El crimen imaginario persiste en todas las
bocas, se graba en todas las mentes y para el
vulgo y su masa es entonces y siempre
un hecho constante y probado.
Conde de Las Casas. "Memorial de Santa Elena"
Vamos a tratar ahora otro asunto muy machacado por los detractores de Simón Bolívar: sus falsas renuncias a la primera magistratura.
Ciertamente, como dice el presidente Chávez, en varias oportunidades de su carrera política, Bolívar rechaza la primera magistratura y después -por las circunstancias -se ve obligado a aceptarla. Esto ha dado motivo para que sus detractores -incluso hombres moderados como el historiador José Manuel Restrepo- digan que había en estos actos de Bolívar cierta hipocresía; que estaba dominado por el deseo de mando, que se había habituado -por los largos años de servicio a la patria- más a gobernar que a obedecer.
Empecemos por decir que en el desierto de hombres que había en América, lo mejor que podía hacerse era declarar a Bolívar presidente vitalicio de la República. La experiencia demostró que los pocos hombres prudentes que ejercieron la presidencia -como Joaquín Mosquera, Márquez y Herrán en Nueva Granada, Soublette y el doctor Vargas en Venezuela- fueron arrollados por el carácter brutal de los generalotes y aquellos fariseos que se llamaban a sí mismos liberales.
Requeríamos de entrenamiento y disciplina en las funciones de gobierno, aquéllas en las que la colonia nos había relegado por más de tres siglos. No iba a ser fácil ordenar una República colmada de contradicciones de raza, de cultura. Era preciso un largo período de seguridad, bajo el imperio de un gobierno recio. Evitar en lo posible los combates electorales y las discusiones de partido: polémicas agrias y estridentes que frecuentemente conmovían a la República. Estábamos tan inmaduros para gobernarnos que, militares inescrupulosos, dominaban por la fuerza sobre las leyes y sobre la parte políticamente sana de la nación. Por otra parte, los "ideólogos revolucionarios" querían imponer teorías extravagantes, mixtura de revolución francesa y democracia norteamericana. Escribían libelos al estilo de los jacobinos; exaltaban a la opinión pública con escandalosas alarmas de tiranía y despotismo; enllagaron al país de odio, de rencor y crisis artificiales, y sin saber cómo se encontraron los hombres más prudentes sumergidos en un piélago de insalvables calamidades. Bolívar, que todo lo había previsto en sus patéticas profecías, se cruzó de brazos ante la impotencia de su voz, de sus consejos, de sus inauditos sacrificios.
Ese era el escabroso problema por resolver: ¿Cómo satisfacer los miserables intereses de una mayoría que se había erigido en representante del pueblo, de las instituciones de nuestra naciente República? Estos grupitos eran de veras peligrosos, y de haber aceptado Bolívar que hicieran lo que a ellos les viniera en gana, no habrían tenido ningún empacho en juzgarlo -por nimiedades- y eliminarlo físicamente. (Exactamente lo que pasó a Sucre, quien no quería ejercer cargos de gobierno). Recordemos el caso del famoso liberal Vicente Azuero, gran defensor de las libertades públicas, "ultrarrevolucionario" y uno de los perseguidos por el tirano en jefe. Este señor a pocos meses de morir el Libertador, tuvo la desvergüenza de proponer en el Congreso una dictadura con José María Obando (el asesino de Sucre) a la cabeza. Fue aquel Azuero el que infeccionó al pueblo de temores -temores que destrozaron la moral del Libertador -diciendo que Bolívar regresaba del Perú para hacerse dictador, tirano, monarca u otras exageraciones muy propias de su imaginación.
No se trataba de que el Libertador se negara a someterse a la dirección de otros patriotas, sino -hecho probado mil veces en el pasado- que los demás carecían de su visión, de sus talentos políticos y militares.
La mayoría de las veces que el Libertador obedeció órdenes de otros generales o políticos para que dirigieran la guerra o el gobierno, ocurrieron graves fracasos. El ejemplo típico lo tenemos en Santiago Mariño, en aquel año de 1817, cuando Bolívar decide ponerse bajo sus órdenes: las consecuencias fueron desastrosas, y Bolívar atacado de inactividad y confusión se va a los llanos. Se va al Orinoco -con quince hombres-, y es precisamente cuando toma el rumbo que inicia la caída del imperio español en América. Otro ejemplo es Páez, quien terco y prepotente desobedece a Bolívar en 1818, evitando derrotar a Morillo en Calabozo, y en 1819, no atacando a La Torre en Cúcuta; así sucesivamente, hasta 1830.
Por el mismo estilo actuaron Bermúdez, Arismendi y Santander. De desacierto en desacierto iba la República cada vez que el Libertador la dejaba en manos de otros. Esto sin hablar de las marionetas de nuestros congresos, que danzaban al son que les tocaran los llamados “liberales”: éstos, por poco hacen perder la independencia del Perú y con ello provocar la restauración de las Colonias a España.
Bolívar era un hombre curado de los placeres que da el poder, la fama, la gloria; más que en la guerra contra los españoles había forjado su fe, en las duras batallas del espíritu. Ejercer funciones de gobierno no lo iba a hacer un tiranuelo, un déspota caprichoso y venal. Los historiadores y detractores de Bolívar difícilmente comprenden esa actitud de hondo desprendimiento por las minucias oficiales, por la posesión de bienes materiales. Casi no cuidaba de llevar dinero en el bolsillo y tenía aversión a cobrar el sueldo que duramente se ganaba en la guerra, menos aún se iba a prestar a bajas pasiones y a los apetitos funestos que despiertan el poder y sus fortunas. Es que Bolívar fue ante todo un romántico, un idealista que vivía en las nubes, allí donde se genera el rayo. Esas nubes que el hombre terrestre y miope ve desde abajo con sonrisa torpe y vacía.
Es necesario agregar un detalle que sí es de valor sicológico y político estimable, y es que en rechazo a la presidencia, en su desprendimiento a honores, bienes y títulos, el Libertador practicaba una tremenda enseñanza moral, a la vez que medía la generosidad de la gente que le rodeaba. En esos actos de desprendimiento veía con claridad el corazón de quienes servían al país. Estaba bien enterado de la realidad en que se desenvolvía, de los duros escollos de la ignorancia, de las mezquindades ocultas, del silencio faccioso y del espesor claro y recio de su entera soledad. Todos pedían minucias -Santander la hacienda de Hatogrande y el ascenso a general en jefe sin haberlo ganado en ninguna batalla, Páez su hacienda que era toda Venezuela, Obando la condecoración de los libertadores del Sur, y así muchos otros oficiales importantes-; muy pocos mostraban paciencia, ponderación y justicia ante las exiguas condiciones morales y económicas que vivía la República.
Lo cierto es que esa fortaleza espiritual, para encarar siempre la verdad con firmeza y serenidad, sitúa al Libertador entre los pocos hombres que de veras tenían el pulso certero para gobernar de modo vitalicio. Lo demás no es sino gazmoñería intelectual de escritores de poco alcance.
Los detractores de Bolívar lo reducen todo a decir que era doblemente ambicioso e hipócrita en sus desprendimientos al gobernar. ¡Ambición!...
Ambición mezclada de hipocresía. Y uno se pregunta: ¿Qué ha sido de todos aquéllos que atacaron la a m b i ci ó n y la obra de Bolívar? Nadie los recuerda, y cuando aparecen por algún hecho circunstancial, se ven mezquinos, borrosos e indefinibles. Parafraseando a Schopenhauer, habría que decirles a los detractores del Libertador que las ambiciones del genio tienen raíces en su propia convicción; nunca dependen de sus caprichos.
Otra parte, donde los detractores han atacado con violencia es en lo referente a la monarquía que -según ellos- quería Bolívar implantar en Colombia. Aquí Madariaga despliega sus ataques más incisivos.
Ante todo permítasenos una pequeña introducción. Ya hemos visto la deplorable condición de los más elementales principios de cohesión política y religiosa. Eramos pueblos desmembrados, sin tradición cultural ni histórica; carecíamos de los recursos humanos mínimos para formar un fuerte gobierno central, mucho menos una federación. No hay ninguna duda de cómo Bolívar estaba verdaderamente confuso para darnos un gobierno acorde con nuestra situación. Casi solo, se propuso entonces organizar congresos con el espíritu de dialogar sobre el sistema político que más nos convenía. Estos congresos -por desgracia- jamás estuvieron a la altura del pensamiento de Bolívar, sino, por el contrario. se convirtieron en el lastre más siniestro de nuestra naciente República; en refugio de idealistas sin ideas propias; un torneo de las más variadas especies: pardócratas, monárquicos, jacobinos, godos, "liberales," etc. Nadie quería ocuparse de construir una patria con moderación, sacrificios y desinterés partidista. Además, Bolívar cometió el " delito" de ser sincero con el más recalcitrante de nuestros legalistas -corifeo, maestro y profeta de nuestros primeros congresos-: el señor Santander. Cuando le dijo: ¿No le parece a usted que esos legisladores, más ignorantes que malos, y presuntuosos que ambiciosos, nos van a conducir a la monarquía y siempre a la ruina?... Si no son los llaneros los que completan nuestro exterminio serán los suaves filósofos de la legítima Colombia.
Esto era meterse en la guarida del más grande zorro de la revolución; el que dirigía solemnes congresistas, como el sofista Francisco Soto y el agrio reformista Vicente Azuero. Estos señores nos pusieron el país a la española, como decía Páez.
En la Convención de Ocaña -1828- Santander le mostró a Bolívar sus colmillos y pezuñas; estalló al fin su repertorio de odios que tenía pendiente desde que Bolívar-1813- le dijo en Cúcuta: O me fusila usted, o lo fusilo yo; pero tiene que haber un solo jefe. Aquella Convención de Ocaña fue un carnaval de despecho y ruindades y a la vez el más rotundo, irreversible y desastroso fracaso institucional. Se hacía evidente a los ojos de Bolívar que todo estaba perdido. Ni República ni dictadura, ni monarquía; nada podía salvarnos. Que el contagio de la peste moral era irrefrenable. Que nuestro sistema político se resumía en que cada canalla quería ser soberano; en que cada canalla defendía a sangre y fuego sus privilegios sin hacer el menor sacrificio. Hubo un tiempo cuando tal vez Bolívar pensó proponer para nosotros una monarquía. Tenía ciertas razones para ello, siendo la más importante que las grandes revoluciones siempre han estado precedidas o por una tiranía o por un gobierno vitalicio con una elite severa, encargada de poner orden y seguridad. El gobierno vitalicio que el Libertador propuso en la Constitución de Bolivia nosotros lo necesitábamos más que ningún otro pueblo en la historia del planeta.
En el siglo pasado y en el presente -por dar algunos pocos ejemplos- las revoluciones han terminado en serios gobiernos despóticos. La Alemania del siglo pasado y del presente, después de cortos lapsos de convulsiones, ha terminado ahogada en el exceso de autoridad. En la Rusia de principios de siglo -al igual que la mayoría de los países comunistas-, a un breve período de libertades siguió el más riguroso despotismo, el control más estricto de la libertad de pensamiento. A la corta vida republicana española de los años treinta sucedió el más despótico y represivo gobierno de los últimos tiempos. Los pueblos cansados de la anarquía han pedido a gritos o una tiranía o una monarquía absoluta y hereditaria, que les traiga orden y seguridad. Después de todo, el grueso de la población no subsiste de la politiquería y lo que quiere es paz y justicia para vivir, educarse y disfrutar un poco de los bienes materiales.
La monarquía no se adaptaba a un medio tan caótico y confuso como el nuestro, y además el término en aquellos tiempos era escandaloso y demasiado ofensivo para las mentes revolucionarias. Había que inventar algo, y urgentemente. Era muy complejo el dilema para nuestro Libertador, y lo mejor que se le ocurrió fue la Constitución boliviana, constitución que. fue empantanada, incinerada y destruida por la estridente peleita que Santander entabló con los liberales caraqueños. Allí se enterró el último esfuerzo de Bolívar por encontrar un medio que nos cohesionara de un modo firme y perdurable. Después de la Convención de Ocaña el país quedó sujeto a las ambiciones caudillescas y al bochinche de las actas y de los torneos electorales.
Agreguemos que al ver Bolívar el polvorín que provocaba el Código Boliviano comprendió en lo más hondo de sí, lo irremediable de la maldición nuestra, la vagabundería del libertinaje de los políticos que para perderlo no escatimaban nada. A Santander no le importaba, con tal de disminuirle, inventar contra él suciedades y calumnias, porque en el proyecto de aquel código -que él había alabado tanto en el principio- no aparecía como el más mimado. Por eso vemos que el Libertador jamás se quejó de haber propuesto aquello que ha sido considerado por todos los historiadores como un grave desliz político. Bien sabido es que la Constitución de Bolivia era tan liberal como la de Jefferson, lo único terrible que presentaba era lo de la presidencia vitalicia, que más bien refleja un ingenio sublime, porque en su augusta desesperación fue lo que le vino al Libertador como símbolo de coherencia formal por encima de todas las leyes y pendencias nuestras; para encontrar una base de estabilidad, de dignidad y fortaleza. Tan equivocado estaba Bolívar, en su nube de dioses y de hombres honrados, que no cayó en cuenta de los
" vivos " y malvados que lo rodeaban.
En septiembre de 1829, cuando Bolívar -deshauciado ya de toda esperanza- organiza el Congreso Admirable, escribe al general O'Leary: ¿Quién quiere ser rey de Colombia? Nadie, a mi parecer, porque ningún príncipe extranjero admitiría un trono rodeado de peligros y miserias; y los generales tendrían a menos someterse a un compañero y renunciar para siempre a la autoridad suprema. El pueblo se espantaría con esta novedad y se juzgaría perdido por la serie de consecuencias que deducirá la estructura y la base de este gobierno. Los agitadores conmoverían al pueblo con armas bien alevosas y su seducción sería invencible, porque todo conspira a odiar ese fantasma que aterra con el nombre sólo. La pobreza del país no permite la erección de un gobierno fastuoso que se consagra a todos los abusos del lujo y la disipación. La nueva nobleza, indispensable en una monarquía, saldría de las masas del pueblo, con todos los celos de una parte y toda la altanería de la otra. Nadie sufriría sin impaciencia esta miserable aristocracia cubierta de pobreza e ignorancia y animada de pretensiones ridículas. . . No hablemos más por consiguiente de esta quimera.
Así pues, no se le puede achacar al Libertador ningún deseo miserable de imponer monarquía en Colombia.
En el Discurso de Angostura (que parece un delirio político) Bolívar mostró la contradicción del medio nuestro para lograr estabilidad y armonía social. En él plantea que la anarquía está en nuestra cultura, en la sangre y en la historia y no se podría desenvolver con meras leyes. "Bolívar no creía en las recetas legales que dictaba" (W. Frank), pero hablaba como un dios porque no sabía hacerlo de otra manera.
A Bolívar lo desarmó el medio nuestro y a poco de terminar la Constitución de Bolivia, lleno de esperanzas y satisfacción por haber encontrado el milagro, tuvo una visita y un recado lejano que le destrozó el corazón. Antonio Leocadio Guzmán le llevaba Un mensaje de Páez donde le pedía que se coronase emperador. Luego Páez y Santander justificarán su conducta desleal aplicando lo que ellos querían como un deseo del Libertador. Dirán que Bolívar quería la monarquía y que ellos -liberales- se oponían a tan nefasto deseo.
De la posibilidad de una democracia en aquellos tiempos ni se nos ocurre hablar, porque hemos estado viviendo por treinta años -1988- una perfecta tiranía del idiotismo.
A modo de resumen digamos que en la concepción de un Estado sólido y perdurable Bolívar tenía en mente la organización del sistema inglés, que era para entonces uno de los mejores del mundo. Pero al final, no se hacía ilusiones, porque el sistema podía más o menos copiarse; pero, ¿y los hombres, los legisladores, el sentido del deber, la uniformidad de criterios e intereses? ¿Cómo conciliar tan dispares elementos en un terreno moral tan árido como el nuestro? El dilema era torturante, fatigante, insoluble.
Lo del sistema inglés, y otras opiniones sobre política, impulsó a Madariaga a decir que Bolívar consideraba todo lo europeo superior y que siempre reservaba en el fondo de su corazón coronarse gran monarca, emperador. Que esto provenía también de su locura de mando, de su desmedido despotismo; de ese carácter apasionado que le llevaba a imaginarse realidades extrañas y metas imposibles.
No, señor Madariaga, no se trataba de eso.
Ya Bolívar lo había advertido: Son los hombres y no los principios, ni las leyes, ni las instituciones los que forman los gobiernos. Ni Colombia era Francia ni él Napoleón. No estaba en un solo hombre hacer un imperio o una nueva aristocracia; no se trataba de las formas exteriores, las que podían enmendar los males, mejorar nuestra triste situación social; todo radicaba donde no había una base en qué levantar un gobierno que satisficiera tantos colores y ambiciones personales.
A diferencia de Napoleón, tenía Bolívar fuerte aversión a dar cargos y ascender en rango militar a miembros de su familia. ¿Qué podía esperar de títulos de nobleza, de las fortunas del poder, un hombre que había conocido los más horribles martirios: hambre, soledad, frío, desolación, tristeza, los extremos de la agonía, de la desesperación y la locura; toda clase de linderos con la muerte? ¿Qué placer podía, señor Madariaga, encontrar un hombre así, en una corona, en trajes radiantes de condecoraciones y pedrerías, y rodeado de momias principescas, sirvientes, toda una corte de genuflexos hipócritas? ¡Venirle a él con eso, a él que conocía la estupidez y todas las miserias humanas! Vaya horrenda carga de frivolidad y falsía sobre un cuerpo agotado y maltratado por traiciones, ingratitudes y las más negras y totales decepciones. Un hombre deshecho por las dentelladas de las hienas politiqueras y caudillistas; adolorido, lívido, torturado; que no estaba loco porque su pena era del tamaño de su valor y que no se suicidaba por no contravenir el orden de la naturaleza. . .
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