(A propósito de su aniversario 468 de Barquisimeto este 14 de septiembre de 2020)
Salvador Garmendia (Barquisimeto, 1928-Caracas, 2001) en su novela "Memorias de Altagracia" (Editorial Oveja Negra. Bogotá. 1974) rinde cuenta, a partir de la tradición oral, de lo que algunos historiadores profesionales dan en llamar historia cotidiana. Eventos menudos propalados en su entorno por familiares: su madre, sus dos tías-niñas. Por ejemplo, Augusta con quien a veces asistía a misa los domingos y en especial el tío Gilberto con el que compartía una semi lengua compuesta por unas especies de interjecciones y gramática fragmentaria: se saludaban con un "Calín Calimba y Machú machumba" (p. 6) o "Cachún capú de manelín" (ibídem., p. 8); también con su otro tío Francisco, el boticario, en cuyo establecimiento tuvo por primera vez la visión de personajes fantasmagóricos llamados los "Andarines". Seres andrógenos y enajenados de otras partes del globo terrestre que aparecían y desaparecían de la anda como consecuencia del paso del Cometa Halley en 1910, magos de ferias y primeros aviadores ingleses o vendedores de fantasías de feria y artículos modernos de cocina que alimentaron su imaginación en su niñez, mediante lo cual él fue descubriendo el mundo y a sí mismo.
Es parte de lo que la académica Inés Quintero denomina historia cotidiana, "cordial y sencilla ("No es cuento, es historia". Hoja del Norte. Editorial Melvin. Caracas. 2012. P. 9), en este caso una parte de la ciudad de Barquisimeto. Bien de la segunda mitad del siglo XIX como de la primera del siglo XX. De esa manera como el artesano de cobijas, hilos y cordeles, mecates, chincorros, hamacas, marusas o moldes de capelladas en un telar colorido, que para él fue la máquina de escribir, fue anudando y tejiendo costumbres y modos de vida que giraron alrededor de la transición agrario-rural e industrial-incipiente en una juntura entrañable; en este caso, esas historias van unidas a la descripción de actividades propias de los accidentes geográficos: playas, planicies, montañas, ríos y quebradas, por cuyos senderos los aborígenes, campesinos mestizos y familias principales construyeron caminos ancestrales que luego los europeos conquistadores y misioneros ampliaron y se denominaron "Caminos reales" para el comercio recuas de mulas, burros y pasos de caballos mansos; luego roturarían carretas superficiales y más amplios emplazamientos urbanos, comerciales e industriales, aunque bastante incipientes con las casas comerciales, cines a cielo abierto y otros establecimientos por entonces.
Sin embargo, es de resaltar que Garmendia de manera extraordinaria usa recurso de la metáfora de la casa como lugar de memoria y ente viviente, perro caballo u otra bestia, al que en sus palabras:
"También se puede llevar por la calle toda la casa con sus ruidos, las caras distraídas que parecieran ir de viaje a lugares de mucha gente donde hay gritos y música, el patio encandilado lleno de ponzoñas y hojas velludas, el susto de una ventana entreabierta y llevarla así, al diestro, como un caballo grande y huesudo. Otras veces era despedido por el conducto del zaguán, como si atravesara la horqueta de una honda" (Garmendia, 1974, ob cit. P. 6).
Así, nombra algunos elementos de un imaginario que ya es ajeno a las nuevas generaciones, pues, ya no hay muchas casas con zaguán, un vestíbulo, portal o corredor de entrada tradicionales a las casas y los adolescentes no suelen usar ni construir hondas o tira-tiras de goma y horqueta para divertimentos perversos como cazar palomas; hoy sólo el centro histórico de Barquisimeto, cada vez más deteriorado en su patrimonio cultural edificado, de cuadrícula hispanoamericana, cuyas casas recogidas sobre sí misma, solariegas de ventanales de grandes balaustradas, tejados a doble aguas, se puede observar que se comunicaban con el exterior a través del zaguán con piso de ladrillos. Un mini conducto amurallado y pudoroso. Entonces la calle bien podía estar empedrada y el tropel de caballos y recuas de mulas o jumentos de carga, retumbaban, ya el siglo XIX de acuerdo con Manuel Caballero ("Historia de los venezolanos". Caracas. 2010) fue el siglo del caballo como animal de guerra y otras nobles bestias de carga, como lo fue el veinte el siglo del automóvil y el avión, de uso civil y militar.
Por otra parte, como ya se ha dicho aquí en "Memorias de Altagracia" aparece la figura del Boticario en la persona de un tío del narrador, un habitante de un establecimiento verdaderamente mágico de olores envolventes e historias sin fin. Con un "Mostrador" donde reposa "… el gran ojo deslumbrante del boticario, lleno de un jarabe esmeralda donde una sanguijuela se va en sangre" (ibídem., p. 7); también:
"En los tramos de la armadura negra están los frascos e hileras, grandes pomos redondos y lechosos rematados en preciosas cúpulas. Allí muestran sus rótulos y arabescos dorados que traen nombres de países lejanos; o bien se trasladan a las páginas de los libros, cajas llenas de humo y tempestades que voy a abrir ahora en el fondo de la rebotica y allí serán reflejos de mapas de viñetas dibujados a pluma sobre un papel color tabaco o unos mares enanos de piel arrugada donde anidan serpientes y muchas islas aromáticas color de yodo y sepia" (ídem).
Llama la atención igualmente cómo el narrador al describir el establecimiento de la farmacopea le asombra los países lejanos, las islas en mapas enanos o a escala pequeña, con lo que recordando al profesor Ramón Tovar en sus libros como "Lo geográfico" diríamos que realiza un ejercicio inferencial con los frascos, si bien no se debe olvidar que "la geografía entra por los pies" y se recomienda su estudio mediante viajes a lugares específicos como parte de una "muestra geográfica", con experiencias in situ pero los mapas son un excelente recurso como sistema de información; asimismo, es destacable cómo el escritor larense no olvida mencionar remedios caseros en esa evocación en que una sus protagonistas es la casa familiar cuando señala en un diálogo:
-Mamá viene de lejos trayendo una taza de hierbas cocidas de las que se bebe con los ojos cerrados (ídem).
Otro aspecto de la crónica entre lo rural y lo urbano que es, digamos, la novela "Memoria de Altagracia" alude a la llegada del avión a Barquisimeto y lo que ello significó en el imaginario local y regional, dice que eso fue:
"Mucho antes que Absalón Olavarrieta efectuara su primer vuelo, el único que consiguió llevar a cabo sobre los techos de Altagracia; la sabana de la Ruesga, donde él tenía una casa, llegó a ser el mejor campo de pruebas del mundo. Por su puesto que aquello nada tuvo que ver con la hazaña de Mr. Boland, ocurrida muchos años atrás, la cual, sin duda, fue de una naturaleza del todo diferente a la que realizó después Absalón" (ibídem., p. 37).
A continuación, aborda lo que uno puede suponer sea el famoso Ferrocarril Bolívar de mucha historia en la región cuya ruta se abría desde esta ciudad comercial hacia Puerto Cabello o viceversa, por eso acota:
"Mr. Boland trajo su avión desarmado en los vagones del ferrocarril. La estación con sus galpones de madera vacíos y sus confusas construcciones metálicas que siempre parecieron ser el comienzo de algo que nadie se resolvió a acabar, se prolongaba en un gran lienzo de sabana estéril, a donde fueron trasladados inmediatamente los cajones cargados de cadenas y cerrojos y pintados de enormes letreros de alquitrán absolutamente indescifrables. Él solo rehízo su aparato en silencio, a la vista de una multitud que lo observaba desde doscientos metros de distancia; y apenas la armazón de alambre estuvo terminada, subió de un salto ágil al asiento, manipuló algunas palancas y el cerebro mecánico del insecto se puso en movimiento. Segundos más tarde, la hélice quedaba convertida en el halo de una zaranda. Luego, las grandes ruedas de triciclo giraron en un despliegue lento que detuvo los pulsos y expandió alrededor el aura del milagro, como podría ocurrir con los primeros intentos de un tullido que va a recuperar el movimiento a la vista de todos" (ibídem., p. 38).
El vuelo del avión y que a todos espantó fue de la siguiente manera, de acuerdo con la prosa memoriosa de Salvador Garmendia.
"De pronto, el artefacto salió despedido con la arrancada de una lagartija y su increíble cola desplegada se alejó saliendo de una nube de polvo, dentro de la cual una docena de petardos hicieron explosión en hilera. Semejante estruendo inesperado, que el más lerdo hubiera comparado a un desaforado pedorreo, provocó, como era natural, un acceso de hilaridad en el público, que pudo haber estropeado del todo la dignidad del espectáculo; sin embargo, en el mismo momento, cunado muchos pensaron que el artefacto estallaría en pedazos un minuto después convertido en un disparatado artefacto de pirotecnia y que ellos podrían continuar riendo de aquello hasta el fin de sus días, el ventarrón más inesperado y más fuerte que haya soplado nunca, unido a un ruido trepidante y desconocido, se abatieron sobre la multitud. Volaron los sombreros, temblaron las pecheras de las casacas, el polvo hizo cerrar los ojos y los dos mil o más que se habían aglomerado en la sabana huyeron en verdadera desbandad. Por fortuna, unos cuantos audaces consiguieron detenerse un poco más allá donde comienzan las primeras casas y otros, los más, que habían llegado mucho más lejos en la disparada, fueron aproximándose cautelosamente al escuchar los aplausos y los gritos de los primeros; sin embargo, hubo algunos, enteramente poseídos por el pánico, que no pararon hasta llegado a sus casas temblando y sin aliento. De éstos ninguno llegó a ver al increíble insecto cuando apareció disminuido en el aire, describió una gran curva silenciosa y desapareció de golpe desleído en algún punto del cielo; es decir, del verdadero cielo, azul, vacío e impenetrable que no había sido hollado jamás, al menos en aquella parcela del infinito. Muchos pensaron que no volverían a verlo nunca. –Selo tragó la altura- afirmaban; aunque la mayoría se regó en la sabana y haciendo alero con las manos registraban el cielo en busca de alguna señal. Cuando alguien creía advertir alguna marca indicadora, un borrón, un trazo movedizo en una nube, gritaba repartiendo la alarma y al momento un tropel acudía a rodear a quien señalaba con el brazo en lo alto; lo cual podía ocurrir en varios lugares a la vez, en vista de que aquellas señales engañosas parecían saltar de un punto a otro, escurriéndose entre los peñascales blancos que a su vez intentaban y descomponían en un solo momento las semejanzas más disparatadas" (ibídem., p. 39).
-En aquella montaña se asoma un cabeza- dijo alguien (ídem).
"Un muchacho descubrió una gran ballena marmórea, que lentamente se desplazaba por un mar erizado de rocas y se convino que en ese lugar era donde precisamente había desaparecido la avioneta de Boland. Cualquiera podría estar seguro de que se trataba de un lugar sin regreso" (ídem).
"La escena se mantuvo tal cual, durante un rato largo, hasta que alguien, con un grito de pánico, descubrió lo que nadie hubiera podido prever: el aparato se hallaba temblando en el aire, enorme, oscilando casi encima de ellos, aunque por el lado contario del que había despejado media hora antes. Todo corrieron en desorden tapándose mutuamente inútilmente los oídos, puesto que nada hubiera podido amortiguar el terrible ruido que de pronto se esparció en la sabana. Mr. Boland aterrizó suavemente" (ídem).
Así, los XX capítulos en que se estructura la obra literaria "Memorias de Altagracia" del escritor larense don Salvador Garmendia, a quien por cierto conociéramos en conferencias o charlas informales, por ejemplo, una que ofreció en el Ateneo Ciudad de Barquisimeto con la profesora Ovalles, a propósito de un aniversario de la fundación hispana de esta ciudad fenicia a mediados de la década de 1990, ofrece pinceladas de la historia cotidiana precisamente de manera "cordial y sencilla" como dice la historiadora Inés Quintero; por lo que en este nuevo aniversario, el número 468, representa un buen motivo para releer esta espléndida creación garmediana, cuyo tiempo exterior es el de la transición rural-urbano y en lo interior o psicológico el de la transición de la niñez a la adolescencia, cuando se alarga los pantalones, haciendo grandes aspavientos para que la gente notara su cambio (ob cit., Cap. XX., p. 183), una ya ignorada costumbre venezolana de principios del siglo XX, como piensa después en la última página:
"Algo imperfecto se percibe entonces: tal vez es una sensación en la piel o la aproximación de un gran ruido, todavía sin forma verdadera. Luego veo a mi primo Ali que cruza ensimismado por el centro de la plaza y lo dejo seguir sin llamarlo. Es un extraño. Le ha salido un surco en la frente y todavía anda de prisa como antes; sólo que ahora no sabe lo que busca en estas calles rectas de Barquisimeto que acaban de repente en pleno campo. La plaza ha sido remozada hace tiempo, aunque la iglesia sigue igual, marchita, vieja. Sé muy bien que aquel ruido imperfecto que resuena al fondo debe esperarme en algún sitio, lejos de todo esto, bien lejos de seguro de aquel túnel podrido donde fui colocado no sé cómo, y entonces el murmullo crecerá de algún modo: serán calles, lugares, gente, tal vez de una ciudad ruidosa, días febriles, resplandecientes y activos, multitud de deseos y encuentros que formarán madejas intrincadas, mientras el tiempo se estremece, se dilata, revienta descubriendo formas impensadas, espacios deslumbrantes sin una huella que hubiera antecedido a las nuestras" (ob cit., p. 188).
"Debo marcharme entonces, debo irme de aquí, debo marcharme ahora" (ídem).