Con modestia puedo decir que he recorrido unas cuantas regiones de Colombia habitadas, fundamentalmente, por gente de pueblo, humildes labradores del campo, pequeños propietarios de tierras, personas realmente solidarias, respetuosas, de poco hablar pero sí de mucho trabajar y por cuyas mentes no pasa nunca la idea de un conflicto armado donde se tengan que matar colombianos y venezolanos entre sí. Recorridos de los cuales no tengo ni una sola queja, ni una sola crítica, ni una sola palabra para vulnerar una realidad que viví, que palpé desde varios ángulos como para llegar a afirmar que el pueblo colombiano, ese que conforma a la gran masa de explotados y oprimidos por el Estado y los grandes amos de la riqueza social, es extraordinariamente trabajador, alegre, solidario, amoroso o como se dice en argot popular: buena gente. No olvidemos que en Inglaterra se realizó un estudio para determinar cuál era el pueblo más alegre del mundo, y lo ganó el colombiano, aun cuando vive un conflicto armado y político que ya va a cumplir el medio siglo de existencia. Por eso, a veces, nos resulta incomprensible que de veintinueve millones de votantes, quince lo hagan, por un lado, por los candidatos que de una manera u otra representan los intereses de los explotadores y opresores y catorce, por el otro, se abstengan y no hagan protagonismo en la elección de su destino. Por supuesto, que ese porcentaje de alzados en armas, tengan o no razón para hacerlo, no debe ser incluido en el abstencionismo ni en los votantes por los candidatos a la presidencia de Colombia, porque con su pensamiento y su accionar, estemos o no de acuerdo con sus políticas, creen sí están participando activamente en la búsqueda de fórmulas para ser protagonistas de la historia colombiana.
Pero dejamos las materias anteriores para otras oportunidades y concretémonos a analizar lo dicho por la señora colombiana.
No voy a tomarme la atribución de hablar o de escribir por el presidente Chávez. Sólo digo que por las regiones que anduve en territorio colombiano, la gente me interrogaba sobre el presidente venezolano por el cual sentían, por lo menos en ese tiempo, admiración. Incluso, hubo una oportunidad en que un grupo de niños y niñas me solicitaron que hiciera una carta en nombre de ellos y de ellas dirigida a su “tío” Chávez y que no se olvidara de sus necesidades. Igualmente, conversé con muchos desplazados que me hablaban en esa misma dirección. Decir que Chávez no quiere al pueblo colombiano es demasiado generalizado, demasiado abstracto, pero no soy quien para aclarar eso. Nadie como las acciones de respeto, de parte del Estado venezolano, a los millones de colombianos y colombianas que hacen vida social en Venezuela, puede ser un termómetro para medir la verdad o la mentira sobre la conclusión lanzada al aire por la señora. Incluso, ¡tómese en cuenta esto!, la mayoría de la población colombiana que votó en Venezuela para elegir al nuevo presidente de Colombia, lo hizo por el candidato que representa la línea más dura y radical de cuestionamiento al gobierno del presidente Chávez. Creo y seguro estoy, que ninguna institución del Estado venezolano se ha metido con esa mayoría para cobrar venganza por su posición política.
En esta oportunidad me limito a la expresión “… y los venezolanos tampoco…”. Decir que los venezolanos no queremos a los colombianos es, igualmente, un exceso de generalidad o de abstracción; es, más bien, como un chiste de muy mal gusto. Entre el pueblo colombiano y el pueblo venezolano no existen los tabúes que tratan de interponer en sus relaciones las oligarquías. A nadie le conviene tanto inventar y elevar contradicciones entre pueblos como a los gobiernos imperialistas. En eso, invierten cuantiosos recursos para crear matrices de opiniones y formar una conciencia que se enferme de tanto chauvinismo o de tanta xenofobia como para que lleguen a odiarse entre sí. Eso ni lo han conseguido ni lo conseguirán en el sentimiento colectivo de los pueblos latinoamericanos, aunque existan personas que se crean, por razón de raza o de nacionalidad, superiores a las demás.
He escrito o dicho en otras oportunidades, por ejemplo, que sólo dos naciones me gustan para vivir: Venezuela y Colombia. Nada tengo que decir del resto de ellas, porque si de admirar se trata, Cuba es una razón especial para resaltarla. Y así como yo, seguro estoy, existen millones de venezolanos y venezolanas como existen millones de colombianos y colombianas que quieren a Venezuela tanto como a Colombia. Las fronteras son una prueba fehaciente e irrefutable de cuánto amor y cuánta solidaridad se ponen de manifiesto entre los pueblos de dos naciones. Quienes conozcan la frontera colombo-venezolana pueden dar fe de esa verdad, aunque los Estados lleguen a entrar en conflicto armado.
La señora colombiana habló con un gran resentimiento, con odio acumulado de tanto escuchar a personas vinculadas al poder en Colombia decir que en Venezuela no se quiere al pueblo colombiano. Sepa la señora, sin dejar de respetarle su derecho a expresar lo que siente o lo que cree, que en la jerga política de este tiempo no se incluye el sector oligárquico (ese que explota y oprime a la mayoría de los colombianos y colombianas) en la categoría “pueblo”. Quiera la naturaleza a esa señora no sufra ningún incidente o reciba malas palabras de ningún venezolano o de ninguna venezolana en su estadía en Venezuela. Las naciones requieren de un Hitler y de un libro Mein Kampf (Mi Lucha) cargado de sentimientos racistas y cierto nivel de destilación químicamente pura de la cultura burguesa, amén de una profunda crisis económica con elevación al máximo de las contradicciones entre las clases sociales para que se establezca un régimen colectivo de xenofobia en un pueblo. Eso no es posible jamás ni en Venezuela ni en Colombia, porque, entre otras cosas, cuando nuestros pueblos alcancen un nivel de desarrollo económico-social semejante al de las naciones más avanzadas del capitalismo es porque ya no existe peligro alguno del triunfo definitivo del socialismo en toda la faz de la Tierra...