo, los obreros reunidos y abrazados con campesinos, soldados, estudiantes, intelectuales y marginados forjarán una nueva sociedad para la libertad, la justicia, la paz y la felicidad de todos.
Por eso cada 1 de mayo ronca la esperanza de los jornaleros de Chicago como entonando un canto internacional, llamando a la unidad de todos los que quieran mirar el porvenir con una razón para la dignidad social. Así fue como gritó un cóndor que sobrevoló América: ¡Viva la clase obrera!... y un cazador de capital disparó atravesándole su brillante pecho de rey de las alturas.
Los asesinos de obreros ni siquiera fueron a juicio, porque el Estado les garantiza la impunidad para defender los intereses económicos de la clase burguesa y oligárquica. Luego se supo que el cóndor no murió, sólo quedó herido y así decidió llevar el ejemplo de los mártires de Chicago a todos los rincones del mundo para que nunca se le olvide a la clase obrera, que lleva en sus entrañas el sagrado deber de transformar el mundo para emancipar a todos los explotados y oprimidos en la tierra.
El 1° de mayo fue simplemente una campanada distinta a la de MacCormick. ¡Honor a los mártires de Chicago y honor a la clase obrera que lucha por su dignidad y su redención! Sin el protagonismo de la clase obrera ninguna obra revolucionaria en este tiempo cristaliza como redención de pueblo.