Daniel Viglietti montevideaneaba habitualmente, con su guitarra-compañera y era fácil cruzarse con él por la calle, o encontrárselo en cualquier café del centro. Lejos de cualquier prototipo de artista exitoso, popular, querido.
¿Quién era Viglietti? Él se autodefine: “Soy eso, una especie de referencia de una etapa que se ha venido viviendo, con aciertos, errores, desajustes, con emociones, con valentía, con miedos, una etapa de hallazgos, de pérdidas… Seguimos buscando lo humano, eso que el Che simbolizaba como el hombre nuevo lo seguimos buscando, aún cuando seamos generacionalmente veteranos… Creo que no hay conciencia sin emoción”.
En realidad, decía, uno siempre se está componiendo, porque se está pensando, soñando, sufriendo, respirando la porción de realidad que al trovador le toca vivir, siempre se está como afinando ideas…Pero tampoco creer que uno es una máquina de cantos políticos. Así como me nacen canciones de opinión, me nacen otras sobre el paisaje, sobre el amor, sobre seres entrañables, siempre desde un modo de concebir la vida.
Y hablaba de “una vida igualitaria, lo más parejita posible, sin soberbia, sin codicia, defendiendo la alegría, como nos pedía nuestro entrañable Mario (Benedetti); la ternura, el compañerismo. “Defendiendo las arenas rochenses de Valizas al cantar El vals de la duna, defendiendo el amor al cantar “Anaclara”, defendiendo la educación al recordar a la maestra uruguaya desaparecida Elena Quinteros, cuestionando la impunidad al cantar mi música para el poema de Circe Maia Otra voz canta.
Y “defendiendo nuestra cultura cuando abordamos a Violeta Parra o a Atahualpa Yupanqui o a Mario Benedetti o a Eduardo Galeano, defendiendo la libertad de pensamiento cuando evocamos al sacerdote colombiano Camilo Torres que, en su momento, cambió la sotana por un fusil, o al capitán Carlos Lamarca que cambió la puntería del suyo, defendiendo la memoria de Salvador Allende, de Miguel Enríquez, de Víctor Jara en Chile, como en mi país la de Raúl “Bebe” Sendic, o en el mundo la del nuestroamericano que fue el argentino Ernesto Guevara”.
Quizá el lacónico título de la primera página de La Diaria lo expresa todo: Sólo digo compañero.
Muchos lo recuerdan por A desalambrar, un himno popular desde hace 50 años: “Ese verbo que inventé en 1966 es un símbolo que me nació del Reglamento de Tierras que Artigas creó en 1813. Se trata, todavía hoy y no solamente en Uruguay, de desalambrar los latifundios”. Y con Viglietti llegamos a la conclusión –ron mediante, en Caracas- que ahora había que desalambrar también los latifundios mediáticos.
“Permanece el latifundio, sobrevive, se realimenta, se redimensiona. El yugo de la banca internacional nos sigue sometiendo, salvo rarísimas excepciones como son los casos de Cuba y del proceso bolivariano, o una experiencia altamente positiva como la de Bolivia con Evo Morales. Todos esos elementos que permanecen hacen que la canción -en el caso mío- tenga un eco y pueda encontrar nuevos oídos”, decía a principios de octubre en Chile.
Seis décadas
Lo conocí hace 60 años, por su amistad entrañable y creativa con mi hermano Coriún. Quizá por eso se me hace difícil escribir. Recuerdo el estuche de su guitarra que antecedía a su enorme jopo mientras bajaba por la empinada Susviela, allá en El Prado, en el norte montevideano.
Dice La Diaria que “cuando cantaba no tenía edad. La memoria del cuerpo, ejercitada en la escuela exquisita de Abel Carlevaro, lo despojaba de los años y era cada vez el de siempre, como iluminado en integración perfecta con la guitarra, como si aquel mechón de pelo joven le cayera todavía sobre la frente.
Era parte de aquel renacer cultural uruguayo de los años 1960, junto a Los Olimareños, a Alfredo Zitarrosa, al Sabalero (José Carvajal), el payador Carlos Molina, y tantos otros, que –decía él- cantaban “a coro sin saberlo [...]. Todos amantes de la libertad en el sentido más profundo y menos manoseado del término; me gustaría decir libertarios”. “Ojo: no estoy olvidando a los luchadores anónimos. Todos son una especie de sujeto colectivo que impulsa a seguir”.
Recorrió medio mundo llevando su humildad y su solidaridad, su rebeldía y esperanza, su excelsa guitarra y su canto. Compuso hitos como A desalambrar, Canción para mi América, Declaración de amor a Nicaragua, La Patria Vieja, Duerme Negrito, Canción para el hombre nuevo…
Nicolás Casullo comentaba, en setiembre de 1971, el recital en el Teatro Ópera de una revolucionada Buenos Aires: “De pronto cientos de voces cobijadas por las estrellitas del cielo raso: Lucha, lucha armada, viva el Che Guevara…. De golpe: la toma del escenario, muchedumbre sobre las tablas suben y suben. Solo dejan un pequeño círculo en el centro, vacío. Iluminado, con tres micrófonos apuntándolo. Allí se ubica, recibido por miles de palmas que aplauden, Daniel Viglietti”.
“El uruguayo cantará, sin ningún tipo de histrionismo ni histerismo. Le cantará a Guevara, a Camilo Torres, a los estudiantes, a las guerrilleras. Contará de los tupamaros sin nombrarlos, hablará del Sendic, del chueco Maciel, dirá con música, con una guitarra pausada, que crece, que desaparece, dirá con una letra, coherente en lo político e ideológico, zonas de la epopeya de una liberación que se asume un continente”, narraba en la revista Nuevo Hombre.
Cuando lo detuvieron en 1972, los estudiantes rodearon en una manifestación relámpago la Jefatura de Policía y volantean una imagen con dos manos y una leyenda que dice “en Jefartura se está torturando a un patriota”, que obliga a las autoridades a visibilizarlo. Lo que permite la protesta internacional y su posterior liberación y exilio.
La tarea más dura en su exilio francés, fue abastecerlo de jalea y licor de pétalos de rosa negra, manufacturados por doña Victoria, la madre de su amigo Coriún. A éste se le dio por morirse tres semanas antes que Daniel, rompiendo seis décadas de amistad. El jueves último, lo recordó cenando comida armenia con su compañera Lourdes (mexicana y para peor psicoanalista) y Nairí, la hija de Coriún, extrañando a su propia hija, Trilce, quien vive en Paris.
Nuestroamericano soy
Recordaba El Flaco que “en 1982 en la Nicaragua sandinista inicial, se me ocurrió el término “nuestroamericano” en la letra de mi canción Declaración de amor a Nicaragua; me nació de un sentimiento de siempre que nos viene de Bolívar, de Martí, del Che, del propio Artigas, la idea de la unidad latinoamericana. Pero con el tiempo me doy cuenta que esto no borra las identidades, en sus aspectos positivos y negativos, de cada una de nuestras patrias”.
“Somos todos uno, pero cada una de nuestras historias es un mundo y tiene sus coordenadas propias. Pienso que hay que lograr aunar toda esa diversidad y los logros obtenidos”, remarcaba, grabadora en mano, dispuesto a entrevistar a su entrevistador.
Últimamente se había decidido mezclar temas de vieja y nueva cosecha –“es una despedida en continuado”, me dijo a principios de octubre-, como en su última presentación en Piriápolis, en Santiago de Chile, en Vallehermoso, “un paseo por diferentes estilos de músicas, seres que está prohibido olvidar, historias de amor y resistencia, algo de humor, con canciones en su mayoría de mi autoría, que voy a elegir desde mis comienzos en 1957 hasta este 2017, en que conmemoramos los cien años del nacimiento de ‘la única violeta que nació de una parra’”.
Le gustaba estar al tanto de la realidad y le preocupaba mucho el terrorismo mediático: “nos abarcan y nos manipulan en una hipnosis que rompe conciencias, que adormece el sentido crítico. No es fácil ni es habitual ejercitar la contralectura de lo que vemos, de lo que leemos, de lo que escuchamos en esa suerte de nueva iglesia inquisidora que son los medios. Las imágenes intentan dominar el imaginario colectivo, y muchas veces lo consiguen. Y lo cultural es infiltrado por la seducción de los mensajes del poder”.
“Si un día crece la rebelión popular, ahí está siempre latente la amenaza de la represión, de encarcelar, torturar, y si la situación se agrava, aplicar la receta de los misiles y las bombas, ahora muchas veces en ataques anónimos desde los siniestros drones no tripulados. En nuestro sur esto fue muy claro en los años de plomo, aunque sin la guerra generalizada. Y hoy continúa este otro conflicto, la guerra invisible, la de los medios… sin olvidar las de destrucción y las desesperadas migraciones de tantas poblaciones, como en campos de concentración móviles”, señalaba a principios de este octubre, 100 años después del otro.
“Como mínimo son cinco las prioridades para un mundo mejor: la alimentación, la vivienda, la salud, la educación y el trabajo: es un buen resumen de la sed de estos tiempos. Como los cinco dedos de la mano izquierda. En ese caso, de puño abierto”, le decía a periodistas curiosos.
Elegí recordar dos anécdotas, una de 1971 y la otra de 2005.
La patria chueca
Nelson El Chueco Maciel, a quien la prensa sensacionalista montevideana llegó a bautizar como “el enemigo público número uno”, nació en Tacuarembó y recaló junto con su familia en los cantegriles del barrio Marconi, por Aparicio Saravia, en la periferia de Montevideo.
Cantegril era una zona de más lujo en Punta del Estey el pueblo con ese humor crítico que lo caracteriza, le aplicó a los lugares más pobres, a las villas miseria, el término cantegril. “Y allí creció un muchacho que venía del interior del Uruguay, en el proceso de migración campo-ciudad, que se llamaba Nelson Maciel y le decían “chueco”, porque allá nombran así a los que caminan con los pies un poco hacia adentro”, recuerda Viglietti.
“Este muchacho comenzó a hacer algunos asaltos para acercar comida a los miembros del cantegril. Asaltó camiones de comestibles y bancos para conseguir dinero para ayudar a los del cantegril y así se convirtió en un símbolo creciente. Se le defendió mucho en el cantegril, hasta que un día de 1971 fue capturado y asesinado dentro de una camioneta. Esto despertó una enorme cantidad de sentimientos. Así yo hice la canción. Tuve la oportunidad de cantarla incluso delante de la madre del propio Chueco Maciel”.
Era época de persecución política, de medidas “prontas” de seguridad. En ese 1971, el general Líber Seregni, líder del recién fundado Frente Amplio, fue a visitar el comité de base que se había formado en el cantegril, mientras Viglietti componía con mucho cuidado su canción, para que no sirviera de excusa para alguna represión o prisión por ejemplo por apología del delito. Por eso, el Chueco “aprieta el gatillo y no quiere matar”.
Con Chávez, vía Alí Primera
Viglietti llegó por primera vez a Venezuela en 1974 para encontrarse con el cantautor Alí Primera. “Yo capté la autenticidad, profundidad, y el hecho de que no había que detenerse en dos o tres canciones para juzgar una obra. Cuando empecé a recorrer su obra, en la medida que lo conocí hablando de cosas políticas, ideológicas, en seguida me sentí cerca, amigo. Si alguien lo cuestionaba yo era de los que defendían”, explica, 40 años después de esos días de playa, cuando Viglietti dio algunos recitales en la aula magna de la Universidad Central de Venezuela.
En 1983, Daniel y Alí arriba de un avión de combate, sobrevolando el cielo de Nicaragua junto a la chilena Isabel Parra, y el cura y poeta sandinista, Ernesto Cardenal, cuatro años después de aquel ingreso triunfal rojo y negro por las calles de Managua, de la victoria revolucionaria. En cuartel de San Carlos, en la zona de frontera con Costa Rica, Alí tomó su cuatro y cantó a un grupo de milicianos sobre las luchas de ese país en revolución, que resistía contra una guerra dirigida desde Estados Unidos.
Ese recuerdos lo llevó de regreso a Venezuela, cuando se conmemoró un aniversario de su muerte, y se lo participó en 2005 al presidente Hugo Chávez, cuando lo conoció, frente a frente, guitarra en mano y asado y vino adelante, en los quinchos del Pepe Mujica. “Alí Primera es la banda sonora del chavismo”, me comentó entonces.
Estaba la larga mesa en U, con ministros, ex guerrilleros, dirigentes, trabajadores, disfrutando del asado y la presencia del “comandante”, y venezolanos y uruguayos intercambian opiniones y tarjetas. Chávez ya había anticipado que iba a estar un ratito, y que quería descansar.
De repente, con el postre ya servido y el vino mermado, aparece un flaco melenudo con una guitarra, sentado delante de Chávez, los embajadores Jerónimo Cardoso y María Urbaneja y otros homenajeantes, tocando unos acordes, en espera del silencio. Chávez miraba con cara de “no entiendo nada”, hasta que –como si hubiera un protocolo preestablecido – se fue haciendo silencio en la concurrida sala.
Obvio: ni un micrófono, ni una cámara de video, ni un grabador. Apenas tenedores y cuchillos. Hubo que explicarle silenciosamente a Chávez quién era ese señor tan serio que insistía con su guitarra. La segunda canción fue una de Alí Primera (Techos de Cartón, si no recuerdo mal) y a Chávez se le fue enseguida el cansancio y terminó cantando las coplas de Florentino y el diablo.
Numerosas veces Viglietti visitó, desde entonces, Venezuela. Siempre solidario, siempre presente. Siempre buscando material para sus audiciones de radio y televisión. Y su último mensaje a Chávez fue: "Los combates de la vida son tantos, tantos y tantos, por ellos canto".
“Mi deseo de cantar de nuevo en Venezuela, Cuba, Chile, Ecuador, Colombia, Bolivia, Perú, El Salvador, siempre es fuerte, pero se pospone por razones de organización, de producción, o porque no hay eventos que hayan requerido de mi solidaridad. Siempre ando navegando a dos aguas; la de la solidaridad y la de mantenerme con mi trabajo. Es evidente que no formo parte del show business... Más de la mitad de mis actuaciones son por causas solidarias”, recapitulaba dos semanas atrás.
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Ya no habrá más A dos voces con Benedetti, ni actuaciones donde la solidaridad lo reclamara. Todos saben que El flaco murió de exceso de solidaridad, a los 78 años, en la misma Montevideo, cuando La Cumparsita cumplía cien años. Pero la ciudad no era la misma: ya no estaban Benedetti, Idea Vilariño ni Galeano, hacía mucho que se habían ido Zitarrosa, El Sabalero, Capagorry, Carlitos Molina, Lazaroff. Y reciencito nomás, se fue Coriún…