Los seres humanos somos parte de una especie del reino animal que habita en un pequeño planeta del sistema solar, parte de una de las infinitas galaxias del cosmos. ¿No es eso suficiente para tener sentido de las proporciones y ser humilde? Pues parece que no.
Nos distinguimos de las demás especies por tener la capacidad de razonar, por tener conciencia de nosotros mismos, de nuestro entorno, de la vida y de la muerte. Por eso nos sentimos superiores y creemos ser el centro del universo; pero eso sí, nunca como especie, sino como individuos. Cada uno cree que su ombligo debe ocupar un lugar privilegiado porque es la fuente de la verdad.
Resulta que los animales y otras especies “inferiores” se organizan y trabajan para su supervivencia. Sin cuestionar su posición dentro de la naturaleza, cumplen las funciones que les corresponden entre sus pares y en conexión con el todo, garantizando de paso nuestra existencia en la Tierra.
Nosotros no, nos creemos superiores y pasamos la vida tratando de demostrar nuestra importancia. Resultado de ello: la confrontación entre nosotros y la violación del ritmo de la naturaleza. Hemos llegado al punto de poner en peligro nuestra especie y el planeta, pero estamos muy orgullosos de nuestros avances económicos y tecnológicos, inspirados por el dominio de unos sobre los otros y la industria bélica.
Nuestra pequeña escala venezolana es una muestra de ello. Pertenecemos a un país que tiene el privilegio de encabezar un proceso inédito a escala nacional e internacional, pero no somos capaces de reconocerlo. Quienes lo adversan y le temen al cambio, parecen tener más conciencia de su importancia y por eso lo combaten con singular fiereza. Mientras que muchos de quienes dicen apoyarlo y se autodenominan revolucionarios, no son capaces de entender su trascendencia y lo analizan desde su ombligo, con la mezquindad propia de quien se cree poseedor de la verdad y, en consecuencia, merecedor de un trato privilegiado.
La propuesta de un Partido Socialista Unido ha alborotado al gallinero socialista, especialmente a los “politiqueros de oficio” y a la “élite pensante”. Los primeros, al propio estilo gatopardiano, quieren un cambio que no los afecte y creen que la revolución se trata del “quítate tú pa ponerme yo” y de “cuánto hay pa eso”. Los segundos, son más variados. Algunos se aferran de sistemas de pensamiento “incuestionables” y no quieren entender que un proceso revolucionario inédito incluye la revisión de las ideas. Otros, obvian lo avanzado y se quedan pegados en los miles de detalles criticables del proceso. Otros ven en peligro su papel de vanguardia pensante y no soportan la beligerancia del pueblo. Finalmente, los más oportunistas, simplemente se han quitado la careta.
Todos dicen compartir los objetivos de la revolución bolivariana y reconocen el liderazgo incuestionable de Chávez y se llenan la boca con el despertar del pueblo. Sin embargo, a la hora de conformar un cuerpo orgánico unido orientado hacia un objetivo común y dirigido por el líder, donde las bases populares encuentren su expresión y canalicen su potencialidad, utilizan su “don de la razón” para pergeñar los más variados razonamientos y no adoptar el papel que les toca dentro de el conjunto. ¿Será que tienen miedo de tornarse invisibles?
Mientras que las especies que consideramos inferiores laboran acompasadamente por el bien común, nosotros nos perdemos en un mar de dudas. Entonces ¿dónde queda nuestra superioridad?
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