Bajo un sol reverberante tomamos rumbo hacia la amada y gloriosa chusma: los desdentados, el clamoroso lumpen, los desheredados de la tierra o desarrapados, desparramados en unos cuatro kilómetros cuadrados; anegados en lágrimas, con sus portaestandartes o gonfalones hechos con los jirones de sus trapos o con cartones. Deambulábamos por entre polvorientos caminos, sorteando promontorios de botellas plásticas vacías, entre centenares de tarantines que mostraban amuletos, cruces, cristos y santos; franelas, boinas, multitud de fotografías, afiches, banderines, brazaletes, gorras y libros. Polvo, mucho polvo: en el polvo que nos convertiremos: polvo enamorado. Un ardor en el pecho y un nudo en la garganta. Un turbión de soledades en cada rostro.
No sé por qué habían tantos charcos, allí frente a la Academia Militar, donde se encontraba el féretro. De dónde venía esa agua en medio de tanta sequedad y verano. Mi amigo Pausides Reyes caería en uno de esos charcos, y en una lucha feroz pudo sostener firmemente, aferrado a su lugar en la infinita cola, entre sacudidas y tensiones de los dolientes sin consuelo. Y nadie podía detenerse cuando el grupo repentinamente tenía correrse por oleadas de pueblo que se incorporaban a las exequias.
Verdad es nadie quería aceptar privilegios cuando el hombre que velaban nunca los quiso para él ni para su gente más cercana. Yo en aquel instante recordé un Aló Presidente en el que Chávez se molestó porque sus ministros acaparaban los primeros puestos, y entonces él exigió que los más humildes se ubicaran cerca de su asiento. El pueblo debía ocupar el trono principal, dominar todos los espacios y colocarse en el centro de aquella solemne hora y espacio.
Me encontré con gente que llevaba más de treinta horas en la cola que me dijo que ahora tenía una nueva familia y era la gente que le acompañaba en los ires y venires de aquella larga espera, con la que se compartía el agua, el café y la conversa.
Comida no había, pero tampoco hambre.
El sol caía como plomo derretido sobre las espaldas, todos los rostros quemados y ardorosos, y hubo un instante en el que yo no pude más y tuve que salirme de la cola para ir al baño, y me encontré al entrar un piso anegado de agua por todos lados, y en él vi hombres y mujeres, todos guardando su turno en el mayor silencio y respeto. Y allí me sorprendió aún más el valor y el fervor de la gente, porque al lado mío se detuvo a orinar un ciego que se iba guiando con un palo.
¡Dios mío, qué hacen por aquí ciegos! ¿Cómo pudieron llegar?
Claro, el recuerdo de su figura majestuosa se impone sobre todo en los pobres. Los sagrados pobres, tullidos, enfermos, paralíticos, ...
Pero es que el mundo todo espiritual estaba concentrado allí.
Además de ciegos, mucha gente en silla de ruedas, ancianos de ochenta y noventa años, mujeres y hombres con mucho sobrepeso, niños, monjas, indios, gente de los más recónditos lugares de los llanos. Bajo los árboles me encontré gente joven llorando que después de dos días y varios intentos por acceder a la Capilla Ardiente, se habían desvanecido sus colas productos de los embates que se formaban. y trataban de reponer fuerzas para intentarlo de nuevo.
El día jueves, 7 de marzo, partimos de Mérida a Caracas un grupo de compatriotas, para una visita histórica ante el féretro del gran Comandante Hugo Chávez. La salida fue a las 9 de la mañana, y nunca nos imaginamos que con mucha suerte íbamos a tardar doce horas para encontrarnos con el Redentor de los Pobres.
Bajé a El Vigía con el amigo Carlos El Aissami y en el aeropuerto nos encontramos con el gobernador Alexis Ramírez, con los alcaldes Pedro Álvarez (del municipio Campo Elías), Robert Ramos (del municipio Alberto Adriani) y Moisés Pereira (municipio Ramos de Lora), con los legisladores Rodolfo Zerpa, María Alejandra Castillo, Messi Abou Assi, el Director de Planificación Reinaldo Zambrano y el Director de Cultura Pausides Reyes, el profesor Miguel Contreras y el Director de la Imprenta del Estado Manuel Molina. Algunos otros nombres se me escapan. Llegamos en dos buses a Fuerte Tiuna y compactos fuimos avanzando hacia una reja, guiados por un señor que llamaban El Pulpo y que había sido gran amigo del Presidente amado. Oí que El Pulpo regentaba un pequeño cafetín que el Presidente solía visitar en su época de oficial, cuando vivía en Maracay.
Nunca llegaré a saber cómo fue que traspasamos multitudes infinitas y compactas, por la cuales parecía imposible pudiera pasar un alfiler. En esos torrentes humanos fuimos triturados, asfixiados y sacudidos entre oleadas incontrolables, que se desplazaban como una gran serpiente que a la vez contenía grupos de soldados desde una defensa de fuertes barras de hierro. Llegué a encontrarme impotente y tan aprisionado en aquella masa humana que temí fuese a sufrir algún daño en la columna, sobre la que se concentraban codos, nucas y cabezas. Sin poder sobreponerme a aquella avalancha, como reventado un tapón que sujetaba uno de los pelotones de soldados, fui entonces despedido por un río crecido que sobrepasó las defensas metálicas por lo que caí al otro lado en un repentino desagüe humano. Tuve un rato tratando de ver si realmente me encontraba entero y si podía seguir la marcha.
A los amigos del grupo los vi a lo lejos y avancé vivo o muerto para no quedar rezagado. ¿Cuántos torrentes humanos traspasamos?, no lo sé!
Seguimos hasta que llegar a una reja guarnecida por una treintena de soldados. El gobernador Alexis Ramírez me llamó, que me colocara a su lado, pero en cuestión de segundos vi que él se desvaneció entre los soldados quienes luego fulminantemente cerraron la reja. Entonces tuve que ubicarme en otra cola, para que cuando Dios quisiera, poder ir acercándome a la Capilla Ardiente. Allí vi discurrir altos funcionarios, al ministro Navarro; al gobernador de Nueva Esparta y al de Trujillo que fueron altos generales de la república. Vi salir la caravana del vicepresidente Nicolás Maduro, y se llegaron a formar interminables filas con centenares de cadetes con sus maletas, a distinguidas damas y a grupos que transportaban grandes coronas. Y me iba enterando que mis amigos se iban disgregando. Cada cual buscaba la manera de acercarse al lugar soberbio donde reposaban los restos del héroe redentor. Frente a esta verja, se fue congregando un numeroso público que poco a poco fue desafiando a los soldados que controlaban la verja. Cada vez se agregaban más y más soldados para tratar de canalizar el descontento, hasta que apareció un alto oficial con su traje de gala, sus charreteras y condecoraciones, dando órdenes. Una mujer lo encaró:
- Todo eso que usted tiene en su pecho son chapitas de la Polar.
Otra señora muy humilde gritaba:
- Nuestras condecoraciones nadie las ve, pero nos la dio Chávez. Eso de ustedes no vale nada para nosotros. Ustedes no fueron los que defendieron a Chávez el 11 de abril. Eso lo hicimos nosotros, su pueblo. Déjennos pasar.
El alto oficial con mucha paciencia y serenidad trataba de explicarle que si todos entraban se generaría un caos de los mil demonios, y habría incluso muertos.
Pero continuaron las protestas. El oficial, inmutable, sereno y estoico recibía todos aquellos insultos, como diciendo: aquí el que manda es el soberano. Y allí se estuvo en medio del vendaval de protestas hasta que poco a poco se fueron calmando las pasiones.
Pasaban las horas y entonces la sed me destrozaba, y me salí de la cola desesperadamente para tratar de buscar agua. Me estaba deshidratando, y ésto sí lo veía como un grave problema. Me encontré en aquel torrente humano a un viejo amigo que tenía unos doce años que no veía, al profesor Nelson Sánchez. Le pregunté a Nelson dónde podía encontrar agua y me dijo que no estaban repartiendo en ese momento, pero que más adelante, en un chiringuito podía conseguir café. Me dirigí en volandas hacia donde me indicó, preguntando en todas partes por un vendedor de café, pero nadie sabía darme razón. A lo lejos entonces pude ver una cola de gente que llenaba sus botellitas desde una cisterna azul, y tuve que tomar de unos promontorios de deshechos una vacía y me coloqué tras la cisterna. Entonces pude saciarme, hasta casi sentir náuseas, y me llevé varias botellitas, llenas de aquel líquido que salía por una manguera.
Comenzaba a oscurecer. Yo estaba convencido que allí me iba a quedar quizá varios días, sin poder buscar salida hacia la autopista, porque recordaba todos los ríos humanos que había cruzado y si intentaba regresarme tendría que devolverme a través de ellos. El profesor Miguel Contreras me contó que un amigo había enviado comida con un motociclista pero que no sabía a qué hora iba a llegar. Aquello en verdad que me pareció una broma. Estábamos sólo con el desayuno, pero realmente hambre no teníamos. Yo miraba hacia los terrenos de un campo deportivo en los que seguramente me vería obligado a pasar la noche. Aquello era una empresa imposible y no quedaba otro camino que resistir, y a resistir me quedé en aquella cola, con el ánimo sereno. Sorpresivamente comenzó un movimiento: la gente avanzó uno veinte metros, y sin saber cómo nos internamos por unos descomunales pasillos de elevados techos. Pasamos al lado de un enorme comedor, y luego nos encontramos con largas filas de trashumantes perdidos entre órdenes y contraórdenes. Pacientemente nos incorporamos a un grupo que en un jardín esperaba ser organizado, cuando por arte de magia apareció un oficial que ordenó despejar el lugar porque debía velar por la seguridad de mandatarios que llegarían para hacerle honores al Presidente Chávez.
Eran la ocho de la noche. Un amigo me rogó que le diera agua y cuando se dio un trago de las botellitas que cargaba, dijo: “-Verga, esto es puro cloro, pero sabe a agua bendita...”
Nos hicieron devolver por otros descomunales pasillos bastante oscuros. Y aquello se apretujaba al tiempo que íbamos mirando, a lo lejos, la Capilla Ardiente. En este pasillo también nos ordenaron salir porque obstruíamos el paso a aquellos que ya habían pasado por el féretro. Uno de mis amigos me dijo: “-Toma, échate un trago”, y sorbí de una lata caliente algo que parecía un refresco, pero sin gas, que me supo a café viejo y recalentado. Detrás de mí un profesor se quejaba:
- Mis varices, mis varices...
En mi grupo nunca nadie pensó tirar la toalla.
Subimos y descendimos varios escalones, siempre con el terrible presentimiento de que de un momento a otro nos pudieran conducir hacia la salida. Fuimos avanzando como a ciegas, y a través de grandes pantallas observábamos a algunos mandatarios y amigos del Presidente que llegaban a las exequias, y mucha gente que seguía incorporándose a la infinita serpiente de seres humanos que se prolongaban hasta más allá de la avenida Los Próceres. Hasta que finalmente, cruzando un enorme patio donde estaba inscrita la famosa frase de Bolívar mil veces repetida por Chávez (¡Conciudadanos! Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido a costa de los demás. Pero ella nos abre la puerta para reconquistarlos bajo vuestros soberanos auspicios, con todo el esplendor de la gloria y de la libertad.) Y pudimos colocarnos a la entrada del sagrado espacio; pasamos al lado de Dilma Rousseff, de Luiz Inácio Lula da Silva y de Raúl Castro, y allá al fondo, solo, en una silla, pude ver a Adán Chávez, absorto y silencioso. Fui andando en medio de una nebulosa triste, desgarrada, hasta que me encontré con el rostro marmóreo y solemne del Presidente, con su boina y su traje militar, con su sencillez sublime y noble; entré en un vacío, la mente iluminada, el estallido de mil recuerdos, voces familiares como de arengas victoriosas, pero fue algo muy fugaz porque me gritaban: “-Vamos, adelante, adelante, siga...” Era mi tercer encuentro con él; el primero había sido en la Facultad de Ciencias de la ULA en 1994 cuando acababa de salir de la cárcel; el segundo en Miraflores el 14 de abril de 2003; el 9 y el 11 de diciembre de 2011 me llamó para que le hiciera un guión sobre el 4 de febrero de 1992; se iba a planificar un encuentro con él que nunca se dio, pero al menos pude hacer el libro “4-F: La rebelión del del Sur” que salió a la luz para los veinte años de la famosa sublevación militar. Alcé el puño y pasé al espacio sembrado de pueblo, que paciente y sereno, colmaba la entrada de la Academia. Uno nunca se despide de un gran ser. Uno sabe que la marcha será eterna, ahora con un rumbo y con un para siempre.
Había cumplido.