Se dice fácil: 59 años, edad que cumpliera en vida si ésta misma no se lo hubiera llevado al calor de la tierra.
Aquella pelota de goma que rebotaba por las paredes y pisos de su Sabaneta natal aún se escucha sumergida en la llanura adentro, conjugada con los gritos del arañero de Mama Rosa. “¡No seas disposicionero, muchacho!”, exclamaba su abuela cuando éste se perdía en la sabana viendo el vuelo de las aves que representaban, para él, la independencia; nombre que le hacía delirar como El Chimborazo lo hizo con El Libertador, Simón Bolívar.
“El último sueño mío es liberarme, pero qué difícil volver a ser libre, pues, como el viento, aunque sea por unos días, por unos meses, por un año y libre de todo esto, después de haber hecho realidad el proyecto de patria que hemos soñado”, anhelaba entre lágrimas durante un acto de campaña presidencial en el estado Apure, el 15 de septiembre de 2012.
En su andar, el hoy Comandante Supremo, Hugo Rafael Chávez Frías, sufrió reveses y victorias. Quizás, esta última le acompañó en sus horas transcurridas. Entre ganar y perder, comparó la vida como el deporte que lo tenía “con la ‘empalizá’ en el suelo”: el béisbol. Era extraño cuando no hablaba de sus experiencias como lanzador, independientemente del escenario, estrategia que le hacía aún más digeribles sus palabras a las masas que tatuaron frases en su mente.
“Mi vida a mí no me pertenece; mi vida le pertenece al pueblo. Si hay que darla, aquí estoy dispuesto a darla para que viva la Patria, para que viva el pueblo venezolano. No hay marcha atrás, mi vida va en la jugada”, señaló en el aniversario de la Batalla de la Victoria, el 12 de febrero de 1999, cuando se cumplían 185 años de aquella gesta heroica, comandada por el general José Félix Ribas, fuente de inspiración del líder bolivariano.
De aquellas personas que jamás pasan desapercibidas, así era Chávez. Para donde iba, dejaba un mar de enseñanzas por su sencillez y capacidad de desprendimiento que siempre lo caracterizó. Con verbo fuerte, exigente y aguerrido cuando se trataba de preservar las conquistas del pueblo. Su garganta enfurecía para denunciar los desmanes cometidos en medio siglo por dirigentes que traicionaron la confianza de aquellos que “levantan y acuesta el sol”.
Siempre creyó que la fe cristiana guardaba una estrecha relación con su proyecto de gobierno, pese a las críticas que pudo sumar de los sectores dogmáticos y ortodoxos de la izquierda tradicional.
“Si yo me callo, gritarían las piedras de los pueblos de América Latina que están dispuestos a ser libres de todo colonialismo después de 500 años de coloniaje”, parafraseó, en reiteradas oportunidades, el Evangelio de Lucas, al igual que a San Pablo, cuando éste envió su carta a los Romanos: “Me consumo y me consumiré, de por vida, al servicio pleno del pueblo venezolano. Lo haré gustosamente. Me consumiré todo lo que me quede de vida, así lo juro y lo prometo delante de mis hijos y mis nietos”, juramento que cumplió desde su llegada al Palacio de Miraflores.
El rescate de la identidad nacional, de patrones emancipadores y de la unidad entre iguales logró convertirlo, para muchos venezolanos, en el lazo comunicante entre el pasado y el futuro, además de su interpretación en los tiempos. Para esos millones, su presencia moral y combativa no deja de alentar el proceso de lucha.
“Con fuerza creciente hemos levantado la bandera del socialismo, porque ese es el camino a la salvación de la especie humana, el desarrollo de nuestros pueblos: ¡el socialismo!”, refirió en la firma de acuerdos entre Venezuela y Cuba, el 24 de enero de 2007.
Ese “por ahora” inmortalizado acumuló la conmoción de las mayorías. Siempre supo que esas dos palabras materializarían las ganas de construir un horizonte que dirige su señal hacia la correspondencia entre todos por igual.
“El 4 de febrero dotó a la nación de un objetivo estratégico en lo político: la nueva democracia, y anuló la validez de los viejos planteamientos de todos los partidos existentes”, reseñó en sus líneas dominicales, para el año 2010, contrastando, más adelante, el huracán que desencadenó esa rebelión con los tiempos de la monarquía y el presente. “Es el mismo pueblo heroico con su gesta emancipadora de 200 años”.
Chávez, el individuo de las adversidades, aquél que supo dar la cara ante las responsabilidades que le acuñaban, y siempre erguido demostraba su transparencia como ser humano; “un hombre que dormía con los ojos abiertos. El mejor guerrero debajo de la lluvia. El más certero contra la oligarquía, que habló hasta con el viento para que los pobres caminaran por el cielo de Bolívar”, escribió Andrea Mabú, la niña caraqueña de 12 años, quien dedicó su poesía al líder revolucionario que despertó la conciencia de aquellos que luchan siempre.
“Un hombre de maíz en sus pasos de vida que se marchó cantando para que no lloráramos. Ahora se llama patria, ahora se llama pueblo. Hasta la victoria siempre. Te amo y te amaré”, concluye el verso titulado “un hombre llamado pueblo”.
Hoy el mundo lo recuerda impávido con su voz que retumba los rincones de la “patria buena”, que refería el cantor Alí Primera, que despertaba los sentimientos más oscuros de la burguesía y afloraba las esperanzas de los necesitados.
“No es mi muerte lo que me preocupa, es la vida de mi pueblo, la paz de mi pueblo y el futuro de mi pueblo; eso sí me preocupa”, sostuvo el 16 de mayo de 2004, en su discurso en la avenida Bolívar de Caracas, donde millones de almas tiñeron el pavimento de rojo y de calor patrio.
Desde la Flor de los Cuatro Elementos, y el agua como suelo de su sarcófago, brota la energía de uno de los más fieles seguidores del legado histórico de Bolívar.
Con el frío del adiós eterno, la inquietud todavía lo persigue. Esas ganas de transformación que siempre le acompañaron se materializaron, ahora, en millones de almas y corazones que luchan por un mundo mejor, aquel donde las fronteras desaparezcan y se fundan en un sentimiento colectivo de igualdad entre la diversidad, hasta afirmar “¡Chávez no soy yo”, Chávez es un pueblo!”.
@OswaldoJLopez
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Periodista