En el pasado adeco-copeyano, la gente de avanzada tuvo que enfrentar a los gobiernos de entonces, para que se entendiera y se diera a la producción de conocimientos científicos la prioridad debida para el desarrollo de nuestra nación, la generación de bienestar social, el enfrentamiento exitoso de nuestros graves problemas y limitaciones y el ejercicio pleno de la soberanía e independencia nacionales. Estos últimos valores no pueden ejercerse, así lo ordene la Constitución, mientras dependamos del conocimiento generado en otras naciones, sin importar la amistad que se tenga con estos países.
No interesa donde compremos automotores, refrigeradores, computadoras, cocinas, alimentos, medicamentos, teléfonos celulares, aviones, armas convencionales, helicópteros, buques y otros rubros; no importa si es en EEUU, China, Rusia, Alemania, Cuba o Irán; al tener obligatoriamente que hacerlo, somos dependientes y no somos soberanos. Ésta era una verdad en el pasado y sigue siendo una verdad hoy. No importa cómo se autodenomine el gobierno de un país; si no es capaz de ir superando este tipo de relaciones de intercambio con otros países, seguirá siendo dependiente, no soberano y continuará en el subdesarrollo.
En aquellos tiempos, la batalla había que darla también en las universidades, aunque parezca insólito. Directores, decanos y rectores, que habían alcanzado esos importantes cargos sin ser investigadores, no entendían que la función principal de estas instituciones era la producción de conocimientos. Entre comprar artículos de limpieza y adquirir reactivos de laboratorio, se inclinaban por los primeros; cuando tenían que reducir gastos, reducían la adquisición de libros y revistas científicas en lugar de erogaciones menos vitales; privilegiaban el ingreso de un portero antes que el de un auxiliar de investigación.
Es asombroso que hoy se tenga que seguir dando la misma lucha que ayer. Ha variado la forma del discurso, pero no su esencia y su concreción. Antes no se financiaba una ciencia “sin pertinencia”, que sólo interesaba al investigador; hoy, no se financia una ciencia “burguesa” que sólo sirve a la oligarquía. Y se trata de la misma ciencia: la que antes no financiaba la oligarquía y hoy no financia la revolución. Es la ciencia que desarrollan Oscar y Belkisyolé Noya sobre nuestras enfermedades parasitarias, la de Villanueva y Baldó sobre vivienda y urbanismo de nuestros barrios, la que estudia y trata nuestras alergias, la que construye las distintas prótesis que requerimos, la que descubre insecticidas biológicos para la agricultura y la que trabaja en la producción de alimentos de animales de cría.
Las ideologizaciones son siempre nefastas, pues están muy lejos de la razón y de la verdad. La contraposición entre saberes populares y ancestrales versus conocimiento científico no sólo es irracional y producto de la ignorancia, sino lesiva al desarrollo independiente del país.
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