En 7 de febrero de este año Bolivia promulgó su nueva Constitución. El referéndum para aprobar o refutar el texto realizado en 25 de enero, tuvo el voto SÍ del 61,5% de los electores. La carta magna es el espejo de dos tendencias. Una, es el experimentalismo institucional. La otra, el fortalecimiento del Poder Ejecutivo a través del presidente Evo Morales. Cualquier lectura superficial puede considerar la pieza una “aberración jurídica”. Yo afirmo lo contrario. Fruto de una lucha interna de más de una década, este puede ser el marco jurídico para otra forma de vida en sociedad.
En el segundo párrafo del texto, ya se muestra este anhelo: “El pueblo boliviano, de composición plural, desde la profundidad de la historia, inspirado en las luchas del pasado, en la sublevación indígena anticolonial, en la independencia, en las luchas populares de liberación, en las marchas indígenas, sociales y sindicales, en las guerras del agua y de octubre, en las luchas por la tierra y territorio, y con la memoria de nuestros mártires, construimos un nuevo Estado.”
Además de la poética entusiasta, ¿que es lo que hay de nuevo y relevante en esa carta? Comienzo con la idea del pluralismo jurídico, donde parte de la vida en sociedad podrá ser regulada mediante el derecho comunal, base jurídica del Estado compuesto por autogobiernos. En la verdad, el texto constitucional reconoce en el papel lo que las sociedades urbanas y rurales, descendientes u originarias de las naciones que allí viven desde hace más de 5000 años, ya ejercen. La nueva definición del país es de Un Estado Unitario Social de Derecho Plurinacional Comunitario. Es cómo que un jurista viniera a sacralizar ante el Estado usos y costumbres de miles de años. Las formas de democracia aprobadas reflejan esa intención política. Reconoce tanto la democracia directa y participativa (con referéndums, plebiscitos y consultas masivas), como la representativa (mediante elecciones de representantes) y la comunitaria, por medio de elecciones o nominación de autoridades y liderazgos locales e indígenas. Este modelo político va al encuentro de los principios expresos en el Capítulo Cuarto, “De los derechos de las naciones y pueblos indígenas, originarios, campesinos”, con énfasis en el Item II, sub item 5, diciendo: “Que sus instituciones sean parte de la estructura general del Estado.”
En ese sentido, vale resaltar que concretizar un país plurinacional está a años luz del folclore y del regionalismo. Atendiendo una pelea de más de 500 años, el plurinacionalismo comunitario es el autogobierno indígena, tanto en territorio urbano como rural. Esto significa, además de una nueva institucionalidad, el reconocimiento de que el Estado boliviano es la suma de las contribuciones y los conflictos advenidos con la invasión española. Por ejemplo, los idiomas oficiales, además del castellano, pasan a ser otras 36 lenguas indígenas, siendo las más habladas, el quechua y el aimará.
Es una lógica simple. En el antiguo Alto Perú, más del 60% de la población, siendo o no pueblos originarios (como aimaras y quechuas), quieren revertir su propia historia. O sea, condenar la colonización y su herencia, redescubriendo sus raíces mediante un proyecto de país independiente. Para las masas indígenas y campesinas, sólo este reconocimiento constitucional ya es mucha cosa. Pero, al llevar a la práctica el auto descubrimiento y el rechazo de la conquista, otra parte de Bolivia se pone en pie de guerra.
La política tradicional y la nueva perspectiva de país
En agosto de 2008 asistí a una charla del ex-presidente boliviano Carlos Mesa, durante la reunión de la Asociación Brasileña de Ciencia Política (ABCP). En esa ocasión, existía la amenaza de la guerra civil secesionista, donde los departamentos de la Medía Luna, liderados por la oligarquía cruceña (de Santa Cruz de la Sierra) contestaban agresivamente al gobierno electo. En su discurso Mesa se dijo “horrorizado” con las posturas de quienes estaban a la izquierda del gobierno, como el Movimiento Pachakuti, encabezado por el ex-guerrillero Felipe Quispe. Su horror se expresaba también en el texto constitucional, fruto de la práctica política del conflicto. Según el ex-vice de Sánchez “El Goni” de Losada, en Bolivia, cualquier sector social está acostumbrado a tomar por la fuerza aquello que entiende que es suyo por derecho. El propio Mesa, que asumió en 2003 después del derrumbe del gobierno de Goni, recibió un ultimátum, especie de aviso previo, dándole 120 días para comenzar a implantar una serie de reivindicaciones. El ultimátum era en serio, tanto lo fue que el presidente dueño de medios de comunicación, ni terminó su gobierno renunciando antes.
En esta misma cultura política de hacerse valer por la fuerza, la oposición derechista se articula. Es de suponerse que no iban a entregar sin lucha un país que ellos creían que era suyo, en sociedad con las potencias extranjeras, desde 1825. El paso está dado por los alcaldes de cuatro departamentos, Beni, Tarija, Chuquisaca y Santa Cruz que conformaron un frente único, llamado de Consejo Nacional Democrático (Conalde), con miras a las elecciones generales de diciembre próximo. Hasta allá, es probable que ocurran dos fenómenos. Uno es el aumento de la popularidad de Evo, llegando a los 70% de aprobación. El otro es la tentativa de deslegitimar la Constitución que representa en el papel y en la ley, un país volcado del revés.
La política es un juego duro y de reglas precisas. Esta Constitución, que viene del derecho social consuetudinario, de las costumbres indígenas, sólo se llevará adelante si el pueblo boliviano la comprende como herramienta y no como finalidad. Líderes oligarcas como el narcotraficante Branko Marinkovich, presidente del Comité Cívico de Santa Cruz no van a bajar los guantes. Hay que derrumbarlos, haciendo el desmonte de la Media Luna como eje de fuerza de derecha, y sosteniendo la lucha avanzada de los indígenas y campesinos de esta hermosa parte de la tierra de Tupac Katari.
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