La moral, a decir de Adolfo Sánchez Vásquez, es la regulación normativa de los individuos consigo mismos, con los otros y con la comunidad. La moral se caracteriza por la libertad y la responsabilidad, de allí su incompatibilidad con la coerción y el derecho.
Por política, entiende el emérito catedrático de filosofía de la UNAM (murió en julio de 2011 a la edad de 95 años), la actividad práctica de un conjunto de individuos que se agrupan más o menos orgánicamente para mantener, reformar o transformar el poder vigente con vistas a conseguir determinados fines u objetivos, destacándose estas acciones en lo que tiene que ver con las relaciones existentes entre los gobernantes y los gobernados.
El poder se conserva, se reforma, o se transforma. Los partidos políticos y los movimientos sociales son el vehículo para lograr ese resultado. Entonces, les corresponde a los partidos políticos ser el vehículo de expresión orgánica de los intereses y aspiraciones de las diferentes clases o sectores sociales, pero fuera de los partidos políticos también le concierne esta actividad a los diversos movimientos y organizaciones sociales.
Claro, a los movimientos sociales los especifica su mayor autonomía y libertad en la participación de sus miembros y el carácter particular de sus luchas o reivindicaciones: ambientalistas, sin techo y sin tierra, indígenas, mujeres, campesinos, obreros, homosexuales, etc. Pero, independientemente, de cualquier distinción con el príncipe gramsciano, su actividad siempre es política, ya que entraña cierta relación de presión, protesta, o abierta oposición contra el poder existente.
En América Latina, específicamente en Venezuela, se ha ido produciendo una desvaloración de los partidos políticos y de lo que suele llamarse la “clase política”, entre otras cosas, porque: hay contradicción entre el discurso y los hechos; las promesas que se hacen no se cumplen (“Nada va bien en un sistema político en que las palabras contradicen a los hechos”, eso decía Napoleón Bonaparte)"; al haber infidelidad a los principios y programas del partido, así como ineficacia al pretender realizar los programas y principios, esta realidad deja una estela de frustraciones.
Ha sucedido, lo que todo el mundo sabe y dice: se han antepuesto los intereses de los grupos y de las corrientes internas del partido, es decir, los intereses particulares, prevalecen sobre los intereses generales del partido; o los intereses partidistas sobresalen sobre los intereses de la comunidad. El día de la promulgación de la Ley del Trabajo, el Presidente Chávez señalaba la existencia de corrientes dentro de la Revolución y, muy especialmente, la existencia de una clase burócrata.
Otro elemento contribuyente al rechazo de los partidos viene siendo el doble lenguaje o la doble moral de los dirigentes partidistas, aunado a la corrupción que ha contaminado moralmente a los partidos y banalizado la política, haciendo de ésta, muchas veces, espectáculos televisivos y de grandes centimetrajes en la prensa escrita, costosos por lo demás.
La izquierda revolucionaria debe seguir combatiendo por la libertad individual, por la justicia social, por la dignidad humana, y por la igualdad, aunque se vea atraída por lo que suele llamarse la política sin moral, o sea, “maquiavélica” eficientista, pragmática y realista, propias de la política de estirpe burguesa. Así nomas, la izquierda revolucionaria no puede aceptar cualquier resultado, si este se alcanza con medios que contradigan sus principios y valores. De igual forma no puede practicar y avalar el sectarismo edulcorado con dogmatismo, ya que merma en cualquier persona el entusiasmo para hacerse militante de un partido político que se autoproclame distinto, o bien de un movimiento social.
La izquierda revolucionaria con sus victorias y derrotas a cuestas, existe de manera viva, presente dentro de la Revolución Bolivariana, y aunque es cierto que en su gran mayoría está fuera del gobierno, debe atreverse a dar el debate con la irreverencia que le es característica y a la luz del sol, sin “logísticas” del Estado, llámese PDVSA, o este o aquel Ministerio o padrino. La historia se lo reclama; primero en el seno de ella misma y al unísono confrontando sus ideas, su ética y su moral con la llamada derecha endógena; y en segundo lugar, con los militares patriotas que ya no ven al Che Guevara como un motorizado aventurero o un guerrillero desquiciado; discusión ésta que, por cierto, lleva varios años postergada por tanto “tareísmo” positivista imperante, y en muchos casos por los temores reverenciales, así como por los perjuicios y sufrimientos que esta iniciativa pueda acarrearle.
El debate es urgente y necesario, asumiendo los riesgos, incluso, de autoacusarse de traición tanto al gran partido como a la Revolución misma. Un debate sin ultra izquierdismos delirantes o mesiánicos, en ese terreno la derecha tiene sobrada experticia. Que hable la izquierda, que hable.
A la izquierda revolucionaria venezolana le corresponde asumir su papel histórico, sin ningún cálculo de ventajas y beneficios, dedicarse a defender la solidaridad frente al egoísmo; la disciplina consciente frente a la arbitrariedad; la lealtad frente a la deslealtad; la honestidad frente a la corrupción; la transparencia frente al doble lenguaje; la modestia frente a la vanidad o al afán de protagonismo… ¿hay algo más tonto en la vida que llamarse Pablo Neruda? La lucha de la izquierda tiene que ser siempre porque haya coherencia entre el pensamiento y la acción; batallar por la independencia de juicio frente a la incondicionalidad y por la libertad frente al culto a la personalidad.
La izquierda tampoco puede admitir ciertas prácticas que desmonten moralmente a los militantes y a los ciudadanos conscientes del hecho político, debilitando sus convicciones y su confianza en los principios y valores asumidos, con lo cual también se les afecta negativamente su participación activa en la vida sociopolítica. Tales son las prácticas ya mencionadas del pragmatismo o eficientismo, por un lado, y la del dogmatismo y sectarismo por el otro. Las primeras sólo tienen miradas válidas para los resultados inmediatos o para la eficacia de los medios; la segunda sólo observa a la “pureza” de los principios que inspiran sus acciones, desentendiéndose de sus consecuencias.
Y a estas prácticas que, a cercano o mediano plazo, reducen la efectividad de la política, hay que agregarle las prácticas no menos negativas del burocratismo y el caudillismo. El Centralismo burocrático acecha toda forma de dirección y de organización política y solamente puede ser contrarrestado por la más amplia democracia interna al permitir ésta la circulación horizontal de las ideas o propuestas, así como el control desde abajo.
Ahora bien, si el burocratismo aglutina la dirección política en un grupo predilecto de la organización, que se cree y actúa como único dueño de ella, el caudillismo concentra aún más esa dirección al quedar depositada en un hombre como líder providencial “histórico” o “moral”, o por su carisma. En ambos casos el desplazamiento de abajo arriba, que tiene lugar en una y otra práctica acarrea, como consecuencia, el estrechamiento de la conciencia política de los actores políticos y la reducción, cuando no la anulación, de su participación libre, consciente y responsable. El desgaste es inevitable.
Al desechar éstas prácticas viciosas, tanto en el terreno moral como en el político, la izquierda revolucionaria debe deslindarse tanto del moralismo de los “puros” e “incontaminados” como del moralismo de los “realistas” o pragmáticos. Con esta demarcación se abre paso el modo de hacer política, en el que la izquierda se carga de moral. Pero el tema da para otros documentos, sin duda.
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Abogado y periodista