La dignidad es lo primero que se pierde en la vida. El amor es lo primero que se pierde en la Tierra. La humildad es lo primero que pierde la Humanidad. Y el respeto es lo primero que se pierde en el Universo.
El último 29 de febrero del último año bisiesto en el Mundo, veintinueve personas subieron hasta la azotea del último rascacielos, fabricado por la ambiciosa ambición de los últimos hijos de la Pachamama.
Eliana, Julio, Pedro, Natalia, José, Miguel, Gabriela, Luis, David, Antonio, Teresa, Juan, Camila, Alberto, Lucía, Norma, Olivia, Nelson, Paula, Carlos, Iván, Sara, Walter, Julio, Guillermo, Patricia, Ulises, Ramón y Mónica.
Todos estaban cansados de las injusticias de la sociedad moderna, y aunque fueron los últimos sobrevivientes de la terrible contaminación global, perdieron el espíritu de lucha para seguir remando contra las olas del pasado.
En sus corazones ya no habían árboles verdes, ya no habían sueños azules, y ya no habían esperanzas doradas.
En sus cerebros solo habían pesadillas rojas, solo habían soledades negras, y solo habían fiebres amarillas.
Las alas deseaban alzar el vuelo, y los veintinueve nombres decidieron lanzarse del último rascacielos, para terminar con la desgracia de una civilización capitalizada en el fracaso.
Todos saltaron al vacío de las promesas vacías, todos se liberaron de la libertad esclavizada, y todos renacieron de la esquelética muerte.
Mientras se cantaba con tristeza el aleluya, poco a poco todos los herejes se fueron desnudando en la cima, olvidándose del legendario pudor que presenciaba en primera fila, el espectáculo que empezaba a caer sin paracaídas y con veintinueve pedazos.
Sin embargo, la última paloma blanca de la Madre Naturaleza, observó con dolor la horrible escena del suicidio masivo, y no dudó en abrir sus alas de la misericordia, para salvar la carne terrenal de todos sus ingratos opresores.
Las alas de una simple paloma blanca, fueron capaces de resistir el peso corporal de veintinueve personas, y con los ojos brillantes de la paz se logró evitar el infierno, donde no existen segundas oportunidades ni señales de retorno.
Los suicidas pudieron acariciar sanos y salvos la tierra bendita, gracias al vertiginoso revoloteo de una pequeña pluma, que engrandeció la voluntad de ayudar sin esperar nada a cambio.
Pero tristemente, los veintinueve afortunados se enfurecieron por la milagrosa fortuna, y después de meditarlo en supremo secreto, decidieron atrapar a la hermosa palomita blanca, y cortaron sus alas por el malsano deseo de venganza.
El escándalo fue la única verdad del Cosmos, y el heroísmo del ave fue pisoteado y asesinado en un trágico santiamén, por culpa de veintinueve verdugos que olvidaron la lección del agradecimiento.
Ellos volvieron a escalar el último rascacielos, llegando nuevamente hasta la azotea del mortífero edificio, y con millones de sonrisas dibujadas en sus macabros rostros, lanzaron el alma perpetua de la extinta paloma blanca.
La palomita intentó volar, pero ya no tenía alas. La palomita intentó llorar, pero ya no tenía lágrimas. La palomita intentó vivir, pero ya no tenía vida.
En honor a su noble hazaña, los veintinueve sobrevivientes construyeron un segundo rascacielos, en el mismo lugar donde había muerto la palomita blanca, y con la misma piedra ensangrentada que maldecía el destino.
Todos cambiaron la depresión por la felicidad, y una generación de campeones empezaba a merodear la descontrolada brújula, que marcaba el rumbo sacrosanto de los cuatro puntos cardinales.
El último año bisiesto del Mundo se mostraba maravilloso, pese a que no había una gota de agua en los océanos, pese a que no había una flor de Cleopatra en los bosques, y pese a que no había un látigo de fuego en el opaco sol.
Las últimas horas se vivieron en la calurosa noche, los últimos minutos se sintieron en la helada penumbra, y los últimos segundos se sufrieron en la nada.
Sabemos que los diecisiete hombres y las doce mujeres, no quisieron arrepentirse de rodillas por la traición cometida, demostrando orfandad de cariño y multitud de maldad.
Todos deseaban construir un tercer rascacielos, para seducir los pies del último gran terremoto, que cumpliría su profecía con una colosal fractura mundial.
En un abrir y cerrar de ojos, absolutamente toda la existencia desapareció del orbe.
Derrumbados todos los centros comerciales. Derrumbadas todas las universidades. Y derrumbados todos los estadios de fútbol.
No hubo alerta de emergencia, no hubo sirena de ambulancia, y no hubo abrazo de despedida.
El tiempo se quedó sin el sabor de los años, y los años se quedaron sin el sinsabor del tiempo.
Tan solo una bella palomita blanca, pudo resucitar de la muerte y vivir su vida en plenitud.
Ella volaba como los ruiseñores, de frente y sin miedo. Ella trabajaba como los dioses, en tormenta y en silencio. Ella vivía como los aborígenes, con humildad y sacrificio.
En sus cielos despejados ya no había riqueza ni pobreza, pues solo habitaba la magia de la libertad.
Una libertad que no tenía linderos, y que todos podíamos gozarla en hermandad.
Pero lamentablemente, ya no existía ni la prole ni el proletariado. Los veintinueve Seres Humanos, habían desaparecido como una indomable saeta en el viento, y no había rastro de cobardía en el horizonte, para alegría de la única y valiente palomita.
La historia jamás cambió, y la inmortalidad de la palomita sigue siendo una realidad.
El cuerpo espinado de los corsarios, destruyó los siete pecados de aquel ambicioso rascacielos, que resultó ser la promesa de la falsedad y de la mentira.
Ahora que felizmente dormimos, resurge la plegaria de la salvación. Pero nos preguntamos: ¿Cómo resurgir de las cenizas en un Mundo devorado por lo material?
Las comunidades indígenas siempre han tenido la respuesta en sus manos. Pueblos originarios que confiados en el poder de la Pachamama, han vivido fieles a su madre por la eternidad de los siglos, para cuidar y aprovechar sus longevos tesoros naturales.
Tesoros naturales que se vienen ensuciando con vehemencia, por una ballesta de industrialización que amenaza con visionar más rascacielos, sin considerar los derechos humanos que privilegian a las tribus autóctonas.
Vemos que la gente ordinaria de nuestras ciudades latinoamericanas, perdió la capacidad de imaginación heredada de sus ancestros. Los ciudadanos de las metrópolis se olvidaron de las fábulas, de las leyendas y de las narrativas, que fueron el pan cultural de los revolucionarios indígenas.
La gente citadina del siglo XXI, se acostumbró a glorificar el reguetón, el dinero y la mediocridad, siendo un estilo de vida propenso a perder la idiosincrasia, y proclive a caer en las garras de la transculturación, que prefiere una hamburguesa de plástico por encima de una arepa de maíz.
Tan desarraigados se han vuelto los ciudadanos de América Latina, que ni siquiera saben explicar el significado de la palabra aborigen, y ni siquiera saben leer el diccionario para revelar la incógnita.
Niños, jóvenes y adultos, se quedan mentalmente bloqueados en el living de sus hogares, cuando deben alzar la voz y definir con ímpetu la palabra aborigen.
Aborigen significa originario del suelo en que vive. Natural, vernáculo, nativo. Primitivo morador de un territorio, que aventaja a quien lo habitó posteriormente.
Nuestra ignorancia se olvida de la Churuata, del Yacuruna y del Nguillatún. Nuestro orgullo se olvida del Shabono, de la Wayuushein y del Huipampa. Y nuestra indiferencia se olvida de la Wasi Qatay, del Amanauk y del Ochochojowa.
Los indígenas no son santos inmaculados, pues ellos también cazan animales, también talan árboles, y también extraen la arcilla. Pero ellos lo hacen para conseguir sustento de vida, para edificar sus hermosas viviendas rudimentarias, y para fabricar su creativa artesanía, logrando preservar el equilibrio ecológico de sus proverbiales ecosistemas.
Los aborígenes jamás han sido culpables de extinguir una especie de fauna exótica, así como nunca han sido culpables de sofocar al Medio Ambiente, porque ellos no polucionan el aire con toneladas de dióxido de carbono, no envenenan los ríos con galones de petróleo, no cultivan la semilla química con los agrotóxicos, y no explotan los yacimientos fósiles con profundos taladros.
Como latinoamericanos, nos preocupa la situación negativa que actualmente cotejan las comunidades indígenas, pues sus territorios son invadidos y saqueados por la maquinaria corporativa extranjera, que intoxica el armónico sonido de la quena.
Muchísimos indígenas son golpeados, humillados y asesinados, por atreverse a denunciar públicamente el robo de sus patrimonios, que constituyen el legado holístico de la evolución humana.
Tenemos el caso de la poderosa Piedra Kueka, que pertenecía al pueblo indígena Pemón en Venezuela, y que fue sustraída en el año de 1.998 por la codicia del artista Wolfgang von Schwarzenfeld, que se encaprichó con la perfecta piedra del mestizaje amazónico, para exhibirla felizmente a los turistas y visitantes del parque Tiergarten en Berlín (Alemania).
Obviamente el pueblo Pemón se negaba a entregar su piedra sagrada, pero los gobiernos de Alemania y Venezuela convirtieron la ilegalidad, en un magnífico intercambio comercial que irrespetaba la cosmogonía de los aborígenes.
La plata de la corrupción compró el precio de la Piedra Kueka, y el pueblo Pemón se quedó llorando con las manos vacías, mientras los honorables diplomáticos de Venezuela y Alemania, se quedaron sonriendo en la azotea del gran rascacielos.
La mayoría de los medios de comunicación social privados en Latinoamérica, se niegan a publicar noticias y evitan informar los atropellos que sufren los aborígenes, generando un clima de impunidad y desinformación en contra de sus familias.
La marginación de los antepasados, es una tragedia silenciada en nuestra geografía continental, que pierde el sentido de pertenencia por la omisión de un tradicional sistema educativo, que siempre favorece a los villancicos navideños de Papá Noel, y que siempre desfavorece a los tambores de la descendencia africana.
No hay duda que los rascacielos cada vez son más altos, y dudamos que la palomita blanca siga volando a ciegas. Resulta difícil equilibrar la balanza en una jungla de impíos, que juegan con veintinueve monedas robadas de madrugada.
Es lógico que los pueblos originarios busquen vivir en total aislamiento, para evitar el ultraje delictivo que viene deforestando los paisajes orgánicos, por el arrebato de los megaproyectos mineros de las grandes transnacionales, que se siguen comiendo la milenaria madera de los pintorescos palafitos.
Pero con el vendaval tecnológico de las redes inalámbricas, de los sistemas de posicionamiento global, y de las aeronaves robóticas no tripuladas, pues los indígenas no pueden aislarse del último año bisiesto en el Mundo, que continúa comprando y vendiendo sus indomables rostros de sabiduría, para que sean la fotografía más excéntrica y más popular en Facebook.
Por eso el egoísmo es lo último que se pierde en la vida. La violencia es lo último que se pierde en la Tierra. La envidia es lo último que pierde la Humanidad. Y la fe es lo último que se pierde en el Universo.