Cómo –me pregunto- puede suscribirse un pacto de unidad entre posturas tan disímbolas, según plantea Sicilia; qué honestidad pudiera exhibir el signante de un compromiso de unidad con quienes representan la causa del caos imperante por su corrupta forma de gobernar. Por favor, Javier, déjate de imaginar catecismos de sacristán y acércate a la realidad: el privilegio del amor republicano no se expresa en besos y escapularios para todos, incluidos los personeros del régimen de la injusticia y la violencia que combates; el perdón pudiera otorgarse a quienes honestamente renieguen de su pasado, pero no a quienes finquen en la deshonestidad su futuro.
Pretender un “pacto de unidad” entre las fuerzas políticas en pleno proceso electoral me parece un enorme contrasentido. En primer lugar porque inutilizaría el derecho de los votantes para optar entre alternativas distintas y naturalmente contrapuestas; en segundo lugar porque, en caso de darse, estaría plagado de superficialidades y lugares comunes que cualquiera puede signar; y en tercero porque aportaría a dejar a salvo los historiales perniciosos o virtuosos de cada uno de los contendientes.
Pero, hablando de contrasentidos, es uno superlativo el que coloca, sin el menor aseo en cuanto a legitimidad, a Sicilia en condición de censor universal que, además, la ejerce con tremenda parcialidad; mientras que a los candidatos del más de lo mismo les crítica por lo que representan al que postula un cambio verdadero, que coincide con lo postulado por el Movimiento por la Paz y la Justicia, lo ataca en lo personal haciendo eco de las “voces que dicen” que es intolerante, autoritario, soberbio, sordo, confrontador e incapaz de autocriticarse.
Según esas voces es intolerante el que no aceptó el resultado de una elección trucada, cuando su única demanda era que se volvieran a contar los votos, en atención al escaso margen de diferencia y a las sospechas fundadas de manipulación; el país no se mereció que asunto de tal relevancia se haya resuelto “haiga sido como haiga sido”. Para el más elemental civismo eso es intolerable y somos muchos los intolerantes.
La tilde de autoritario la inauguró el ínclito traficante Diego Fernández de Ceballos cuando el entonces Jefe de Gobierno se negó a pagar mil ochocientos millones de pesos del erario por una indemnización a un particular (Predio San Juan) resultado de un juicio plagado de irregularidades, en el que el entonces senador tenía interés profesional (legislador y litigante al mismo tiempo). López Obrador se apegó a derecho y recurrió la resolución judicial, a los pocos meses y con escasa repercusión mediática, el tinglado se les vino abajo al quedar demostrado que el predio en cuestión era propiedad de la nación. En tal caso, si a la estricta defensa de la legalidad y el combate a la corrupción se le llama autoritarismo, pues bendito sea.
Confrontador es otra de las tildes. Será –nuevamente me pregunto- que la política deba entenderse como la pertenencia a un club de amigos en el que las perversiones se soslayan para no afectar la armonía entre los miembros; no lo acepto, sería como convalidar el contubernio de intereses mezquinos. La política implica una confrontación de posturas ideológicas y de intereses reales, sean los superiores de la nación o los particulares del privilegio. Es innegable que en el México neoliberal sólo una estrecha minoría se ha visto beneficiada del actuar gubernamental, en tanto que la mayoría padece sus brutales efectos; callarlo y consentirlo en aras de no ofender y no confrontar sólo sería imaginable en un país de ilotas y de idiotas. Espero que nunca más sea nuestro caso. Bienvenida la confrontación.
Ahora que, viéndolo bien, Sicilia otorga una gran ventaja a Andrés Manuel: los defectos anotados son de fácil réplica y, en su caso, de corrección. La descalificación de los otros es estructural e incorregible.