La reforma constitucional del artículo 109 ha hecho saltar los resortes del supremacismo universitario, la meritocracia (ay) académica y la aristocracia del talento. Ciertos argumentos de quienes se oponen al cambio propuesto resultan ciertamente patéticos, en algunos casos, ofensivos a su propia inteligencia. Sólo por la confusión que pretenden crear, hay que responderlos.
Se dice si así es la cosa, entonces los porteros de la Asamblea Nacional deben elegir su directiva o presidirla. La AN es un poder nacional, no una universidad. Sin embargo, sus diputados son electos no sólo por porteros, sino por todo el pueblo venezolano, incluidos analfabetos, vagos, delincuentes, bedeles, todos.
Que los soldados elijan entonces al ministro de la Defensa y los cadetes al director de la Academia Militar, argumentan sesudos. Lo mismo, ni la Fuerza Armada ni la académica castrense son universidades. La primera se rige por los principios de subordinación, obediencia y disciplina y la segunda forma a sus cadetes con esta orientación. ¿Hay que decirles que el fin de las universidades es muy distinto?
Se arguye que trabajadores y empleados no tienen capacidad ni conocimiento para la investigación científica. Nadie les está dando ese rol. Se les está reconociendo el derecho de elegir el gobierno universitario. La función de éste no es sólo académica, sino también administrativa (algunas universidades manejan presupuesto superior a la ciudad de Caracas y de muchos estados de la república), social y, léanlo bien, política, en el mejor sentido del término.
Decir que la reforma del 109 es un pase de factura a las universidades por guarimberas o para provocar conflictos internos, no merecer respuesta. Es una tontería. En cuanto a que en las universidades experimentales no hay elecciones y tienen baja calidad, sólo dos cosas. Una, estas instituciones han permitido al Estado, bajo el gobierno del presidente Chávez, resolver la exclusión de centenares de miles de jóvenes a los que las universidades tradicionales dieron la espalda e hicieron de su drama un miserable negocio. Dos) Algunos de los que critican su calidad, designaron a sus autoridades (bajo este gobierno), no siempre a los más idóneos (pero sí los más incondicionales) y, en ciertos casos, acérrimos enemigos del proceso bolivariano.
Es probable que si usted rompe el voto cautivo encerrado en el claustro, los más académicos logren por fin ocupar posiciones de autoridades universitarias. La ley establecerá los más altos requisitos académicos para ser desde jefe de cátedra hasta rector, sin coletillas. De esta manera desaparecerá el pánico de que la cocinera llegue a decana, a menos que cumpla con la norma y, de suceder así, eso sería grandioso.
Por estos días, luego de poner distancia con Chávez, el doctor Maza Zabala afirmaba que en las elecciones universitarias lo que menos priva son los intereses académicos. Eso lo saben hasta las piedras. Hace algún tiempo, un vicerrector me decía sonreído: “nunca ascendí más allá de asistente (rango bajo del escalafón) y fui decano dos veces, ¿qué tal?; no he escrito ningún libro ni hago investigación y soy vicerrector, ja-ja. En cambio, esos viejitos académicos que se la pasan en los laboratorios y bibliotecas no pasan de ser simples profesores”. Este cinismo lustrado (no ilustrado) se sostiene sobre la vieja, carcomida, esclerosada, monárquica, monástica y medieval estructura del claustro. ¡Ah!, y allí no están los bedeles ni los porteros.
Pero la vida es así: cuando me nombran al instructor, se me sale el profesor titular; si me mientan al indio, me aflora el blanco criollo o el bisabuelo español; si me aluden al trabajador, me salta el furioso pequeño burgués. Las revoluciones tienen la virtud de desnudarnos y sincerarnos.