No al personalismo, no al autoritarismo: viva Chávez

Pensar es un acto natural. Todos pensamos, incluso esa casta de bolsas llamados dirigentes del antichavismo. Todos somos capaces de pensar, cómo no. Incluso Antonio Ledezma, Marcel Granier, Nelson Bocaranda y el burro ese que quema las banderas de ocho estrellas en nombre de Patricia Poleo: todos sabemos pensar. Pero cuando el verbo adquiere su otra acepción, esa que equivale a crear, que ya no es palabrear conforme a lo que nos han inculcado o impuesto sino elaborar y discutir ideas y haceres rumbo al mundo mejor que nos merecemos, la labor se torna difícil, ardua, engorrosa. Sostener y defender la premisa según la cual hay una clase de elegidos destinada a dirigir el país y una enorme masa de gente bruta que no estudió en la academia formal o la desaprovechó, y por lo tanto su función en la vida es dejarse arrear por la “clase pensante”, forma parte de un imaginario colectivo difícil de erradicar.

El pueblo llano de Venezuela y todos los pueblos oprimidos del mundo han sido entrenados para adorar un esquema muy claramente identificado: lo respetable e intocable es blanco, anglosajón, millonario y adusto. Desde la imagen de Cristo y de Dios hasta los cánones de belleza impuestos por Hollywood, ha operado un sistema que promueve la adoración de un tipo de gente que no se parece al pueblo pobre. Llámase “inteligente” al individuo que salió de un barrio, hizo fortuna y se mudó para el Country (síndrome Malula); el estúpido es el que se quedó en el barrio. No hay recursos en el mundo para que todos los seres humanos alcancemos el nivel de vida de La Lagunita, pero la propaganda capitalista se las ha arreglado para hacernos creer que quienes se pudren en sus ranchos o bajo los puentes son una cuerda de bichos brutos e ineptos, perdedores en la guerra secular en la cual sobrevive el más apto. Aptitud: capacidad para canibalizar a sus semejantes y de pasarle por encima al prójimo con tal de salir de la miseria. De la miseria pecuniaria, porque háblame tú de pobreza moral.

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Ah, me había olvidado del título. Es que Chávez es un raro caso de autoritarismo personalista: el hombre promueve la participación colectiva como única forma de alcanzar la felicidad de la raza humana. El chavismo es la adoración de un líder cuyo ruego permanente consiste en indicarles a los ciudadanos que se organicen colectivamente para que sean más fuertes. Parece un suicidio, porque Chávez pide fortalecerse al único elemento que puede oponérsele y derrocarlo. Pueblo y presidente son figuras antagónicas; la figura presidencial fue creada e investida de esa aureola divina para que al populacho no se le ocurriera usurpar sus funciones. Lo llaman mandatario para que, cuando el presidente la cague, el pueblo tenga sentimientos de culpa: fue usted quien lo puso allí, mi hermano. ¿Lo elegiste? Pues te lo calas, porque tú “lo mandaste”. Chávez ha pateado vilmente esa figura de ídolo suprahumano. Todo este rodeo para venir a aterrizar en la conclusión que parece un eslogan: Chávez es presidente pero no lo parece, porque en esencia Chávez es pueblo.

Es perceptible la contradicción entre su carácter de líder y su propuesta vital, porque el sistema en que ha nacido es contradictorio: los regímenes personalistas son creación de la democracia burguesa. ¿Por qué las cosas están organizadas de forma tal que los Estados son dirigidos por presidentes (uno a la vez)? Precisamente para evitar que a algún gracioso se le ocurra que gobernar no debe ser asunto de individuos sino de masas de gente desbordada y vuelta a encauzar. La democracia eleccionaria es la creación más personalista y autoritaria de la historia. La figura del presidente es el ideal del señor solitario sentado en un trono impartiendo las órdenes que han de mover el barco para aquel lado (el derecho, casi siempre).

¿Estamos entendiendo por qué Chávez es visto como un bicho raro en la política mundial, no digamos en la venezolana? Porque por primera vez un señor a quien llaman caudillo y tirano personalista, ha abierto las compuertas para que el ciudadano común no sea reprimido por cuestionarlo todo (incluso a la figura presidencial), sino estimulado para que lo haga.

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Por ejemplo, todavía hay gente que tiembla y se para firme ante la sola mención de Arturo Úslar. Fueron muchos años de adularlo por haber dicho que el petróleo había que sembrarlo; mucha televisión y libros de pasta gruesa rendidos a sus pies, como para venir a decir ahora sin esfuerzo que ese bobo, tótem de los purasangres nacidos en Caracas, no sabía interpretar el mundo sino a la luz de las enciclopedias que se aprendió al caletre. Que la mente de ese señor no era superior a la de nadie y que el peor método para entender a la humanidad es el que el tipo cultivó durante toda la vida: enclaustrarse en una maldita biblioteca hasta las metras de libros pero vacía de valores humanos. Sorpresa: el nombre de aquel programa era la evocación de un sujeto que Úslar no conoció, pues eso que llamamos ser humano no está en los salones parisinos ni en las bibliotecas, Venezuela no está en las páginas de Gallegos y la política no está en los discursos de Betancourt. Hace falta patear calle para conocer al hombre y sus valores, y la calle es un asunto del cual Úslar se divorció antes de la mitad de su existencia. Fue en 1936 cuando le puso por título “sembrar el petróleo” a un artículo, y ese título corrió con mucha suerte. Diez años después los adecos le metieron un patadón por el culo y el hombre, desilusionado porque creyó que todo el país era adeco, se recluyó en sucesivos exilios y mansiones. Esa es la imagen convencional del triunfador: alguien a quien el país le huele mal y por lo tanto va a montar su tarantín en el olimpo de los sepultureros del pensamiento, allá arriba donde nunca verá ni olerá a un campesino ni a un mecánico.

Tales son los ídolos de la “clase pensante”: sujetos personalistas que detestan al país pero exigen de éste que los venere. Tal es el país al que no debemos regresar. El líder del nuevo tiempo es aquel que deja pasar al pueblo y camina junto a él, no el que se aísla con aire de dios improbable.

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José Roberto Duque


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