Vivimos en un mundo donde son pocos los que tienen acceso a los más avanzados niveles del conocimiento mientras que los muchos se quedan con la ignorancia y las esperanzas frustradas de llegar a las cumbres de la cultura. Los pocos dominan lo más granado del lenguaje, la terminología más sofisticada, las palabras o categorías que científica o gramaticalmente identifican a los objetos y los sujetos. Los muchos, en la mayoría de los lugares del planeta, llegan –por negación de acceso a las ciencias o la educación- a crear y establecer su propio lenguaje, sus propios términos o palabras para identificar lo que en sus mentes se forman como realidad pero que no lo han aprendido en las clases de la academia científica sino por pura percepción y el trato diario como vecinos.
Los científicos y, especialmente, los filósofos y los juristas, se acostumbraron a hablar y escribir en un lenguaje que no es entendible para el pueblo de abajo, para esa chusma que carece de educación profesional, para esa masa que agota su energía física en la empresa que le ha comprado su fuerza de trabajo y no le permite o facilita tiempo para su formación intelectual. Incluso, en el mundo de hoy, hasta los malandros, para identificar los objetos y los sujetos, han creado su propio y simpático lenguaje. Por ejemplo: en vez de madre dicen la pure; en vez de reloj dicen bobo; en vez de amigo dicen pana; en vez de zapato dicen piso; en vez de cigarrillo dicen pito; en vez de ano dicen chiquito; en vez de vehículo dicen nave; en vez de novia dicen jeva; en vez de enemigo dicen culebra… Con lo que no congenia el malandro, está demostrado, es en convivir con un violador de menores y por eso, erróneamente, hace justicia, a través de métodos terribles de tortura y exterminio, por sus propias manos.
No pocas veces, por lenocinio (palabra que la mayoría de los pueblos no saben su significado pero que si se dice como popularmente se conoce alcahuetería sí lo saben), se pronuncian los hechos por términos que no sean descifrable por el común de la gente y, de esa manera, evitar reacciones que sí se producirían llamándoles como las entiende o conoce la mayoría de la gente por tanta repetición en la pronunciación. Lo que realmente es una verdad irrefutable es que no se puede, a través de ningún lenguaje o idioma, engañar todo el tiempo a todo un pueblo.
Cada cierto tiempo revienta, no hay manera de evitarlo, un escándalo porque algún obispo (figura relevante de la Iglesia) hace uso y abuso sexual con menores de edad, bien del sexo femenino o bien del masculino. Todo se hace para tratar inmediatamente de evitar que el fuego se propague en denuncias y protestas. No es cualquier persona ignorante o pobre económicamente que comete tal delito. No, es una persona culta y privilegiada. Es un notable idealista, pero filósofo al fin y al cabo y en el sexo es el más materialista de todos. Su reacción depende de los sentidos dirigidos desde el cerebro. No es un obrero o un buhonero sino una persona notable que se vale de la sotana y de la palabra de Dios para acometer una grave fechoría. No es un marinero que en cada puerto quiere dejar un beso o un hijo sino una persona que a diario, a sus feligreses, les aconseja la no violación de los mandamientos del Señor. No es un campesino de mal hablar el idioma y sin saber escribir sino una persona que cultiva la lectura y el estudio para difundir los buenos modales y las buenas intenciones del Ser Supremo.
¿Qué hacen algunos poderosos medios de la comunicación social para evitar que se desparrame por doquier y se conozca el delito de un obispo que abusa sexualmente de un menor o de una menor de edad? Algo muy sencillo: hacen uso de términos que no están descifrados en el lenguaje de la mayoría de la población. Por eso, divulgan el hecho, unas veces, como pederastia y, en otras, como pedofilia. ¿Cuántas personas de nuestro pueblo saben el significado de esas palabras o tienen la mano un diccionario de la lengua española para buscarlas y conocer de qué se trata? Sin embargo, si una persona común y corriente (un obrero, un panadero, un buhonero, un portero, un albañil, un campesino) hace uso y abuso sexual de un o una menor de edad, de inmediato los grandes medios de la comunicación social privados lo publican en letras muy grandes y en sitios muy visibles como delito de violación y exigen todo el peso de la ley para el sádico, pero son muy pocos los que le llaman científicamente como pederastia, pero si se trata del uso y abuso sexual de un menor por una alta figura de la Iglesia, de la política, de la economía, de lo militar o de la farándula, sí se utiliza, en primer lugar, la palabra pederastia o, en segunda instancia, pedofilia pero, muy rara vez, violación. Además, no se afincan en solicitar el castigo que se merece quien, de esas categorías sociales, cometa ese abominable delito y la palabra sádico no se la etiquetan para identificar al agresor sexual.
Tal vez, pedofilia –como se ha identificado a los miembros de la Iglesia que han hecho uso y abuso sexual de menores en los comienzos del siglo XXI y no como pederastia y menos violador- suena como una palabra fea por la vinculación de sus primeras cuatro letras con lo que la mayoría del pueblo común y corriente, eliminando la “d”, identifica a la ventosidad que se expela por el ano o recto. La gente lo llama peo en vez de pedo –esta es la palabra correcta y científica- y dice culo en vez de ano –este es el término correcto y científico-.Así habla el común de la gente y no como los academicistas que sí tratan de ser rigurosos con el lenguaje científico.
El que cometa un hecho de pedofilia (atracción sexual por menores de edad) o de pederastia (violación sexual en perjuicio de menores de edad) no debe tener perdón ni de Dios ni de la justicia terrenal, sea quien lo cometa un panadero o un sacerdote, un obrero o un obispo, un portero o un ministro, un esclavo o un rey, un súbdito o un presidente. De allí la imperiosa necesidad que sean castigados con todo el peso de la ley los obispos o los sacerdotes o cualquiera quien sea que cometan ese grave delito inhumano por el ángulo que se le desee mirar o analizar.
Sin embargo, es necesario decir que la Iglesia está obligada a revisar sus políticas y, especialmente, la relacionada con el celibato, porque éste estimula la clandestinidad del sexo. Prohibir el sexo con el cuento de una convicción de voto perpetuo y solemne implícito en un ordenamiento sacerdotal, es dar la espalda a la satisfacción de necesidades biológicas de los seres humanos. La Iglesia (como organización integrada por seres humanos de ambos sexos) conoce a ciencia cierta lo que lleva clandestinamente bajo su sotana cada uno de sus hombres y que si la naturaleza eso le hizo no fue, precisamente, para que lo tuviera todo el tiempo dormido. Los primeros sacerdotes, como los primeros obispos, no nacieron fruto de estudios en seminarios, sino del empirismo de la prédica religiosa cotidiana. En ese tiempo a nadie se le ocurrió prohibir el sexo entre el sacerdote o el obispo con mujeres. Hasta tenían sus hijos o hijas como cualquier familia común y corriente. Lo que es más: existía el derecho de herencia de la mujer y los hijos o las hijas sobre los bienes económicos y materiales del sacerdote o del obispo que moría primero que sus familiares. Entonces, por razones económicas y no morales o ideológicas, se hizo necesario el celibato para poder garantizar una centralización extrema de la economía de la Iglesia en poquísimas manos y, especialmente, del señor Papa. Mientras perdure el celibato nacerán muchos niños o niñas sin padres identificables, se producirá pederastia o pedofilia (o mejor dicho: violación de menores) en secreto con un elevado nivel de lenocinio de Estado, de clase, de jerarquía eclesiástica, de organizaciones de diversas naturalezas, de grandes y poderosos medios de la comunicación social y, especialmente, de administradores de la justicia jurídica., porque el capitalismo –y menos el altamente desarrollado o imperialista- se puede dar el lujo de caerse a martillazos cuestionando y condenado su moralidad burguesa.
La Iglesia sabe de, por lo menos, tres mil (3.000) casos de pederastia y pedofilia (violación sexual a menores de edad) realizadas por sacerdotes y obispos, de los cuales el 60% no es procesable jurídicamente porque, precisamente, al ser considerados como pedofilia no se les otorga categoría de violación sexual propiamente dicha, ya que por ello entienden exclusivamente la atracción sexual por menores de edad. Incluso, el Papa actual (Benedicto XVI) se vio envuelto en un caso de lenocinio al no poner a la orden de la justicia a un sacerdote violador de menores de edad en Alemania cuando él era arzobispo. Sin embargo, ya parece ser aclarado completamente el caso y demostrado que el Papa no tuvo culpa alguna en el caso. Un obispo renunció por haber enviado a ese sacerdote violador a otra Iglesia y evitar así que fuera juzgado por la justicia.
Lo importante es que se entienda que una Iglesia no puede estar por encima de la sociedad, porque ya es suficiente con que el Estado sí lo esté. Este tiene el deber de hacer que los pedófilos y los pederastias paguen por su crimen, aunque la jerarquía de la Iglesia trate de excusarlos o protegerlos. Esa no es su labor religiosa, sino la lucha por la liberación de los pobres de todas las expresiones de la esclavitud social como lo hicieron Jesús y, entre otros de su tiempo, el apóstol Pedro y el camarada Judas Iscariote.