Dentro del 60% del electorado que acudió el ocho de diciembre a las sufragar en la jornada municipal, estoy yo. Tan tercamente indeleble fue la tinta que tenía el frasquito de mi mesa en el Preescolar Simón Bolívar, Catia, que el meñique de la mano derecha aún sigue manchado de morado como cuando una vez me di un martillazo reparando unos tubos en casa.
Hay otra cosa de ese día tan maravilloso para las fuerzas revolucionarias de nuestro país, que tampoco me abandona. Se me atraviesa el tarugo cada vez que lo recuerdo, porque sencilla y llanamente –de acuerdo a mi ignorancia- no tiene explicación lógica. Mi hija, de cuatro años, está involucrada.
Con ella acudí al centro de votación porque en cierta ocasión fuimos a un simulacro sin que se presentase inconveniente alguno. Además, en horas matutinas había observado -vía televisión- que un representativo número de altos funcionarios y funcionarias habían hecho lo mismo. Fuerte contra lochas que pensaron lo mismo que yo: de esta forma empezamos a educar políticamente a nuestros niños y niñas.
-La niña no puede entrar- me dijo, altaneramente, una chica que se identificó como Coordinadora del centro. “Pero acabo de ver por televisión que lo hizo el Vicepresidente. Entró con su hijo”, manifesté ilusamente para recibir como respuesta que con el Vicepresidente se había activado un mecanismo de cortesía que conmigo era imposible repetir ¡por medidas de seguridad!
El temor a ser calificado de delincuente electoral no me impidió a decir que aquello era “acto profundamente discriminatorio”. Mascullando la rabia circulé por la herradura. Los dos minutos que emplee para sufragar por la Revolución, fueron pacientemente aguardados por mi chama en quien aún sigo buscando las facciones de terrorista que tanto alarmaron a la aprendiz de autoridad que violó su derecho a iniciar el divino aprendizaje de aquel acto democrático.