La candidata María Corina Machado se queja de que le hicieron violencia cuando intentó colearse, sin civismo, sin decencia, en el simulacro del CNE el domingo pasado. Típico de la oposición: se queja de una violencia falsa mientras ejerce violencia verdadera. Claro, ella no tolera una cola porque nadie de sus apellidos ha hecho cola en varias degeneraciones. Y embuste, no le hicieron violencia nada. Ya hubieran salido las imágenes por la prensa carroñera que se desató sobre Venezuela en víspera de estas elecciones, como confesó bobolongamente un amarillista de tantos.
La oposición aúlla cuando le ponen un límite legal a lo que le da la gana. Publican una foto repulsiva y no aceptan que un juez les ponga límites. Quieren poner puertas a un monumento de la humanidad, la Ciudad Universitaria, y berrean porque no los dejan desfigurar el patrimonio. Un actor protesta contra el gobierno porque no lo dejan trabajar en una película financiada por ese gobierno.
Está bien, dicho así suena a abuso de poder, atropello dictatorial, etc. Pero todo cambia cuando uno recuerda que María Corina Machado firmó la inmarcesible Acta de constitución del Gobierno de Transición Democrática y Unidad Nacional el 12 de abril de 2002 y le ofreció el país a Bush. O sea, participó en un golpe de Estado con descaro y desfachatez, vende el país y ahora reclama trato democrático.
Es, y que la Mafia me perdone la comparación con MariCori, como si Al Capone exigiese que se le tratase con la bondad de la que él no es capaz. Cierto que hasta Capone tiene derechos humanos, y es bien que a María Corina se le prodigue el respeto que merece todo ciudadano, cualesquiera que sean sus antecedentes penales, porque en cualquier país del mundo los firmantes del Acta Inmortal estarían presos.
Nadie merece que se le trate como en sus horas de gloria el gobierno golpista nos trató, que se le someta a un linchamiento como se intentó con Ramón Rodríguez Chacín, Tarek William Saab, Ronald Blanco La Cruz, entre tanta gente. Un ínclito jurisconsulto de la IV República declaró que, ante la negativa de Blanco La Cruz a aceptar una usurpación y una cayapa, había que “someterlo por la fuerza y arrestarlo”. O sea, el acto dictatorial por excelencia. Mi padre me contaba indignado cómo vio a ese jurisconsulto de rodillas ante el Bachiller Castro, el infame torturador de la Seguridad Nacional. Detalles.
Nadie merece que se llame a su persecución por radio, televisión y prensa. Como hizo el diario TalCual con este titular del 13 de abril de 2002: “¿Dónde está Freddy Bernal?”, interrogación que en ese contexto tenía un sentido clarísimo de instigación a la cacería humana. Nadie merece que se invite a poner su nombre en la cerca del Aeropuerto de La Carlota, para su persecución y tortura. O su muerte. Eso no lo merece ni María Corina.
Porque aquí se nos presenta un trance ético: una persona que se comporta como forajida no tiene derecho a exigir nada, aunque sus víctimas tengamos el deber de reconocerle todos sus derechos, porque el mayor triunfo del malvado es convertirlo a uno en un malvado como él. O ella.
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