Botamos la bola (para atrás)

La verdad es que me tiene sin cuidado quien sea el candidato presidencial de la derecha venezolana. Viendo y oyendo a Capriles o a Medina (primero y último de los votados), la única diferencia que puedo reconocer en ellos es su origen, en todo lo demás, incluyendo la ignorancia y el desquiciamiento, son iguales.

La verdad es que me importa un comino si votaron un millón quinientos, como lo establece los hechos de la vida o tres millones como lo afirma la MUD. Ellos tienen un techo que está algo más allá de los cinco millones de votantes y eso es definitivo.

La verdad es que no me sorprende en absoluto que sean capaces de estafar de tal manera a sus propios correligionarios, pues en definitiva llevan trece años, sin contar los cuarenta años del puntofijismo, haciéndolo en todos los procesos electorales en que han participado, teniendo o no su control.

Lo que si me produce un enorme asombro, de esos que tumban las bolas al piso, es haber visto y oído a la presidenta del CNE mostrar una rebosante felicidad ante el reconocimiento que la derecha dio a la bajada de pantalones de la institución electoral, esa que mil veces fue denunciada por sesgada, tramposa y corrupta. El dejar de lado todos los controles y mecanismos electorales que tantos años, esfuerzos y luchas costó, por un reconocimiento así es equivalente a un acto de sodomía impuesta.

No acostumbro utilizar este lenguaje pero tampoco sufro de las nauseas que ahora tengo. Para superarlo voy a construir el siguiente símil: una banda de facinerosos traficantes, luego de trece años de haber sido sorprendida una y otra vez, por los cuerpos de seguridad del Estado, en acciones ilícitas de contrabando y narcotráfico, solicitaron a las autoridades respectivas que les permitiera, ahora, llevar adelante actividades lícitas de importación y exportación, utilizando los puertos, aeropuertos y equipos nacionales, pero, eso si, bajo su total control pues no confían en la imparcialidad que los funcionarios oficiales tengan para revisar sus operaciones. Y el Estado aceptó. ¿Por qué sorprenderse entonces del desacato al TSJ?



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Jose Manuel Rodriguez Rodriguez


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