“Durante los primeros días de su nacimiento, Celeste era una pequeña cosita, chiquita, hinchada por las huestes abruptas del parto, regordeta, con manchas color rosáceo en su cara, y sus pequeños ojos parecían los de un sapo, pero sin poder abrirlos completamente para mirar al mundo que la recibía. A mí, particularmente, no me parecía nada agraciada, la veía y la veía tan pequeña e indefensa, como un cachorrito cualquiera, y me preguntaba: ¿es malo que piense que mi hija no es tan bonita? ¿Seré mala madre por eso? Por las noches, cuando yo intentaba descansar de mi nuevo rol, ella parecía adivinar y comenzaba a quejarse y pujaba; yo la ignoraba, a sabiendas que de un momento a otro comenzaría con los pequeños balbuceos que iniciaban su llanto y no me quedaría más remedio que levantarme de la cama, acercarme a su corral y tomarla en mis brazos para poder calmarla; así transcurrían las horas hasta las cinco de la mañana cuando el sueño la vencía y yo por fin podría intentar dormir y descansar, cosa que era imposible porque debía arreglar sus cosas, hervir los teteros, lavar su ropa, y atender a las visitas que venían a “evaluar” mi desempeño como MAMÁ.
Cuando por fin creía que podría acostarme e intentar dormir, comenzaba el dolor en mis pechos que se hacía más intenso y debía extraerme la leche, y además seguía el dolor en mi vientre a causa de la cesárea que se hacía infinito, como si me desgarraran por dentro. Celeste se despertaba cada tres horas a tomar su teta y yo sin más que poder decir debía estar presta para la tarea inclemente y dolorosa de amamantar, la tomaba entre mis brazos, la acercaba a mis pezones rotos y chorreantes de leche rosada debido a la sangre que salía de mis pezones pululantes de ardor, todo esto mientras mis hermanas observaban. Yenireé reía como si las lágrimas que brotaban y corrían por mis mejillas le causaran inmensa satisfacción, y mi madre y mi abuela me decían: “Tienes que aguantar. Ese es el trabajo de una madre: el sacrificio. Con el tiempo, el dolor pasará”. No voy a negar que en varias oportunidades me escondí para evitar tener que darle pecho, yo lloraba por las noches y le decía: “¿cuándo te vas a dormir? Mamá está cansada”, y me gritaba a mí misma en silencio: “¡qué horrible es esto! ¡No aguanto! ¡Quiero escapar! Así pasaron los tres primeros meses.
Con el tiempo yo podía dormir casi tres horas ininterrumpidas. Sin embargo, me dominaba el cansancio y el agotamiento, me la pasaba de mal humor y, aunque me estremecía al verla ya más bella con sus mejillas rozagantes, su piel tan tersa, sus manitos tan pequeñas y su olor a bebé, me cuestionaba porque deseaba poder dormir, descansar y salir a mis anchas, sin tener que estar cada segundo pendiente de si Celeste necesitaba cualquier atención. Mi madre me reprochaba que no sabía hacer nada (evidentemente me estaba estrenando como madre). ¿Qué primeriza es experta? Entonces, me decía mi mamá: ‘no tienes instinto maternal, ¿dónde está tu amor de madre?’ Yo sentía que no servía para tan inmensa tarea, ¿acaso había nacido para ser madre? Es lo que nos dicen a todas, pero yo en mis 21 años, había fracasado porque no quería seguir ni un minuto más en ese cautiverio, el cautiverio de la Madre”.
A las mujeres se nos educa para aprender a ser “buenas madres”, para desarrollar el amor sacrificial y ni hablar del instinto maternal, condición innata que se nos adjudica; desde que nacemos, debemos cuidar a todo aquel que transite en nuestras vidas: hermanos, sobrinos, padres, tíos, primos, amigos, etc. Así, pues, cuando por fin cumplimos con la supuesta tarea a la que vinimos al mundo, que no es otra sino la de ser mamá, se nos encasilla, se nos encierra, se nos cautiva en la categoría Madre. De esta manera, se concibe a la mujer como un objeto de reproducción, tanto simbólica (reproductora de la cultura) como reproductora de la especie humana, se determina que su ámbito es el doméstico y su trabajo no es otro que el de ser cuidadora, gestora de vida y dadora de placer. Marcela Lagarde lo define como la madresposa:
La mujer se reproduce siendo mujer… como ser-de-otros, al dar vida a los otros –al cuidar alimentar amamantar–, al ser la testigo y la vigía de sus vidas. Así obtiene la atención económica, social, emocional, erótica, del otro. Obtiene el reconocimiento vital a través de la mirada del otro, quien se relaciona con ella a partir de su capacidad gratificadora de sus necesidades, como consuelo, como espacio de cuidados. En el intercambio, la mujer da vida a los demás y se da vida a sí misma, por la mediación de los otros (1992: 124).
Las madresposas son cautivas de la maternidad y del matrimonio, su amor incondicional es cambiado como una mercancía por el erotismo subsumido (Lagarde, 1992), que se basa en la filiación, la familia y la casa. En palabras de Mercedes Arriaga, la representación que tiene la sociedad patriarcal de la madre “es la materia primordial de la vida como lo es la tierra” (2009: 1), por lo tanto, debemos ser abnegadas y nuestras vidas deben girar en función a la de nuestros hijos. La maternidad patriarcal nos exige dejar de ser mujeres y convertirnos en madres, lo cual implica dejar de pensar, existir y vivir por nosotras y para nosotras, ahora debemos vivir para y por nuestros hijos e hijas, llenándolos de afectos, cariños, cuidados y todas las exigencias que ameriten. De acuerdo con esto, el trabajo de la mujer es la naturalización de sus funciones biológicas: la procreación, la gestación, el amamantamiento, por lo que se convierte en la madre dadora de vida, que alimenta, cuida y da hogar a sus hijos. Cualquier mujer que escape a este estereotipo es considerada una mala mujer o, peor aún, una “mala madre”. De acuerdo con esto, “La maternidad fue convertida así en un trabajo forzado, gratuito y simbólicamente invisible, confinado en dispositivos socio-políticos de encierro, aislamiento y exclusión de las mujeres” (Binetti, 2013: 114).
La maternidad es vista como la función que viene a cumplir la mujer; el poder fálico (el poder asociado a la autoridad masculina por su sexo) nos dice que somos incompletas y, por lo tanto, nuestros hijos son la manera que tenemos las mujeres para complementar nuestra situación; la voz de la cultura nos dice que tenemos y debemos ser madres, la maternidad viene a ser para la mujer la única forma de existir, ya que por sí solas no somos sujetas y el ser madres nos da el estatus y la plenitud de la existencia; en fin, de acuerdo con este discurso, aquella mujer que no tiene hijos deja de ser mujer ante los ojos de la sociedad.
Esta creencia en torno a la mujer/madre es utilizada también por el Estado para delegar en las mujeres el trabajo del cuidado y la crianza, no solo de los hijos e hijas, sino también de quien lo amerite (enfermos, ancianos, huérfanos, entre otros) mientras que el hombre se dedica a las tareas primordiales de generar cultura y racionalidad, esto lleva a la inminente feminización de las tareas del cuidado y a la invisibilización de la mujer al espacio doméstico (privado) mientras que el hombre se puede desempeñar en el ámbito público y no se le exige el mismo amor y cuidado hacia sus hijos.
Por otro lado, el padre ejerce una soberanía absoluta en sus responsabilidades, solo aparece para afianzar su autoridad como jefe de familia y para que los hijos varones aprendan a comportarse como machos proveedores y no se feminicen con la figura de la madre; las hijas ven en el padre el ejemplo de un futuro prospecto para realizarse cuando llegue el momento, de este modo, la madre tampoco es dueña de sus hijos, nada le pertenece. Parafraseando a Lagarde, la condición de la existencia de la mujer como madresposa, la constituyen sus medios de vida, sus medios de existencia como tal; estos medios no son otros que los enseres, el lugar, la casa, su cuerpo (como cuerpo para concebir – cuidar y dar placer) y su subjetividad para el cuidado.
Es común escuchar en el imaginario colectivo que encierren el rol de madre como “la buena madre”, “el amor de madre”, “los sacrificios de la madre”, “la madre santa”, “madre solo hay una”; se espera de nosotras que actuemos de forma natural ante la llegada de los hijos, se nos trasmite de generación en generación el llamado “instinto maternal”. La maternidad es aprendida de madre a hija, durante toda la etapa de la crianza, preparando a la hija para el momento de su maternidad; así, se asegura el patriarcado que se reproduzca la cultura machista hegemónica. Vemos cómo a las niñas se nos regalan muñecas, coches, teteros, y nuestros juegos se basan en el cuido, en el aprendizaje de la maternidad. Arriaga dice que “Lo femenino no puede significar, sino en función de otros, (familia hijos, marido) una mujer sola que ya no es cuerpo para otros, pierde todo su capital simbólico y su cuerpo físico se hace invisible a la mirada de los demás porque no encuentra colocación en la anatomía social” (2009: 3). Es decir, la mujer no existe fuera de la maternidad.
Lo particular de esta situación es que cuando la mujer se convierte en madre pierde todas las características que la distinguen como mujer, la categorizan como una madre, lo que significa que pierde valor para el deseo del hombre, ya que una madre no puede ser a su vez un objeto de deseo para la mirada masculina hegemónica, eso sería una aberración; simplemente, la madre es únicamente eso: madre, y está allí para el servicio de los otros y nunca para satisfacer los deseos o necesidades de ella misma, esta debe olvidarse de sentir, de desear, de imaginar, de descansar, se le despoja de toda su vida y se le dedica a forjar la vida del otro.
La madre debe ser un modelo de virtud, sin vicios mundanos, un compendio de amor. Cualquiera que vaya en contra de esta acepción viene a ser una madre “desalmada”, “hereje”, que abandona a sus hijos por buscar un destino propio. Al padre, por el contrario, nunca se le cuestiona sus ausencias, a la madre sí, ella es el “pilar de la familia” y, por lo tanto, de la sociedad, por ello, debe guarecer como una santa ante todos los atropellos que le impone su propia maternidad. Somos las mujeres las que debemos colocar ambas mejillas y padecer calladas los infortunios de la difícil vida de la madre en la visión capitalista-patriarcal. Se trata acá del denominado maternazgo, que, de acuerdo con Lagarde (2004), es una fórmula enajenante, que mantiene a las mujeres en un rol de cuidadoras en diferentes esferas sociales aun fuera del ámbito familiar; por ejemplo, fuera del hogar, son las mujeres las que se desempeñan como enfermeras, educadoras, doctoras y, así, se perpetúa el cuidado bajo la sombra femenina.
Cuando las mujeres nos rebelamos ante esta situación o dejamos de cumplir con lo que se considera nuestro deber, entonces se nos cataloga de transgresoras del orden social establecido, se nos reprocha el no cumplimiento de nuestro supuesto deber. Hijos, padres, esposos, la iglesia, el Estado, todos, nos estigmatizan y nos destierran de la sociedad, somos apartadas de la vida y comenzamos a andar con la etiqueta de desertora maternal (la crisis de la familia), por lo tanto, se nos atribuye la culpa de la perversión social, del aumento de la violencia, de la delincuencia, de la pérdida de valores, del desfallecimiento de las familias, somos lapidadas como Mata Hari o Madame Bouvarie. Los hijos de las mujeres desertoras se convierten en los huérfanos de unas madres sádicas que prefieren su amor propio que brindar el amor maternal. No obstante, en ningún momento se cuestiona el rol del padre ni su paternidad; al hombre no se le exige un amor paternal, ni menos un espíritu de sacrificio ante la vida, por el contrario, el hombre que asume el rol de padre es felicitado y apoyado como el mejor dentro de los mejores simplemente por el hecho de asumir las responsabilidades obvias de un padre, es decir, el cumplir con la tarea de su paternidad es propio de un acto extraordinario digno de reconocimiento, como algo poco común.
Los trabajos del cuidado representan para la mujer una tarea sumamente agotadora y desgastante, que poco a poco la consumen, a lo que se le suma que no tiene retribución económica, por lo cual, la mujer, además, debe salir al espacio público a realizar diferentes labores que le adjudiquen una remuneración. Sobre este punto, Lagarde señala que el trabajo público para la mujer viene a cumplir una función liberadora ya que rompe con sus labores domésticas, no obstante, también constituye una carga más para la mujer, pues la hace víctima de una doble opresión (Lagarde, 1992). ¿Y qué hacer con los hijos durante el tiempo en que la madre sale a laborar fuera de la casa? La mujer burguesa paga para que otra mujer cumpla su rol de madre y cuide a sus hijos, mientras que esta última abandona a los propios hijos por ir a cuidar los de su patrona, para que la primera se dedique a actividades de diversa índole que son menos extenuantes que las del cuidado y a su vez generan más satisfacción que la maternidad (trabajo intelectual, investigación, creación artística, entre otros). También se crean espacios para el cuidado de los hijos como maternales, guarderías, cuidados diarios… para que las mujeres trabajadoras puedan ir a su jornada laboral, mientras otras mujeres, quienes también quizá sean madres, realizan las labores del cuidado de sus hijos.
Por otro lado, se crea la figura de la súper mujer, aquella que puede realizar todas las tareas, tanto al trabajo del hogar como el trabajo fuera del mismo (empleo remunerado); esta súper mujer estudia y cumple satisfactoriamente con sus deseos, es libre de elegir con quien estar, y todo ello sin ayuda de nadie. Esta visión de la mujer heroína que no sufre ningún tipo de discriminación ni es víctima del patriarcado, esta imagen creada por la modernidad para hacer ver que la mujer no está sumida a un sistema patriarcal que la oprime, es verdaderamente peligrosa para la liberación de la mujer, ya que pone de manifiesto una imagen de una supuesta mujer libre que toma decisiones sobre su vida y sus actos, pero que en el fondo se ve subyugada porque se espera de ella que sea madre, que trabaje, que “atienda” a su pareja, y no se cuestiona la corresponsabilidad de las tareas con el hombre, quien bien puede asumir las tareas domésticas al mismo tiempo que tiene su trabajo fuera del hogar. Esta visión es reforzada a través de los medios masivos (cine, TV, etc.), por modelos de súper mujer como las mujeres protagonistas de los Ángeles de Charlie, Scandal, Amas de casa desesperadas, entre otras series televisivas.
También hay quienes reivindican el rol del cuidado y de la maternidad desde un concepto de entrañable, es así como aparece la maternidad entrañable (Revista Alejandra, 2011) que no es otra que: el cuidado de los hijos e hijas desde una visión de amor por el cuidado y reivindicación del amamantamiento, el colecho, la complacencia del niño o niña. Esta visión, para mí, busca dentro del espacio doméstico una nueva acepción de la maternidad no como una obligación de la mujer sino como un acto voluntario y de amor igual de peligroso que el de la súpermujer.
Esta visión de la maternidad como fin último de la mujer, que por siglos nos ha arropado ha hecho que muchas mujeres se lancen en la búsqueda de un hijo, para no dejar pasar su “reloj biológico”, se señala a la mujer que no es madre, se le compara con una tabla inerte, se le acorrala para que traiga una vida a este mundo. Esta ansia desmedida que causa la búsqueda de hijos ha degenerado en familias matricentradas en donde la mujer cumple la función de padre y madre y donde se ve frustrada al tener que hacerse cargo de sus hijos. La mujer no tiene la posibilidad de elegir sobre su cuerpo, se le impone la norma de ser madre y se le aborrece si no los tiene o los aborta, en ese contexto nuestro cuerpo no nos pertenece, la mujer no tiene el poder de decidir sobre su vida y menos la autoridad para imponerse a los designios del patriarcado.
Ahora bien, hasta este punto, he analizado el rol social que se le asigna a la maternidad, desde la concepción patriarcal del amor maternal. No obstante, me pregunto si existe la posibilidad de crear nuevas formas de asumir la maternidad, sin que esta amerite el sacrificio de la mujer que cambia su vida por la de su hijo. Para mí es posible y esta comienza por la corresponsabilidad en la crianza y cuidado de los hijos e hijas, lo que algunas feministas, como Alba Carosio, llaman la ética del cuidado, a través de la cual las responsabilidades del cuido se reparten por igual tanto para el hombre como para la mujer. Desde este punto de vista, es posible imaginar una maternidad y una paternidad responsables, en donde el padre y la madre asuman la decisión de tener un hijo y todas las consecuencias que ello generará para la vida de ambos.
Es posible que se establezcan nuevas formas de cuidado en donde el hombre participe, entendiendo el cuidado, según la definición de Batthyány, como el vínculo emocional, generalmente mutuo, entre el que brinda cuidados y el que los recibe; un vínculo por el cual el que brinda cuidados se siente responsable del bienestar del otro y hace un esfuerzo mental, emocional y físico para poder cumplir con esa responsabilidad (2010: 21).
Al hablar desde la ética del cuidado, se espera que se compartan los roles en la crianza de los hijos e hijas, es pensar la maternidad desde una nueva perspectiva, en donde la mujer no tenga ni deba que sacrificar su vida como individuo, como sujeta para dedicarla a los hijos. Desde esta perspectiva el hombre debe asumir con la misma responsabilidad que las mujeres las tareas del hogar, de la crianza y del cuido.
Por otro lado, la visión del Estado con respecto al cuidado y a la mujer como la garante de la vida y proveedora de los cuidados, por lo tanto, pilar de la familia y de la sociedad, debe ser erradicada. ¿Hasta cuándo dar a la mujer la enorme carga de sostenedora de la humanidad? ¿Hasta cuándo adjudicarle la responsabilidad de la familia y de la continuidad de la vida humana? Se debe dejar de ver a la mujer como una institución del hombre, del Estado, de la iglesia, que reproduce el poder patriarcal. Como ya lo mencioné anteriormente, el cuidado debe ser corresponsabilidad de todos y todas los integrantes de la sociedad, para garantizar la sostenibilidad de la vida.
Si el cuidado se colectiviza y se exterioriza rompiendo con el maternazgo, podemos esperar individuos que, al crecer con amor y llenos de cuidados por parte de sus padres y sus madres, reproduzcan positivamente esta acción, que crezcan esperando retribuir los cuidados que se les brindaron en su infancia, de tal manera que el ser cuidador no se convierta en una carga, por el contrario, que esta sea una tarea humana, donde se preserve la vida desde su nacimiento, hasta su final. Todos y todas merecemos vivir con cuidados llenos de afecto que sean verdaderos, de allí que se visibilice el trabajo de cuidadoras que venimos desarrollando históricamente las mujeres y se comparta en igualdad de condiciones con el hombre.
En definitiva, la mujer tiene la posibilidad, en primera instancia, de elegir si desea ser madre y en qué condiciones quiere ejercer su maternidad, se debe romper con la visión estereotipada del amor maternal. El ejercicio de una maternidad liberadora parte de nosotras mismas, en tanto comprendamos que ser madre no nos debe, necesariamente, cautivar, ni es una categoría a la cual debemos ceñirnos, como siempre digo, yo soy madre de mi hija no del mundo. El feminismo me llevó por nuevos caminos, en donde comprendí que puedo ejercer mi maternidad con autonomía, sin que ello signifique ni el desprendimiento de mi hija ni mi propio sacrificio. Aunque es difícil hacer ver a mi familia esta nueva forma de maternidad, día a día la pongo en práctica y poco a poco voy cuestionando el orden establecido haciendo la diferencia dentro de mis posibilidades. Es así como, en palabras de Lagarde:
Mientras más se gana en experiencia vivida en el protagonismo, en la autonomía, en el poder como afirmación, mientras más se toma la vida en las manos, más se define cada mujer como sujeto de su propia vida. YO es el sujeto de su propia vida. Para las mujeres realmente existentes, eso significa vivir a tensión entre ser objeto y ser-para-sí-misma-para-vivir con-los-otros (1990: 9).
Referencias bibliográficas:
Arriaga, Mercedes (2009): “Alda Merini: la Gran Madre, la madre terrible, la madre desalmada”, Universidad de Sevilla, España. Alejandra. Publicación anarquista antipatriarcal (2011), N° 19, s/d.
Batthyány, Karina (2010): “El cuidado infantil en Uruguay y sus implicancias de género. Análisis a partir del uso del tiempo”, Revista de Ciencias Sociales, Nº 27, año XXIII, pp. 20-32.
Binetti, María (2013): “La maternidad patriarcal: sobre la genealogía de la suprema alienación”, La Aljaba, Vol. XVII, pp. 113.128.
Flores, Roberta y Olivia Tena (2014): “Maternalismo y discursos feministas latinoamericanos sobre el trabajo de cuidados: un tejido en tensión”, Íconos. Revista de Ciencias Sociales. N°. 50, Quito, 2014, pp. 27-42.
Lagarde, Marcela (2004). “Mujeres cuidadoras: entre la obligación y la satisfacción”. En Cuidar cuesta: Costes y beneficios del cuidado, Congreso Internacional SARE, pp. 155-160.
__________ (1992): Los cautiverios de las mujeres, México.
__________ (1990): Identidad femenina, s/d.