En un viaje, por razón de salud, nos detuvimos en una bomba y fuimos al restaurante para tomar café. Mientras degustaba el café con leche, eché una mirada a los alrededores del lugar y detecté que había un puesto de venta de periódicos y libros que parecían viejos. Pensé que los estaban rematando y me acerqué. Me puse a mirar los títulos de los libros y me llamó la atención uno con el título “Paracos” de Alfredo Serrano Zabala. Le eché una mirada al índice y decidí comprarlo por la cantidad de 85 bolívares fuertes. Santo Dios: 85 bolívares fuertes, casi el doble de lo que gana una persona que se sustenta con un salario mínimo. ¿Cómo pretende el capitalismo vender la idea que le facilita a los pueblos acceso a la educación? Gracias al gobierno bolivariano en Venezuela se encuentran buenos libros a precios muy bajos. Seguimos La ruta de viaje hacia nuestro destino. Inmediatamente me puse a leer el libro.
En verdad, desde el comienzo, se empieza a desarrollar en el lector una extraña pasión por continuar leyéndolo sin tener que detenerse en ninguna de sus páginas. Se vuelve como algo así: una comida que no se desea degustar pero es indispensable consumirla para poder garantizar que alimentos lleguen al estómago para no caer, de pronto, en desmayo. Muy bien escrito por el autor que respeta rigurosamente las opiniones de los citados. Produce, su lectura, momentos de mucha tensión como cuando una persona hace un viaje llevando un arma de guerra encima sin porte para ello y se encuentra muchas alcabalas en su trayecto donde se le somete a requisa. Es espeluznante en muchas de sus partes y, no pocas veces, se siente un torrente sanguíneo circular por las venas como deseo de que jamás se hubiese producidos los hechos que en el libro narran sus propios autores.
Si un sacerdote, de esos que toda su obra y todo su pensamiento se lo dedican a la misericordia con los demás, leyese ese libro, tal vez, su corazón moriría de tristeza o, por lo menos, invocaría tanto a Dios que éste, le lanzaría una soga para auxiliarlo del posible ahogamiento en su propio llanto. Los principales jefes del paramilitarismo en Colombia narran, con mucha crudeza algunos y otros sin remordimiento alguno, sus horrendos crímenes de lesa humanidad. Hay testimonios que erizan la piel y la rasgan a distancia con mayor inclemencia que el sol a quienes viven en un desierto a mediodía. Es terrible, sencillamente terrible, las metodología que utilizó el paramilitarismo no sólo para cometer sus genocidios, sus masacres sino, también, para penetrar casi todos los poros y tuétanos de la institucionalidad del Estado, de los estamentos más enriquecidos de la economía colombiana, de la Iglesia y hasta los sectores sociales más empobrecidos de la sociedad colombiana donde encontraba el personal necesario para llevar a cabo sus abominables y macabros planes de exterminio social. Convirtieron la política en un saco donde se guarda toda la porquería que debe desechar una sociedad para vivir en los buenos modales que se abrazan a la solidaridad común de sus sueños. Muchos, pero muchísimos, políticos, gobernantes, militares, eclesiásticos, moralistas, intelectuales, ideólogos, policías, juristas, escritores, periodistas, comerciantes, industriales, banqueros, artistas y académicos de Colombia se dejaron arrastrar extasiados, por odio racional o irracional al comunismo o por ansia de asirse de dinero fácil, para caer vencidos en los tentáculos del paramilitarismo que les garantizaba (midiendo el espacio pero no el tiempo) sus éxitos temporales que creyeron serían eternos.
De tanto dinero que manejaron los jefes paramilitares, provenientes de negocios ilícitos como el narcotráfico de drogas, se les plenó su mundo interno de contradicciones insalvables y antagónicas que los hizo hacerse guerras entre ellos mismos por el mayor dominio posible de territorios y ríos para ensanchar sus ganancias. Se exterminaban entre sí como cuando se fumigan lugares para acabar o reducir animales o plagas aborrecidas por el ser humano. El poder que disfrutaron los altos jefes del paramilitarismo estaba realmente comprometido y hasta asegurado por el poder del Estado que les debía demasiados favores. El paramilitarismo corrompió hasta estamentos donde se vive del cuento que son el ejemplo más perfecto de la moral en la sociedad. Militares de alto rango se paraban firmes ante las voces de los capos del paramilitarismo mientras políticos del alto gobierno, del Congreso, de la administración de justicia de la República y hasta de la Iglesia, comían en la misma mesa de los Paracos y daban visto bueno a todo lo que decidían los dones de ese flagelo de la criminalidad. Hay Paracos que así lo reafirman en sus espeluznantes narraciones o testimonios buscando el perdón de la sociedad.
Hay que leer ese libro para conocer cuánto daño causa a una sociedad y a otras sociedades el paramilitarismo apropiándose también del narcotráfico y haciendo el trabajo sucio de la guerra para que el traje de los militares que los subsidian y los resguardan quede impecable para los festejos que se organizan después de las masacres y genocidios. Boves, Antoñanzas y Monteverde en Venezuela, se quedaron pendejos antes los capos del paramilitarismo en Colombia. Hay que leer ese libro para conocer, igualmente, cuánto daño le hace un Estado a la sociedad comprometido con los crímenes del paramilitarismo. Es terrible, sencillamente terrible. Pero en un mundo, como el del paramilitarismo, podrido por dentro y por fuera, untado o manchado con demasiada sangre de inocentes, degenerado en todas las células del cuerpo y del alma, se puede encontrar rasgos que merecen ser destacados sin exonerar para nada a los criminales de lesa humanidad.
Particularmente, me llamó la atención la declaración de Gordolindo (Francisco Javier Zuloaga Lindo). Creo que es uno de los poquísimos testimonios del que se puede extraer algunos elementos para destacarlos como enseñanza o para la reflexión. Gordolindo dice: “A la gente le gusta la paz pero de lejos, pero cuando la ven que se les va acercando noto que los espanta, porque veo una cantidad de gente atizando una hoguera, atizando odios y atizando el problema, como si quisieran que no se acabara”. Luego, escuchado de don Berna, agrega citándolo: “… la guerra se llevaba a cabo entre personas que no se conocen para el beneficio de personas que sí se conocen…”. En verdad, los ejércitos del capitalismo, los mercenarios del capitalismo, los sicarios y paramilitares que defienden con su violencia los beneficios de las oligarquías, están retratados fielmente en las palabras de don Berna citadas por Gordolindo.
Alguien dijo que el paramilitarismo es un monstruo de mil cabezas pero nadie dude que posea, también, más de mil tentáculos que con dinero sucio son capaces de atraer hacia sí especies de muchas naturalezas. El doctor Ernesto Báez, terrible y macabro jefe del paramilitarismo, dijo algo bastante cierto: “… una decisión militar podría traer unos muertos, pero una decisión política podría generar una violencia interminable”.
Gordolindo dijo una cosa que entra como filo de puñal en la conciencia de los oligarcas pero nunca les ablandará el corazón: “La guerra que heredamos no se la podemos dejar a nuestros hijos, ellos no tienen porque matarse con los hijos del “Mono Jojoy” y de “Raúl Reyes”, porque ellos también son colombianos, porque tienen una visión de país, quieren una nación que los incluya porque son excluidos del establecimiento”.
Camaradas: lean el libro “Paracos” de Alfredo Serrano Zabala y deseando que jamás en Venezuela o en otras naciones del mundo se desarrolle un fenómeno semejante al paramilitarismo colombiano.