En su afán “mothernizador” el régimen neoliberal hinca el diente para demoler uno de los últimos bastiones de la economía campesina mexicana: el sector azucarero. Confundidos por su ignorancia de la historia, suponen que ésta es sólo una versión cosmética de anteriores administraciones de gobierno; creen, por ejemplo, que la reforma agraria simplemente fue un invento para la manipulación electoral del campesinado y que, por tanto, es susceptible de borrarse de un plumazo para restablecer las formas de explotación del latifundio. Esta equivocada visión de la realidad toma cuerpo en el proyecto cañero de Fox y sus secuaces, conforme a la cual anhelan que cada ingenio (central azucarera) disponga en propiedad de las tierras dedicadas a su aprovisionamiento o, en su defecto, privilegiar la condición monopsónica de su operación. No es otra la lectura que puede darse al intento oficial de imponer un sistema que desmantela la estructura organizacional de los productores de caña para individualizar la relación entre productor e ingenio.
Una breve historia. El ingrediente suriano de la Revolución Mexicana, la de Emiliano Zapata, se nutrió fundamentalmente del descontento causado por el despojo de las tierras comunales realizado por los grandes hacendados productores de azúcar, agregado de la explotación criminal y esclavista de obreros industriales y jornaleros agrícolas. No por otra razón, la Reforma Agraria (así, con mayúsculas) emprendida por Lázaro Cárdenas incluyó en sus prioridades el reparto de las tierras de las zonas de abasto de los ingenios, aunque sin afectar la propiedad de las instalaciones fabriles. Conforme al diseño, el campesino productor usufructuario de la tierra, por sí o de manera colectiva, cultiva la caña para abastecer al ingenio operando mediante contratos regulados y supervisados por la autoridad, de forma de garantizar el suministro a la fábrica y de asegurar el ingreso al productor. Este esquema que operó con relativa eficacia derivó en lo que se denominó “decreto cañero” y rigió hasta 2004 el funcionamiento del sector. No debe desconocerse que el sentido de justicia que originó este esquema fue siendo distorsionado por la burocracia enquistada en las instituciones revolucionarias, que convirtieron a los instrumentos de emancipadores en controladores, en beneficio del régimen, lo cual no sólo sucedió en la actividad azucarera, sino que cundió como cáncer en todo el ámbito social y económico nacional. No obstante, la corrección de los defectos del sistema no tiene porque eliminar el sistema, como si la manera de eliminar la enfermedad de un cuerpo fuese la eliminación del cuerpo.
Pues resulta que Fox dispone la derogación del Decreto Cañero y dispone su sustitución por un llamado sistema producto de la caña de azúcar, por el que se crean condiciones para la competencia entre productores en una relación estrictamente empresarial e individual con el ingenio, barriendo con la organización de la oferta y la simetría de fuerzas entre oferente y demandante. En su defensa los productores organizados, que además tienen representación en la Cámara de Diputados, promueven y logran la votación de una ley que retoma los elementos sustantivos del anterior decreto cañero y aporta los elementos requeridos para su cabal operación. Fox y su secretario de agricultura anuncian el veto a la legislación aprobada y “muestran el cobre” con el argumento de que la referida ley ahuyenta a los inversionistas extranjeros que ya estaban dispuestos a adquirir los ingenios actualmente administrados por el gobierno.
Independientemente del tufo priísta que emana la lucha de los cañeros, su justicia llama a solidarizarnos con ella. No por una profiláctica aversión al aroma nauseabundo dejemos pasar otro intento de desmantelamiento de instituciones válidas.
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